Paradojas del terror. Atentados del 13N en París, por Francisco Undurraga (Universidad de Chile)
- At 1 diciembre, 2015
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- In Notas de Actualidad
Luego de los atentados en París del 13N, el Estado Islámico (ISIS) no es tan solo el enemigo declarado del mundo occidental y su civilización, tal cual la vivimos y experimentamos sus habitantes, sino también su fundador. Para comprender el aparente escándalo de esta afirmación, llevemos la mirada a uno de los pilares de la civilización occidental: ¿No se comportaron de igual manera los hijos de Israel, hace 3.000 años, cuando derrocaron las fronteras que dividían a las tribus más allá del Jordán? ¿No fueron ellos, los antecesores del Cristianismo – su sustrato religioso y simbólico – quienes emprendieron una lucha armada a muerte, degollando a mujeres y niños, para instaurar la ley de Yahvé, el Dios único que, provisto de su temple civilizador y sanguinario, se impuso por sobre el politeísmo del país de Canaán? Para enterarse de esto, basta echar una mirada a la Torá judía, que son también los cinco primeros libros del Antiguo Testamento.
Más de 3.000 años después se repiten los acontecimientos, no ya a orillas del Jordán, sino en riberas igualmente flanqueadas por el desierto – en Siria, uno de los tres países que irriga el Éufrates, en su descenso desde Turquía y Anatolia, en dirección hacia Irak. Pero lo que tiene en vilo a Occidente, el depositario lejano y el continuador de esa violencia fundacional allá en el país de Canaán (actual Israel, Cisjordania y la franja de Gaza), es que los ataques ocurren desde hace un tiempo en el interior de sus fronteras. Ahora la violencia estalla en su corazón mismo, en sus calles, en sus ciudades. Occidente, que con su educación borró de los individuos la experiencia del terror, como señala Pérez-Reverte por estos días, recibe los embates de esa furia por haber construido un camino distinto, por no haber andado junto a ellos ese vértice del tiempo, y también, sin duda, por haber desestabilizado el precario equilibrio de fuerzas en el Medio Oriente, ya fuera por motivaciones de índole económica o humanitaria (incluso ambas), luego de la Guerra en Irak (2003-2011). Aunque la historia, como siempre (ya lo señalaba Tolstoi) se remonta a otras causas, como fueron, por mencionar algunas, esa imbricada empresa que confundió motivos de conquista con los llamados de la fe y que se conoce con el nombre de las Cruzadas (siglos XI al XIII); las relaciones de vasallaje y explotación en el mundo colonial del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX; así como la desarticulación del Imperio Otomano llevada a cabo por Francia y el Reino Unido (acuerdo Sykes-Picot de 1916) – en un movimiento opuesto al del ISIS en nuestros días – en que se generaron fronteras como las de las actuales Siria e Irak.
Hoy en día, en un mundo globalizado, ese reducto violentista que es el ISIS viene a señalarnos al menos 3 realidades: 1- la asombrosa diversidad de etapas culturales, sus aspiraciones y necesidades a veces contradictorias, que coexisten en una misma civilización – el nómade pastor de cabras de hace 1.500 ó 3.000 años es un ciudadano globalizado tan actual como el experto en finanzas de La Défense (el Manhattan de París); 2- la aceleración sin precedentes y sin orientación pre-definida de la información y de la organización, que traen consigo los avances técnicos, en las comunicaciones y el mundo virtual, frente a los cuales la diversidad antes aludida resulta una categoría estrecha, y en verdad lo que se vive es un tiempo fuera del tiempo y las relaciones humanas tal cual las conocemos hasta ahora – esto es, una hiperrealidad; 3- la historicidad y contingencia del fenómeno religioso, de que son prueba los recientes atentados en París, en un mundo en que la laicidad y la enajenación espiritual se hicieron bitácora del itinerario occidental en los dos últimos siglos. En relación con esto último, la misa del domingo 15 de noviembre, en medio del estado de emergencia, en la catedral Notre Dame de París, poblada de íconos de unidad nacionalista, suena a un desesperado exabrupto ante el sinsentido de los acontecimientos.
La razón y sus adelantos absorbieron a las religiones en Occidente, o las volvieron impotentes, agonizantes en su propia parafernalia, desgastadas, un juego de formas silenciador del espíritu, tal vez porque alejaron de sí el terror, la práctica del peligro, e idearon un suelo de seguridad inexistente, a la medida del progreso y como requisito indispensable de la (in)acción virtual y financiera. La estabilidad como condición volvió impracticable el peligro, que es la zona inexplorada y latente, el rito sanguinario de la religión – ya sea en su práctica simbólica profunda de una religión “civilizada,” o en los sacrificios y la matanza de la religión fundacional de los primeros tiempos. Los occidentales no podemos sino sentirnos asombrados, por no decir completamente desorientados ante la conmoción de los hechos, en nuestra condición de educados habitantes de un mundo previsible, hiperreal y desprovisto de espíritu.
El hecho es que Occidente, o al menos esa gran mayoría de occidentales que son su población, ese gran número que determina el curso de sus democracias ha visto, en particular en las últimas décadas, desplazarse de su horizonte la práctica espiritual, producto de los adelantos y requisitos de lo virtual, que en su juego de vacío se ha vuelto una máquina de terror hiperreal. Son estos mismos adelantos los que sirven a aquellos nuevos fundadores en tierras antiguas, ahora ya no en nombre de Yahvé, sino de Alá, aunque para nada representan los valores del mundo islámico, sino, por el contrario, vienen a hacer de éste una de sus principales víctimas. Ellos se encuentran insertos aún en un ideario, una simbología y condiciones de vida de hace 1.500 ó 3.000 años, aunque provistos de teléfonos móviles, Internet, Kalachnikovs, TNT, un elaborado sistema de marketing y difusión del terror; y cuentan entre sus filas con mártires nacidos y educados en la cultura europea, dispuestos a sacrificarse por las ideas de aquellos instigadores lejanos que, a diferencia de quienes les rodean y sus motivaciones, sí significan algo para ellos, son una orientación, una fe ciega, la remanencia en vida de la experiencia religiosa sanguinaria de los primeros tiempos, que reviste hoy el nombre de Califato.
Las repercusiones históricas de este fenómeno, así como las reciprocidades que lo constituyen son múltiples y complejas como para analizarlas aquí. Cuántas de esas repercusiones nos afectan hoy, no obstante, como emanaciones de esa cuna de nuestros primeros movimientos organizados, nosotros que ya queríamos despachar el terror, tal vez antes de tiempo, como a viejas alarmas del pasado, y nos cuesta ver que en los ojos tras el pasamontañas del ISIS está también nuestra mirada. No la del barbudo roquero que se queda paralizado sobre el escenario mientras comienza la masacre en el Bataclan, sino la del terrorista con el Kalachnikov en funcionamiento, el alma encendida y las manos llenas de sangre, para quien esto que hemos resuelto como nuestro pequeño mundo feliz, resulta tan aberrante como el turista tras la mascarilla de buceo para el pez que anda cerca del banco de arena. Con la salvedad que se trata aquí de un mismo género – el humano – que debiese, suponemos, guardarse las espaldas ante calamidades externas, y no arrogarse una forma única de vivir el mundo y la trascendencia, posando para las desgarradoras selfies de un hombre – ellos, nosotros – ya sin rostro. El anatema concerniente a la representación del rostro en las culturas semíticas se ha vuelto en Occidente una hiperrealidad, en el sentido de la supresión del rostro.
Las riquísimas contribuciones de los mundos judío y musulmán a la civilización occidental no pueden ser opacadas por la marea terrorista, en manos de anacrónicos representantes de la religiosidad fundacional. El problema es la parte de responsabilidad que a Occidente le toca en el actual terrorismo globalizado, y cuyo desconocimiento no traerá soluciones inclusivas ni sostenibles en el tiempo. Una respuesta violentista no es sin duda una solución a la violencia, y menos en un mundo cada vez más vinculado y abierto. Habrá que evaluar lo que Occidente ha tenido que ver en todo esto, en busca de iniciativas que superen el viejo lastre de los nacionalismos, cuya efervescencia es una amenaza para proyectos que aspiran a servir los intereses de la mayoría (la humanidad), integrar y reconocer en su diferencia al extranjero, y revisar los procedimientos y estructuras de estos proyectos, cuando sea del caso hacerlo.
No quiere ver quien piensa que no se trata del destino que nosotros nos hemos forjado, sino del que ellos – los terroristas – nos imponen. Nada lo justifica, es cierto, pero querámoslo o no, estos brutales acontecimientos no son más que un resabio de lo que hemos llegado a ser por nuestros propios medios. La presencia de la muerte impuesta por el ISIS en el corazón de la civilización occidental es la perfecta contracara de la muerte de la presencia acometida por lo virtual: una civilización que por demasiado arrinconar el fanatismo y priorizar las obras de la razón, redujo el ámbito irrenunciable de la vida del espíritu, al menos para la gran mayoría de los ciudadanos. Y ahora, paradojas de la historia, la más fervorosa realización de la espiritualidad fundacional, sanguinaria, de los primeros tiempos, brota con el fanatismo yihadista como un dios enajenado en las calles del mundo occidental. Así como hace 3.000 años los Amalecitas, Cananeos y Filisteos fueron víctimas de las masacres cometidas por aquellos fundadores de civilización, hoy las víctimas son los habitantes del Medio Oriente, el Magreb, Mali y las principales metrópolis de Occidente.
Los incipientes códigos morales y rituales de la antigua Mesopotamia y Egipto, que sirvieron en el ámbito simbólico, retórico y político en tanto que sustrato para la implementación de aquel nuevo código comunitario que proclamaba la unidad de Dios, impuesto con violencia por los hijos de Israel a partir de su salida de Egipto – y cuyo influjo simbólico y político heredaron los perpetradores de las Cruzadas, en los siglos XI al XII – esos y otros códigos reelaborados por el profeta Mahoma en los siglos VI y VII son, en cierta lectura y orientación de los mismos, la unidad de sentido y la esperanza de una comunidad para los niños aleccionados en el Estado Islámico, que los convierte en hombres bomba, mientras a Occidente tan solo lo sustenta el aparataje mercantil, tecnológico y virtual ¿Adónde nos llevaron entonces el racionalismo, la laicidad revolucionaria del 1789 y la Revolución francesa, esos lujos de intelectuales que, una vez más, desconocían las necesidades religiosas de la gran masa y el lugar que en su civilización tendría el aún ignorado extranjero?