El fracaso del agonismo, por Roberto Gargarella y Julio Montero
- At 5 marzo, 2014
- By Editor
- In Notas de Actualidad
En toda la región, la democracia está de moda otra vez. Pero no es la misma democracia que celebrábamos cuando cayeron las dictaduras militares latinoamericanas y los regímenes socialistas de Europa del Este. Es una democracia distinta: la democracia agonista.
El agonismo es una concepción que parte del supuesto de que en una sociedad pluralista no hay valores compartidos por todos. Sólo hay grupos con proyectos políticos irreconciliables que nunca llegarán a ponerse de acuerdo sobre nada relevante para el beneficio común. Por consiguiente, no tiene sentido dialogar ni discutir. No hay posibilidad de entendimiento. La vida democrática es un juego de suma cero: si uno gana, el otro pierde, así que sólo hay que preocuparse por ganar. Y una vez que uno gana, no tiene por qué tener contemplaciones con el derrotado. Puede simplemente “ir por todo”.
Como consecuencia de esto, la política se convierte en un campo de batalla entre bandos rivales: pueblo y oligarquía; patriotas y vendepatrias; trabajadores y burguesía; izquierda y derecha. En ese campo de batalla, ambos bandos luchan descarnadamente por el poder. Y si bien evitan el aniquilamiento del enemigo para que la llama de la política no se extinga, aspiran a acorralarlo, a ponerlo contra las cuerdas, a reducirlo a su mínima expresión.
La democracia pasa a ser nada más que el tenue marco legal que permite librar la contienda civilizadamente y la vida democrática deviene guerra civil velada: la celebración de elecciones periódicas y el respeto de algunas garantías constitucionales mínimas son el dispositivo que evita el derramamiento de sangre. A esta concepción agonista de la democracia se contraponen otras que ponen el acento en una discusión inclusiva, entre iguales. Llamemos a esta visión, la de la democracia deliberativa.
La democracia deliberativa invierte los axiomas de la postura rival. Aquí no se piensa al pluralismo como la mera yuxtaposición de grupos con proyectos inconmensurables, sino que se concibe a la política como ámbito en donde los ciudadanos comparten una serie de valores a pesar de suscribir perspectivas distintas. La convicción de que las personas son iguales, el rechazo de la segregación racial o la discriminación de género y el respeto por los derechos humanos aparecen como algunos de los valores compartidos. Para los deliberativistas, las sociedades democráticas no son meros conglomerados humanos de personas condenadas a coexistir en una misma geografía, sino auténticas comunidades éticas.
Por consiguiente, los deliberativistas no ven a la democracia como un sistema de trincheras en el que amigos y enemigos se enfrentan en una lucha sin cuartel por el botín del poder. Se la representa como un espacio de entendimiento recíproco en el que la ciudadanía discute sobre cómo interpretar su ideario compartido y cómo traducirlo en políticas públicas concretas. Donde la democracia agonista ve enemistad, la deliberativa apuesta por la fraternidad cívica; donde la democracia agonista ve conflicto, la deliberativa propone la cooperación; donde la democracia agonista ve descalificación, la deliberativa plantea el respeto por los que piensan distinto.
Lo que es más importante: contra la idea habitual de que -a diferencia de la postura rival- la concepción deliberativista ofrece una noción ingenua o no realista de la democracia, los deliberativistas proponen un ideal regulativo desde donde critican las injusticias que la visión agonista avala. En efecto, en su preocupación por lograr un diálogo inclusivo, la democracia deliberativa pone un acento especial en las voces que hoy no se escuchan; aquellas que hoy son ignoradas, silenciadas o encerradas por el poder.
Para el agonismo, en cambio, lo que cuentan son los poderosos, los que -según la retórica del poder dominante- “juegan en primera”. Todos los demás, los de la segunda o la tercera división, los que quedaron al margen, no cuentan, salvo cuando su presencia conviene o converge con los intereses de los poderosos. El agonismo es el que hoy nos pregunta “cuántos votos tenemos” para ver si nos reconoce como iguales. Es el que repudia o se burla de las críticas de los más débiles, desafiándolos a que “formen un partido político” y “ganen las elecciones”.
La visión de los deliberativistas es exactamente la contraria. Los deliberativistas entienden que las decisiones que afectan a todos son responsabilidad de todos, y no de la elite que “conduce” al país. Los deliberativistas consideran que una decisión no es legítima cuando no cuenta con el respaldo efectivo de “todos los afectados”, incluyendo de modo especial a las voces actualmente inaudibles: las protestas y las luchas de tantas minorías que hoy resisten el avance de los agronegocios, los proyectos megamineros o los arreglos en torno a las fuentes energéticas, con que los gobiernos trafican desde el poder.
Afortunadamente, el tiempo del agonismo se agota. Quienes defendemos la democracia deliberativa debemos prepararnos para afrontar el reto enorme que representan las sociedades más injustas, más desiguales, menos fraternas, que el agonismo nos deja.
(Publicado originalmente en Clarín el 26 de febrero de 2014 y reproducido con permiso de los autores).