La dictadura de Maduro y las dos izquierdas, por Julio Montero
- At 24 septiembre, 2015
- By Editor
- In Notas de Actualidad
Hace unos días el gobierno de Nicolás Maduro condenó a trece años de prisión al dirigente opositor Leopoldo López. La condena llegó después de varios meses de detención, y de acuerdo con organismos de derechos humanos como Amnistía Internacional resultó completamente arbitraria.
Este suceso no sorprende a nadie. Hace mucho que Venezuela tomó el camino de la dictadura. Mucho más sorprendente es, en cambio, el silencio cómplice de varios líderes de la región que se declaran simpatizantes de la izquierda y campeones de los derechos humanos. Los mismos líderes que celebran a los hermanos Castro como si se tratara de celebrities, cuando son en realidad dos tiranos sanguinarios que han suprimido por completo las libertades políticas en su isla y que han clausurado las elecciones libres por más de medio siglo en beneficio de los propios electores.
Desde el punto de vista de la teoría política, esto invita a reflexionar sobre un fenómeno más general, vinculado a la naturaleza de la izquierda. ¿Cómo es posible que dirigentes que se proclaman progresistas apañen a gobiernos que apelan a prácticas propias de una dictadura militar? ¿Cómo puede ser que figuras políticas que padecieron en carne propia la persecución no condenen estas acciones? ¿Cómo se puede explicar que intelectuales supuestamente identificados con la causa popular aplaudan a tiranos que reprimen a estudiantes y confinan a opositores al calabozo?
Como suele suceder con los conceptos políticos, el término «izquierda» es multívoco: puede usarse para designar sistemas de ideas diversos. En la historia del pensamiento político pueden distinguirse al menos dos tradiciones de izquierda bien definidas. La primera hunde sus raíces en el pensamiento de la ilustración y se nutre de las corrientes republicana y liberal. La segunda es de raigambre anti-moderna y rechaza las valores del iluminismo.
Ambas tradiciones comparten, por supuesto, un programa común. Ese programa aspira a promover la igualdad, mejorar la distribución del ingreso, y garantizar a todo el mundo los recursos materiales para desarrollarse como personas. Pero discrepan sobre el modo adecuado de lograr estos objetivos.
Deudora de Kant y John Stuart Mill, la izquierda ilustrada pone el acento en la vigencia del estado de derecho, la participación democrática, y el respeto irrestricto por los derechos humanos. Sólo si gobiernan las leyes, si las políticas son producto de un debate público genuino, y si los ciudadanos gozan de derechos que los protejan de la arbitrariedad, el ideal de la igualdad puede realizarse. Eso no basta, por supuesto, para hacer verdaderamente iguales a los iguales. Pero es el único punto de partida admisible.
Esta es una receta que la otra izquierda rechaza. Desde su perspectiva, la política es un campo de batalla en el que distintos grupos de interés luchan despiadadamente por el poder. La igualdad sustantiva entre las personas sólo puede conseguirse si el campo popular se impone sobre los enemigos del pueblo. En esa guerra, la división de poderes, las instituciones democráticas y los derechos individuales son las trincheras que los enemigos del pueblo han cavado para mantener sus posiciones. Un auténtico líder popular debe estar dispuesto a arrasarlas sin piedad. En todas las guerras hay muertos y ésta no es la excepción.
La izquierda ilustrada es cosmopolita: cree fervientemente en el sistema de protección de los derechos humanos y concibe la soberanía como una autoridad cuyo ejercicio está sujeto a condiciones. La izquierda anti-ilustrada es nacionalista: aspira a cerrar sus fronteras para que nadie pueda denunciar sus atropellos. La izquierda ilustrada es democrática: concibe el bien común como un ideal a construirse a través del debate. La izquierda anti-ilustrada es oligárquica: espera que una vanguardia de iluminados interprete las verdaderas necesidades del pueblo y se las comunique mediante discursos grandilocuentes que culminan siempre en la aclamación. La izquierda ilustrada es pacifista: rechaza los abusos y la retórica agonista. La izquierda anti-ilustrada es beligerante: considera que la violencia es un modo legítimo de perseguir sus metas y apela a la propaganda y los intelectuales a sueldo para mantenerse en el poder.
La lección que Maduro nos enseña es que no todos los que se proclama de izquierda abrazan los valores que pensamos. Muchas veces sólo los invocan como un recurso estratégico, y los olvidan tan pronto como acceden al gobierno. Interpretan el valor de la igualdad como si solamente requiriera distribución del ingreso. Su utopía no es la de una comunidad política de ciudadanos/as emancipados/as, dueños de su destino. Sueñan, más bien, con un pueblo pasivo, una masa clientelar, que acepte sus dádivas y celebre los crímenes que perpetran en su nombre. Por desgracia, saben camuflarse de idealistas. Por obra de la dictadura de Maduro ahora disponemos de un test para reconocerlos rápidamente: no necesitamos más que preguntarnos quiénes son los que callan ante la ominosa condena de Leopoldo López.