Las utopías del pasado, por Juan Goytisolo

Uno de los elementos más llamativos de la violencia religiosa y nacionalista que actualmente golpea el planeta es su utopía regresiva a una presunta Edad de Oro cuyo recobro la justificaría. Dicha mítica Edad de Oro, ya sea la del etarra, ya la del yihadista, se contrapone a un mundo decadente e impuro que contamina los valores de la perdida Arcadia y obliga a quien se aferra a ellos a recurrir a la fuerza de las armas, al terrorismo impuesto por una exaltación legítima. Un examen comparativo del paso del abertzale a etarra y del salafista a yihadista nos muestra la existencia de un elemento común: la de servirse del pasado legendario como un instrumento contra el presente, un salto atrás de varios siglos que les proyectaría a un futuro justiciero y feliz.

Para el padre fundador de la moderna nación vasca, el ultracatólico y xenófobo Sabino Arana, la utopía se articula en torno a raza, lengua y fueros cuya prístina pureza y homogeneidad étnica habrían sufrido de la contaminación de los que él denominaba “nuestros moros” o maketos que habría desvirtuado su genuino espíritu primigenio. Diversos historiadores (Juan Pablo Fusi, Juaristi, Elorza, etcétera) han analizado con pertinencia la transformación del pensamiento carlista de Sabino Arana en la ideología supuestamente revolucionaria del núcleo duro del extremismo etarra (el salto del idílico mundo de Amaya o los vascos en el siglo VIII, la novela de Navarro Villoslada que leí en mi niñez, a un discurso ideológico con ingredientes marxistas) y esto me dispensa de demorarme en ello. Señalaré no obstante que el odio a la supuesta opresión del etarra no abarcaba únicamente a quienes la encarnaba (policía, militares, funcionarios estatales) sino también a civiles que nada tenían que ver con ella.

En el caso de la violencia yihadista, primero de los talibanes, luego de Al Qaeda y ahora del autoproclamado Califato Islámico o Daesh nos hallamos así mismo ante una idealización del pasado, de un retroceso de 14 siglos ya sea al del mundo tribal de la Península arábiga en tiempos del Profeta, ya al del poder político y religioso velador de la fe islámica de los llamados cuatro califas justos de la dinastía rachidí. Dicha regresión ideal tampoco tiene en cuenta el hecho de que las luchas tribales y de clanes acarrearon el asesinato de tres de los cuatro califas y desmienten la Arcadia feliz de la pureza primigenia que reivindican. Sobre el cisma que enfrentó entre sí a los musulmanes a la muerte de Mahoma y ocasionó la ruptura definitiva entre suníes y chiíes, el lector de estas líneas puede acudir con provecho a la obra del historiador tunecino Hicham Djaït, La gran discordia.

Conviene recordar que el imaginario occidental en torno a los califas omeyas y sobre todo abasíes —el esplendor de la corte de Harún Al-Rachid evocado en Las mil y una noches— refleja un mundo que nada tiene que ver con el rigorismo extremo y el fanatismo llevado a los límites del delirio de Abu Bakr Al-Bagdadi y sus huestes de Raqqa y Mosul. La civilización árabe de los primeros siglos de la hégira es al contrario una civilización abierta a las culturas de los territorios que conquista, en las antípodas de quienes hoy destruyen los tesoros de Nínive y Palmira con un odio irracional a cuanto simboliza el saber y las artes. La actual utopía yihadista atenta no solo a cuanto representa el enemigo opresor aunque se trate de víctimas civiles situadas a miles de kilómetros de distancia sino también contra las creaciones del espíritu humano a partir de un borrón y cuento viejo de un totalitarismo ciego que se erige en paradigma aberrante de la destrucción del patrimonio creado por el ser humano desde que entró en la historia.

Si el terrorismo etarra es por fortuna cosa del pasado el yihadista se extiende por cuatro continentes, azota a diario el orbe musulmán y no se prevé su extinción durante años o décadas. Tanto el Dar Al-Islam como en Occidente habrá que habituarse a contender con él. La guerra contra la barbarie terrorista engendra nueva violencia y a estas alturas no se le ve salida alguna. Nos movemos en un círculo vicioso: los ataques del Estado Islámico en Europa y Estados Unidos y su repercusión mediática, alimentan la fascinación nihilista de quienes se inmolan para alcanzar el glorioso Estatus de mártires. Ningún Gobierno se siente a salvo de un posible atentado y este es precisamente el objetivo de los yihadistas.

Publicado originalmente en El País el 16 de enero de 2016 y reproducido con permiso del autor.