Osvaldo Guariglia, «Las fallas estructurales del régimen parlamentario»

Entre las varias propuestas que se han lanzado para dar cierta gobernabilidad y estabilidad al sistema democrático de gobierno en Argentina, la preferida en el último tiempo por ciertos sectores con pretensiones reformistas ha sido la de sustituir el régimen presidencial por un régimen parlamentario similar al de varios países europeos. Por cierto, dicho sin mayores precisiones, la propuesta queda completamente indeterminada, ya que existen en Europa tantos regímenes de este tipo como países, y, por tanto, muy distintos entre sí, algunos estables, democráticos y previsibles, como el de Alemania, y otros catastróficos, como el de Bélgica, que lleva ya casi dos años sin formar gobierno.

Uno de los males de la política argentina que esta propuesta pretendería enmendar, sería la de la división de la comunidad política en dos campos enemigos sin posibilidad de acuerdos ni mediaciones en el ejercicio del poder. Confieso que siempre me sorprendió la inocencia, auténtica o pretendida, con la que los propulsores de esta reforma intentaban respaldarla bajo pretexto de la finalidad aducida. En efecto, la democracia es un sistema de gobierno que, por encima de toda ingeniería institucional, presupone en la voluntad de los participantes la aceptación sin excepciones de sus reglas y el firme propósito de respetarlas, tanto cuando el resultado de su aplicación les es favorable como cuando les es adverso. Cuando esta condición no se da, es indiferente que el régimen sea presidencialista o parlamentario.

Desdichadamente por estos días una gran nación europea, muy cara al corazón de los argentinos, está confirmando de la manera más dramática esta tesis: Italia. El resultado de la elección general llevada a cabo a fines de febrero ha impedido la formación de un gobierno mayoritario porque la ley electoral bajo la cual se realizó, el así llamado porcellum, fue creada en su momento por el gobierno de S. Berlusconi con el rechazo de toda la oposición, con el solo objeto de proteger sus intereses, para lo cual se apeló a una distribución del voto que el propio autor de la ley, el senador Roberto Calderoli, denominó “una porcata”. El Partido Democrático obtuvo, tanto en la Cámara de representantes como en el Senado, una escasa mayoría relativa, la que en el caso de la primera le confirió de manera automática una mayoría absoluta mediante el así llamado “premio de mayoría”, que asegura el número suficiente de bancas para poder gobernar.

En el Senado, en cambio, donde el premio de mayoría está abolido y se aplica un complicado esquema proporcional que favorece a las regiones gobernadas por el centro-derecha, el Partido Democrático, pese a haber obtenido una mayor diferencia de votos, quedó lejos de la mayoría absoluta de bancas.

El de-rrumbe de la coalición de partidos moderados de centro que se agruparon bajo la consigna del primer ministro técnico saliente, Mario Monti, y el ascenso sorprendente del Movimiento “5 Stelle”, liderado por el capo cómico Beppe Grillo, que rechaza todo acuerdo para formar un gobierno con el Partido Democrático, terminaron de cerrar el escenario de una posible salida del estancamiento. En condiciones normales, el presidente de la república, Giorgio Napolitano, podría haber apelado como solución última a una nueva elección disolviendo las dos cámaras, solución, sin embargo, que ahora le está vedada por hallarse en el último semestre de su septenio, en el cual constitucionalmente no puede ejercer ese derecho. Hasta la elección de un nuevo presidente, que dará comienzo con la nominación de los posibles candidatos a partir del próximo 18 de abril, no se vislumbra ningún cambio en este callejón sin salida.

Por cierto, son múltiples las causas que llevaron a Italia a esta encrucijada: en primer lugar, la crisis económica de todo el Sur de Europa, que la afectó con mayor violencia a raíz del endeudamiento crónico del estado (alrededor del 120% de su PBI); luego la inoperancia de los dos gobiernos de Silvio Berlusconi y su coalición de partidos de derecha, especialmente la Lega de las regiones del norte, enroscados en la defensa de sus intereses, que obstaculizaban toda reforma posible; por último, el severo ajuste impuesto por la Unión Europea bajo la rígida guía de la canciller alemana, Angela Merkel, cuyos efectos deletéreos se concentraron especialmente en una persistente recesión económica, en una creciente desocupación y, sobre todo, en un aumento general de los impuestos y una fuerte disminución de las prestaciones del estado.

Sin embargo, siguiendo la hipótesis de los defensores del régimen parlamentario, una situación extrema como ésta hubiera debido impulsar a un acuerdo de todos los partidos, sea a través de una gran coalición o de una renuncia de los que fueron derrotados en las elecciones a obstaculizar la formación de un nuevo gobierno, a fin de impulsar un programa de salvación común que continuara las reformas emprendidas pero sobre todo impulsara una reactivación de la economía y de la creación de empleo. Nada de eso ha ocurrido. Al contrario, se han afianzado los dos populismos opuestos pero semejantes: el de derecha, liderado con mano de hierro por Berlusconi, que sigue poniendo por encima de todo sus propios intereses, en especial, su inmunidad frente a los jueces que tienen abiertas múltiples causas contra él, algunas ya con fallos condenatorios; y el de una izquierda anárquica y anti-partidos, liderada por Grillo, que propugna medidas catastróficas para el país y para Europa, como la salida del Euro, se ha cerrado sobre sí misma y ha ido adquiriendo un típico cauce autoritario y verticalista, propio de países periféricos con una tradición democrática deficiente. Entre ambos han bloqueado todo acuerdo razonable con la vista puesta en el interés de la nación.

En conclusión: ningún régimen puede garantizar una democracia estable, que aúne gobernanza y equidad y evite lo más posible la formación de los núcleos oligárquicos que la deforman y degradan hasta anularla. La voluntad democrática de los participantes puede, sin embargo, ayudar ampliamente a un mejor funcionamiento del régimen de gobierno, presidencialista o parlamentario, mediante ciertos acuerdos básicos en vista del interés común, comenzando por un sistema electoral imparcial y representativo, cuyo mejor candidato es, a mi juicio, el de doble turno con mayoría absoluta, como ha sostenido permanente el gran teórico político Giovanni Sartori. Que esto sea realizable tanto en Italia como en Argentina, es en la actualidad bastante im-probable.