Javier Sádaba, Hechos y derechos: cuesta saber de dónde saca el gobierno esa implacable doctrina sobre el aborto

Volver a hablar sobre la interrupción voluntaria del embarazo cansa, es agobiante. Se parece a Sísifo arrastrando una piedra hasta la cima. La piedra cae, y así, sucesivamente. Desearíamos que nos dejaran en paz, que se olvidaran de nosotros. Si el Estado ha de entrometerse que lo haga en cualquier rincón en donde haya miseria, repartiendo con equidad los recursos o creando las condiciones para que seamos lo más felices posible. Pero que no se meta en nuestra vida y en nuestro cuerpo. No lo ha entendido el que tenemos encima porque se está metiendo hasta en la cama. Como diosecillo se empeña en reprimir ahora, con una zafiedad que espanta, el aborto, por regulado, controlado y humanizado que sea.

Que en el anteproyecto de Gallardón ha influido decisivamente la Iglesia, y más concretamente, los sectores más reaccionarios, no cabe la menor duda. No sé qué es lo que les deben. Lo que sé es que mandan y se imponen. Cuesta saber de dónde ha sacado esa implacable doctrina. En la Biblia solo se pueden encontrar frases muy vagas que, por lo general, condenan la dispersión del semen, no el aborto. Y mucho menos ponen un límite a partir del cual podamos hablar de un humano hecho y derecho. En realidad late detrás de esta obsesión antiabortista la idea precientífica del filósofo Aristóteles y según la cual el hombre es el principio activo, mientras que la mujer es únicamente receptiva, una especie de materia prima. De ahí al mito del homúnculo, un ser completo desde el inicio solo que en miniatura, solo hay un paso. El colmo de esta manera de pensar y en la que se mezcla reproductivismo sin placer con machismo a ultranza lo podemos encontrar en 1588 con el papa Sixto V, quien en una bula imponía la excomunión a la masturbación; es decir, a casi todo el mundo.

Estamos ante un proceso, y no ante un comienzo absoluto. Lo que está en potencia podría ser, pero no es. No deja de ser curioso que teólogos más imaginativos en lo que atañe al desarrollo del embrión, como es el caso de Tomás de Aquino, reparen que estamos ante un proceso y no ante un comienzo absoluto que, por cierto, no se da en ningún lugar en la naturaleza. Por eso el embrión pasa por un alma vegetativa, al igual que una planta; le sucede luego un alma animal con nutrición y sensaciones para, finalmente, y en estado avanzado, recibir el alma racional por parte del buen Dios. Este cuadro, tan infantil pero más acorde con el fluir de la vida, ha servido a algunos católicos contemporáneos, como el francés J. Maritain, para presentar el aborto de una manera más tolerante y menos rígida. Será muy tarde, concretamente en el siglo XIX, cuando los católicos romanos se empeñen en afirmar que en la mismísima concepción, concepto confuso donde los haya y que mezcla muchas cosas, existe un ser humano como usted y como yo. Y desde entonces se han agarrado a una extraña “maculada concepción” como a un clavo ardiendo.

Las causas de esta actitud podrían ser varias. Por ejemplo, el prejuicio ideológico de un principio absoluto, o la superstición de un instante mágico en donde la acción divina desciende al vientre de la mujer como el rayo de Júpiter. Todos sabemos, y es de cultura general, que durante 24 horas los cromosomas del padre y de la madre permanecen separados. Si la fuerza casi milagrosa de la concepción se produce en la singamia, uno no puede por menos de sentirse pasmado. Un elementalísimo hecho se convertiría en toda una creación. Casi como dioses.

Si continuamos con los hechos distingamos los externos y los internos a favor del aborto. Un conjunto considerable de premios Nobel, un conjunto no menos considerable de academias científicas y científicos de toda condición han escrito y defendido el uso embrionario de las células madre contenidas en la etapa de blastocistos cuando el embrión consta de poco más de 100 células. Por no hablar de lo que sucede en Europa. En Italia se puede abortar a las 12 semanas mientras que se llega a las 24 en Holanda o en Reino Unido. En ese arco se mueven los países de nuestro entorno y es de suponer que no se trata de unos países llenos de perversos. Los países de nuestro entorno tienen legislaciones de plazos con límites razonables.

Si de lo externo pasamos a lo interno, conviene recordar que la vida surge en cascada, desde unas células indiferenciadas hasta que, si hay suerte, venga un bebé a este mundo. Hoy, insistamos en ello, es imperdonable desconocer que solamente un 60% de tales blastocistos se implantan, o que solo entre las seis y ocho semanas podemos hablar de feto o que es a las 12 semanas cuando empieza a crecer la corteza cerebral sin que eso implique que existan señales neurológicas. Y, desde luego, estaría de más señalar los muchos pasos que van desde la singamia hasta esa especie de gemelo que es el trofoblasto. De proceso hablamos y eso es lo decisivo. Por eso ahí se incrusta a nuestro favor el argumento de la potencialidad. Lo que está en potencia podría ser, pero no es. Yo podría haber sido Einstein, pero no lo soy. La noción de potencia se utiliza con distintos significados según las materias, solo que aquí se quiere decir algo claro: lo que permanece en potencia no tiene por qué recibir los honores de lo que ha pasado a acto. Todo lo demás es embadurnar la cuestión. Que muchos unos den lugar a mil no quiere decir que uno es igual a mil. Y que de un huevo salga un pollo no quiere decir que cuando me como un huevo me como un pollo.

Otro de los seudoargumentos contra el aborto se fija en que este no es un derecho. Por supuesto que se puede discutir ad náuseam qué es un derecho, pero pocos negarán que los derechos humanos, por difícil que sea fundamentarlos, forman parte de nuestro patrimonio. Tales derechos se especifican después, y en lo que atañe al aborto, es la madre, y no un ser extraño, la que engendra y porta a quien puede llegar a nacer. Como se puede conceder que la actitud de la madre respecto a lo engendrado no puede ser la misma al mes de la gestación que a los ocho meses de embarazo. De ahí la necesidad de poner un límite razonable, que es lo que han hecho las legislaciones antes citadas. Nada digamos de la indefensión en la que quedarían muchas mujeres y a las que debemos aplicar, en justicia, los derechos socioeconómicos. Respecto al tema de las malformaciones uno solo puede imaginar dureza de corazón. Se obliga a que alguien al que, cosa obvia, no se le ha pedido permiso, venga a este mundo aunque su existencia sea la más penosa que se pueda pensar. Realmente terrible.

Acabo ya. Naturalmente que evitar abortos es una tarea de importancia y que a todos atañe. De ahí que no esté de más insistir en la prevención. La prevención se inscribe en una sensata y continuada educación sexual. Y, cosa que no se debe olvidar, es decisivo el respeto a todos y el evitar daños a terceros. Nada de eso, sin embargo, empaña lo anteriormente dicho. Lo único que empacha nuestras vidas es que otros quieran salvarnos, en el cielo o en la tierra.

(Publicado originalmente en El País el 30 de diciembre de 2013 y reproducido con permiso del autor).