Trabajo callejero: ¿qué nos exige un compromiso con los vulnerables?, por Federico Abal

Esta semana tuvo lugar una violenta represión policial en la Ciudad de Buenos Aires contra un grupo de trabajadores callejeros (manteros), quienes protestaban contra el desalojo que habían sufrido en la madrugada de ese mismo día. El objetivo de la represión fue, como tantas otras veces, garantizar la libre circulación de vehículos por la avenida Rivadavia que los manifestantes habían ocupado para visibilizar su situación.

Inmediatamente, los medios de comunicación se hicieron eco del conflicto y asumieron mayoritariamente una posición crítica respecto de los manteros y reivindicaron la potestad legítima de las fuerzas represivas del estado para impedir una falta, a saber, cortar una calle.

Mucho podría decirse sobre la mutabilidad de opiniones en torno al corte de calle o al piquete como medio válido para visibilizar un reclamo. Por ejemplo, resulta difícil encontrar comunicadores que reaccionen con el mismo tenor condenatorio ante las recurrentes protestas de vecinos contra los cortes del servicio eléctrico, quienes incurren en la misma contravención que los manteros.

Quizás esa mutabilidad se deba a que, para esos comunicadores, así como para los funcionarios del gobierno local y nacional que optan por reprimir a unos y no a otros, los vecinos que protestan contra la deficiente prestación del servicio eléctrico llevan adelante un reclamo legítimo y no así los manteros.

Los manteros incurrirían en una doble falta. Por un lado, realizan una actividad ilegal (ocupan sin ninguna habilitación un espacio público para comercializar sus productos) y por otro lado, una vez que se los desaloja impidiéndoles desarrollar esa actividad, reclaman obstaculizando la libre circulación del tránsito. Si su reclamo fuera el de continuar realizando su trabajo en las condiciones que venían haciéndolo, estarían reclamando por un derecho que nunca tuvieron.

Cabe destacar que la situación de los trabajadores callejeros, quienes sufren la extorsión diaria de las fuerzas de seguridad y el decomiso de sus productos al enfrentarla, no es exclusiva de la Ciudad de Buenos Aires. Distintos centros urbanos de América Latina y Europa presentan una problemática similar y han optado por distintas estrategias, regulatorias o prohibicionistas, para responder a ella.

Me detengo en el caso argentino, no solo por el reciente acontecimiento mencionado, sino por la reiteración de este tipo de práctica represiva. Sucesos análogos a los de esta semana tuvieron lugar el año pasado en otras zonas de la ciudad. Quizás el caso más resonante sea el de la represión sobre vendedores callejeros de la avenida Avellaneda en abril del 2016, con un saldo de 25 heridos y 20 detenidos.

Es importante señalar que el problema en relación a los manteros no se define por la comercialización de mercadería ilegal que algunos de ellos realizarían, sino por la ocupación del espacio público que llevan adelante en el ejercicio de dicha actividad. Para ilustrar este punto solo basta decir que si la política gubernamental pretendiera estar honestamente direccionada a impedir la comercialización de productos ilegales, existen incontables denuncias realizadas que vinculan a primeras marcas textiles con prácticas de contrabando y con la instalación de más de un centenar de talleres clandestinos que podrían ser priorizadas por las autoridades municipales, antes que la opción por el ataque represivo sobre el eslabón más débil de ese entramado de ilegalidad.

En relación a la ocupación del espacio público, a diferencia de lo que suele afirmarse, los manteros no pretenden continuar ejerciendo su actividad en condiciones de ilegalidad sino, tal como señala la Confederación de Trabajadores de la Economía Popular (CTEP) que nuclea a muchos de ellos, ser reconocidos por el Estado en su condición de trabajadores y tributar razonablemente como otros contribuyentes.

En este punto, surge un debate interesante que no debiera ser empobrecido por comunicadores y funcionarios reduciéndolo a una mera cuestión de acatamiento del código contravencional. Este debate sobre la situación de los manteros presenta diferentes aristas que solo pueden ser abordadas mediante el diálogo entre todos los afectados y no mediante la represión.Por supuesto, un dialogo semejante, con la intervención adecuada de las autoridades locales, debe reconocer explícitamente los intereses urgentes y más perjudicados por la situación.

En un país con índices sociales alarmantes, con un mercado laboral que no genera trabajo genuino y una creciente desocupación, responder a la situación de los manteros atendiendo exclusivamente a la normativa contravencional vigente y al resguardo de bienes jurídicos ostensiblemente menos importantes que el derecho a procurarse un ingreso digno, implica condenar a miles de familias a la más absoluta marginalidad.

Encuentro evidentes coincidencias entre este conflicto y otro que, según creo, la sociedad argentina encara actualmente de manera más justa. Me refiero a la situación de los asentamientos informales o villas. La ciudad de Buenos Aires ostenta una triste historia represiva sobre los habitantes de estos barrios de emergencia.

En abril de 1977, el gobierno dictatorial promulgó la ordenanza 33.652 que daba comienzo al Plan de Erradicación de Villas. Osvaldo Cacciatore, intendente de la ciudad designado por la dictadura militar, fue el encargado de llevar adelante dicho programa y justificar el uso de topadoras para barrer con las viviendas villeras. Hacia el año 1996, el último intendente de la ciudad, Jorge Dominguez, continuaría en democracia con la política de desalojos y con el uso de topadoras. Su eficiencia en esta tarea le permitió acceder posteriormente al cargo de Ministro de Defensa del gobierno de Carlos Menem.

Ambos gobiernos conceptualizaron el conflicto desde un enfoque estrictamente contravencional y consideraron a los asentamientos villeros como ejemplos de ocupación ilegal del espacio público. Actualmente, y esto es lo que me parece iluminador para el conflicto de los manteros, tiende a reconocerse la necesidad habitacional por detrás del fenómeno permanente de las villas.

Dicho de otro modo, todo el arco político coincide en que las villas son una expresión de un derecho humano no garantizado, a saber, el derecho a una vivienda adecuada. Consecuentemente, las políticas públicas relacionadas con esta temática suelen proponer, al menos en principio, mejoras en las condiciones de vida de los habitantes de esos espacios: urbanización, títulos de propiedad, entre otras.

Un compromiso con el bienestar de los miembros más vulnerables de la sociedad nos exige contextualizar los modos en que esos individuos actúan para satisfacer sus necesidades básicas y buscar soluciones que vinculen satisfactoriamente todos los potenciales bienes jurídicos en disputa, priorizando aquellos más urgentes. Los gobiernos que establecen la represión como regla para enfrentar las respuestas que los vulnerables ensayan en su lucha por la supervivencia no asumen este compromiso.