Marcos Novaro, «Venezuela: ¿fin de la ambigüedad populista?»
- At 24 marzo, 2013
- By Editor
- In Notas de Actualidad
Es seguro que la desaparición de Hugo Chávez tendrá un amplio impacto en la escena latinoamericana. Aunque todavía está por verse qué sentido y orientación adquieren estas consecuencias. Dependen, ante todo, del modo en que su ausencia repercuta en la propia Venezuela y cómo la política de ese país, acostumbrada durante tres lustros a latir al compás de sus iniciativas, encuentre una nueva guía.
El desafío que a este respecto enfrenta podría considerarse un caso típico de “rutinización del carisma”. Es decir, de lo que se trata es de observar cómo, y con qué grado de éxito, se transfiere la legitimidad personal con que Chávez gobernaba, a sus herederos y a las organizaciones en que él asentó su régimen.
La cuestión es importante no sólo para Venezuela. Es reveladora de ciertas particularidades de los regímenes populistas latinoamericanos, tanto los actuales como los que rigieron en el pasado, y explica las dificultades que ellos casi siempre encontraron para perdurar: y es que estos regímenes, aunque se basan en alguna medida en mecanismos electorales para legitimarse y reproducirse, combinan esos mecanismos con otros de origen corporativo o autoritario, que les permiten limitar la competencia por el poder, tanto interna como externa; y la ambigüedad resultante de estos precarios arreglos institucionales tiende naturalmente a entrar en crisis cuando desaparece el único actor que es capaz de contener las tensiones resultantes, el líder carismático.
Chávez, en su doble condición de jefe militar y líder de masas, fue desde sus comienzos un caso ejemplar de esta ambigüedad. Por lo que no sorprende que su criatura, la república bolivariana, resultara en un sistema institucional muy intrincado, que sólo su voluntad podía hacer funcionar y darle una orientación más o menos definida. La mitificación póstuma del líder está dejando ver los desafíos que se le plantean a sus seguidores al respecto. Recordemos que, en vida, él se inspiró y referenció en Simón Bolívar y con más disimulo, pero también más pertinencia y actualidad, en Juan Perón, Velasco Alvarado y otros caudillos militares populistas del siglo XX. Sin embargo, una vez muerto quienes aspiran a heredarlo, y en particular quien busca sucederlo en la presidencia, Nicolás Maduro, parecen decididos a inscribir su legado en una tradición más radical: la de Lenin, Mao y compañía. ¿Ese es el rumbo hacia el que enfilarán los chavistas?, ¿lograrán llegar a la meta y Venezuela se convertirá en un régimen decididamente totalitario, más cercano de lo que es ahora a la Cuba castrista?
Sucede que, para sobrevivir, los deudos de Chávez deben urgentemente institucionalizar los distintos y contradictorios roles que él cumplía. Y lo cierto es que las fórmulas comunistas pueden resultarles útiles en esta tarea. Aunque también ellas suponen alternativas, y escoger entre ellas no es sencillo. Para disipar los altos riesgo de desarticulación y fractura que corren en estos días, los chavistas necesitan que la autoridad se transmita en forma rápida e inapelable, a otra persona o grupo que nadie ni dentro ni fuera del régimen pueda desafiar. En suma, alguien que logre hacer lo que Stalin hizo con Lenin, quitando toda autonomía y relevancia al Politburó; o lo que el Comité Central del PC Chino hizo con Mao, sustituyendo una autocracia personalista por el gobierno de un comité. Y las diferencias entre una situación y otra no son menores.
Por otro lado, el régimen deberá resolver bastante pronto qué hace con quienes aun no lo aceptan, es decir, por lo menos un 40% de la sociedad venezolana. Si la mala situación económica pesa menos que los fastos del entierro y la mitificación del líder, y las nuevas elecciones consagran a Maduro como nuevo campeón electoral, tal vez esto se procese de momento de forma incruenta, y no sea muy necesario un endurecimiento manifiesto de las reglas de juego. Pero si la competencia se empareja, y peor aun si para asegurarse el triunfo el oficialismo necesita de manipulaciones aun más alevosas que las practicadas en su momento por el propio Chávez, entonces la crisis de la legitimidad electoral del régimen se agravará y no tendrá escapatoria: o acepta compartir más el poder y que con el tiempo la revolución chavista se disuelva, o se endurece del todo y liquida cualquier posibilidad de competencia.
En cualquier caso, tanto la dinámica interna como la competencia externa impulsarán al chavismo a abandonar su hibridez hasta aquí característica. Él pudo, tal como hiciera el primer peronismo, moverse en una zona ambigua, componiendo un híbrido en que podían convivir ciertos aspectos de la vida democrática con rasgos decididamente despóticos. Pero esta ambigüedad difícilmente pueda mantenerse en el futuro porque necesita de un líder excepcional, alguien capaz de conciliar lo irreconciliable, uniendo en un puño los hilos de una madeja tan complicada que en las manos de cualquier otro no podría evitarse se enredara y estallara.
Con Chávez vivo, el chavismo permitió que otros partidos se presentaran a elecciones, aunque colocándolos en inferioridad de condiciones, al identificar a su fuerza política con el propio estado, definir a sus enemigos como los del pueblo y de la patria, y reemplazar las instituciones públicas, incluso las propias fuerzas armadas, por órganos abiertamente partidistas. Además, aunque se basó esencialmente en la legitimidad electoral, se autodefinió como un poder revolucionario, cuyo origen podía rastrearse en el fallido golpe de 1992, que de atentado contra la democracia pasó así a ser un heroico antecedente de las luchas del pueblo por su libertad y por crear un orden auténticamente “nacional y popular”. Del mismo modo que el peronismo siguió recordando y celebrando en los años cuarenta y cincuenta, además del 17 de octubre y el 24 de febrero, expresiones máximas de la adhesión de masas a su régimen, el 4 de junio, que en 1943 había dado origen al movimiento militar nacionalista en que, al postular la unidad entre pueblo y ejército, se afirmaba en última instancia su poder y su proyecto.
Esta ambigüedad, y la hibridez resultante, parecen ser una característica inherente a todos los regímenes populistas. Y proveerles su peculiar plasticidad para comportarse en forma más autocrática o más democrática según las necesidades y conveniencias de cada momento; y según las demandas a atender y los desafíos a enfrentar. Pero ellas también son la causa de que, salvo muy raras excepciones (la más notable, la del PRI mexicano), los regímenes populistas no hayan logrado perdurar en el tiempo.
No lo logró el peronismo, expulsado del poder en 1955, pese a que sobrevivió como partido, y tampoco los efímeros regímenes populistas de Perú, Ecuador y Bolivia, que ni siquiera perduraron como movimientos políticos. Está por verse si el chavismo logra romper esta racha. Y está a la vista ya la vía que sus dirigentes prefieren para intentarlo: la mezcla de lo ridículo y lo siniestro que ofrece Nicolás Maduro seguramente nos hará extrañar pronto el espíritu bonachón y jocoso con que acompañaba Chávez hasta sus decisiones y discursos más ofensivos.