La masacre de París: contextualizar es justificar, por Ezequiel Spector y Julio Montero

En torno al atentado terrorista contra la revista Charly Hebdo, la opinión pública, como ya ha sucedido con otros sucesos de esta envergadura, se ha dividido en dos grupos: el que condena este acto terrorista, y el que de manera más o menos disimulada lo justifica o celebra.

Algunos, preocupados quizá por mantener la corrección política, se declaran interesados en “contextualizar” la masacre. Pero, por lo general, la contextualización es nada más que un ejercicio de justificación teñido de cobardía. En el discurso moral y jurídico, la contextualización de un crimen se orienta a disminuir la culpa del criminal. Cuando uno dice, por ejemplo, que alguien robó porque vive en un sistema que lo obliga a robar para alimentar a su familia, espera—con razón o no— disminuir la responsabilidad del ladrón. Pero hay actos que definitivamente no admiten una contextualizacion semejante: conductas que no merecen disculpa. Cuando alguien tortura, perpetra un genocidio o mata de modo premeditado a personas inocentes como si fueran insectos, toda contextualización es un escupitajo a la cara de las víctimas y de quienes las lloran, y un escupitajo a las caras de los que sufren opresión en el mundo entero. 

Es cierto que todo acto puede insertarse en una trama de sucesos que contribuye a elucidar sus causas. Pero a veces la comprensión de las causas es irrelevante. Imagine, por ejemplo, que discutiendo sobre el terrorismo de Estado durante la última dictadura militar, alguien le recordara el clima de violencia generado por la así llamada subversión. O que conversando sobre el centro de tortura que el gobierno de Estados Unidos mantiene en Guantánamo alguien le recordara los atentados del 11 de septiembre. O que al momento de condenar una violación sexual alguien trajera a colación la minifalda que usaba la víctima. Seguramente, usted —y muchos de los que se desesperan por contextualizar la masacre de París— acusarían al contextualizador de cínico o indolente.

En este sentido, el avance más significativo en los últimos 50 años fue el surgimiento de una cultura de los derechos humanos que condena ciertos actos como injustificables. La médula moral de la Declaración Universal es, precisamente, la convicción de que ciertas acciones no merecen disculpa por constituir atentados contra la dignidad del ser humano. La libertad de expresión es, desde luego, uno de los derechos reconocidos por esta floreciente cultura planetaria. No solo porque es fundamental para que el ser humano se realice como una persona libre, sino también porque sin libertad de expresión toda forma de autogobierno se convierte en una mera quimera: la máscara de una dictadura. Pero, más grave aún, el derecho que los terroristas socavaron no es sólo el de expresarse libremente. La libertad de expresión se coarta con actos de censura, intimidación o persecución a la prensa libre. El derecho mancillado es el más esencial: el derecho a la vida. Y es la combinación de ambas cosas (esto es, asesinar a sangre fría por tratar de expresarse libremente) lo que hace a este hecho especialmente repugnante. 

Lo dicho no implica que deban olvidarse la marginación que sufren muchos inmigrantes musulmanes en Francia, ni las dificultades de integración que enfrentan las minorías en las sociedades multiculturales, ni demás atropellos cometidos por el mundo occidental. Hay sobradas razones para denunciarlos. Pero también hay sobradas razones para recodarlos de un modo que no encubra la sangre derramada en París. Después de todo, en los países con plena libertad de expresión las injusticias pueden denunciarse todos los días.

Lo anterior nos permite concluir algo más general sobre el rumbo que debemos seguir. Desde hace muchos años se enfrentan en la cultura occidental dos tradiciones de pensamiento político rivales. De un lado, la tradición autoritaria, de izquierda o de derecha, que concibe su causa como una cruzada contra los derechos humanos, la democracia constitucional y las libertades individuales. Para esta tradición, el retorno de gobiernos dictatoriales que silencien a los que entorpecen la construcción de su propio proyecto, sea religioso o secular, es el camino a seguir. Del otro lado, existe una tradición de raigambre auténticamente democrática que concibe todo objetivo como un ideal a moldearse mediante el diálogo en un marco de respeto por los derechos humanos y las libertades individuales.

El camino que deben seguir las sociedades democráticas ante sucesos como los vividos en París es el que conduce a profundizar la cultura de los derechos humanos. Perseverar en este camino significa, entre otras cosas, reforzar el valor de la tolerancia y la integración incluso ante actos barbáricos. Este desafío requiere, ciertamente, evitar el canto de sirena de sectores xenófobos y autoritarios (piénsese en Marine Le Pen) que esperan su hora para, irónicamente, arrebatarle a Francia los  mismos valores que el fundamentalismo le quiere arrebatar. Comprender las causas de la violencia puede colaborar con esa tarea. Pero justificar lo injustificable es prestarle un servicio a los que todavía hoy sueñan con vivir en un mundo en el que solo se escuche su propia voz. Mientras disfrutan de la libertad que la cultura democrática les ofrece para expresar sus ideas, los contextualizadores deberían pensar un instante de qué lado están.