El presidencialismo, en debate, por Roberto Gargarella
- At 17 agosto, 2017
- By Editor
- In Notas de Actualidad
El constitucionalismo latinoamericano no siempre sirvió a los mejores o más dignos propósitos. Sabemos, por ejemplo, que muchas veces se cambió la Constitución sólo o fundamentalmente para permitir una reelección presidencial: todo lo demás no importaba, o era moneda de cambio. Contra dicha visión, en su momento, Juan Bautista Alberdi propuso pensar el constitucionalismo de otro modo; esto es, en respuesta a los principales problemas o “dramas” de la época. Por eso, elogió a las primeras Constituciones de la región (que muchos de sus colegas repudiaban) aduciendo que habían contribuido a la lucha por la independencia. Luego, ya en su época, él propuso dedicarlas a confrontar otros grandes males: el atraso económico y la despoblación (“el desierto”).
En años recientes –pienso en los años ‘80- el argentino Carlos Nino, el español Juan Linz, el norteamericano Alfred Stepan, entre tantos otros, hicieron su propia gran contribución a la línea de pensamiento abierta por Alberdi. Ellos también se plantearon las dos preguntas fundamentales alberdianas: 1)¿Cuál es el gran “drama” institucional de nuestra época?, 2) ¿Hay algo que la Constitución pueda hacer, para ayudar a remediarlo?
Los juristas y cientistas políticos de la época, reunidos en un inusual consenso, contestaron lo siguiente. Frente al primer interrogante, respondieron que, sin duda alguna, el gran mal institucional (o “drama”) del siglo XX lo constituían los sangrientos golpes de estado que venían azolando sistemáticamente a la región. A la segunda pregunta la respondieron por la afirmativa, para sostener que la Constitución era en parte responsable de dicho problema, al crear un “hiper-presidencialismo”, que llevaba a todos los partidos a pelear centralmente por ese cargo, desatando una peligrosa dinámica de no-cooperación o de “suma cero”, para colmo sin “válvulas de escape” (como las que podía ofrecer un primer ministro). Los golpes de estado –concluyeron, de la mano de numerosos estudios empíricos- eran co-responsables de la inestabilidad democrática regional (que antes se manifestaba en golpes de estado, y hoy con mandatos interrumpidos antes de tiempo).
A pesar del enorme aporte hecho por aquellas teorías en todos estos años, lo cierto es que, con el paso del tiempo, el excepcional acuerdo anti-presidencialista de los ‘80, terminó por disolverse. Algunas de las críticas que aparecieron desde entonces resultaron entendibles, y permitieron enriquecer el debate. Menciono dos. Primero: las causas institucionales de la inestabilidad latinoamericana son más complejas (el híper-presidencialismo sigue siendo parte de aquella historia, pero no el único gran protagonista en dicha tragedia). Segundo: la crítica al (híper) presidencialismo no debe llevarnos necesariamente (como llevara a Nino, Linz y cía.) a defender sistemas parlamentarios: finalmente, el mundo institucional no se divide en sólo esos dos campos (presidencialismo-parlamentarismo). En tiempos más recientes, aparecieron otras críticas –muy reiteradas pero mucho menos interesantes- contra el híper-presidencialismo.
Autores como Andrés Malamud vienen insistiendo con que el concepto citado es “vacío” o retórico; y que datos como la persecución o pérdida de libertad de tantos líderes regionales (de Fujimori a Humala o Lula) confirman que los “híper-presidentes” no lo eran tanto. Sobre tales críticas, diré simplemente tres cosas como respuesta. Primero, el concepto de “híper-presidencialismo”, que acuñara Carlos Nino en su momento, no pretendía adjetivar, sino describir un hecho: el hecho de que las Constituciones latinoamericanas delegaban a sus presidentes, poderes y capacidades que no se encontraban en la Constitución norteamericana, que era el que les había servido de modelo.
Típicamente, se encontraban en las Constituciones de la región poderes tales como el de “intervención provincial” (que hubiera horrorizado al pensamiento federalista norteamericano), o el de declarar el “estado de sitio,” que servía para expandir aún más los poderes presidenciales, y limitar de los peores modos los derechos de los ciudadanos. A esas facultades formales se les agregaron otras (poderes legislativos; poderes en el manejo del presupuesto; influencia crucial en la distribución de los recursos hacia las provincias, entre tantas), que la práctica sólo ayudó a radicalizar (a través de la capacidad de presión económica y el uso de la violencia a disposición del primer mandatario). Así, el “sistema de frenos y contrapesos” inicial terminaba convirtiéndose en otro “desbalanceado y con pocos frenos”; y la estabilidad democrática quedaba directamente bajo amenaza. Quien no quiera ver de qué modo medidas como las citadas influyeron sobre la historia latinoamericana, afectando al sistema democrático y favoreciendo la masiva violación de derechos, haría bien en leer algún libro de historia regional, aunque sea un poco largo.
Segundo, de modo realmente notable, críticas como las citadas sólo refuerzan las predicciones de los viejos críticos del híper-presidencialismo: ellos no dijeron que los híper-presidentes no enfrentarían problemas gravísimos, sino exactamente lo contrario. El juego de “suma cero” que denunciaban era repudiado justamente por ello: por generar una dinámica destructiva, que terminaba por arrojar por la borda al presidente de turno, poniendo en riesgo de quiebre al mismo sistema de gobierno.
Finalmente, y sólo para cerrar, diría que aquellos “viejos críticos” no entraron al debate intelectual como a una tienda de vanidades, para mostrar sus mejores galas o hacer pito catalán contra el adversario. Entraron motivados por las recurrentes crisis democráticas latinoamericanas, hartos de ver muertos en las esquinas, y convencidos de que los cambios constitucionales podían ayudar (aunque sea de forma modesta) a evitarlos. Propondría que retomemos el debate pensando menos en nosotros y más en ellos.
(Publicado originalmente en Clarín el 3/8/2017 y reproducido con permiso del autor).