El crimen de la disidencia, por Alejandro Cassini
- At 12 febrero, 2014
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- In Notas de Actualidad
El día 12 de diciembre de 2013 el régimen comunista de Corea del Norte ejecutó a Jang Song-thaek, considerado el segundo funcionario más importante del gobierno, y a varios de sus colaboradores más cercanos. Los cargos en los cuales se basó la aplicación de la pena de muerte eran de lo más variado: corrupción, traición, intento de golpe de estado, incluso afición al juego, la bebida y las drogas. Probablemente, como sucedió siempre en las innumerables purgas realizadas por los estados totalitarios, estos cargos fueran puramente ficticios. No es difícil advertir que la verdadera razón de este tipo de purgas es casi siempre de carácter exclusivamente político y consiste, en última instancia, en el simple hecho de haber expresado alguna idea que no concuerda con la línea oficial del partido gobernante. En los regímenes totalitarios, donde la crítica está prohibida por principio, la disidencia es un crimen y cualquier intento de pensamiento libre se considera el peor de los delitos.
En su discurso del 1° de enero de 2014, el joven dictador Kim Jong-un justificó la ejecución de su tío Jang Song-thaek en los siguientes términos: “El año pasado se tomó la decidida medida de sacar facciones de escoria disidente del partido”. Luego agregó al respecto que: «La oportuna decisión de nuestro partido de purgar elementos antipartido, antirrevolucionarios, ha ayudado en gran medida a cimentar la solidaridad dentro de nuestro partido». El crudo lenguaje acerca de la purga de disidentes remite a las peores épocas del estalinismo. Resulta verdaderamente increíble que en pleno siglo XXI todavía persista semejante uso del terror estatal. Sin embargo, si se atiende a la historia de los regímenes comunistas, es posible advertir claramente la coherencia de estas prácticas con la tradición del bolchevismo ruso desde sus mismos comienzos.
Todavía existen muchas personas, especialmente intelectuales de profesión, que persisten en la creencia ingenua e históricamente errónea de que el terror comunista es una invención de Stalin que traicionó los principios de la revolución rusa y los ideales de Lenin. Nada más lejos de la realidad. La aplicación del terror de masas como medio para mantenerse en el poder e imponer una ideología única en la sociedad es una estrategia que los bolcheviques aplicaron desde el comienzo mismo de la revolución. Los extremos a los que estuvieron dispuestos a llegar se revelan claramente en las palabras de Grigori Zinóviev cuando el 19 de septiembre de 1918 en una reunión del partido declaró que: «Para deshacernos de nuestros enemigos debemos tener nuestro propio terror socialista. Debemos atraer hacia nuestro lado, digamos, a 90 de los 100 millones de habitantes de la Rusia Soviética. En cuanto a los otros, no tenemos nada que decirles. Deben ser aniquilados.»
El tema del terror comunista ha sido estudiado con detalle por los historiadores de todo el mundo y desde hace ya largo tiempo se conocen los principales hechos. Aquí sólo mencionaré dos: la creación de la policía política y la de campos de concentración para presos políticos. Ambas instituciones, elementos esenciales de todo estado totalitario, se implantaron en Rusia apenas los bolcheviques tomaron el poder y antes de que comenzara la resistencia organizada contra el nuevo régimen. La policía política (la temible Cheka) se creó el 8 de diciembre de 1917, apenas dos meses después de que los bolcheviques tomaran el poder derrocando al gobierno provisional. La Cheka tenía facultades para detener y procesar de manera sumaria a todo sospechoso de ser contrarrevolucionario, lo cual en la práctica involucraba a todo aquél que esbozara alguna crítica al régimen bolchevique. También realizó múltiples ejecuciones clandestinas. Muy pronto las cárceles se llenaron de presos políticos y comenzaron los traslados masivos hacia campos de internamiento. Antes de que se iniciara la guerra civil ya se habían abierto numerosos campos de concentración. Los orígenes leninistas del Gulag se encuentran hoy claramente establecidos. Los ideólogos de los campos fueron los propios Lenin y Trotsky. Se conocen documentos que lo indican claramente. Una orden secreta de Lenin del 8 de agosto de 1918, donde se ordenaba reprimir a los campesinos, declaraba que “todos los sospechosos deben ser internados en un campo de concentración fuera de la ciudad”. Poco después, el 5 de septiembre, el Soviet del Consejo de Comisarios del Pueblo decretó oficialmente el inicio del terror rojo. En el decreto, publicado en el número 195 del periódico oficial Izvestiya, el día 10 de septiembre, podía leerse que “con el fin de proteger a la República Soviética de sus enemigos de clase, debemos aislarlos en campos de concentración”. En el transcurso de la guerra civil, los llamados “campos de destinos especiales” se multiplicaron con rapidez y hacia fines de 1920 ya había registrados 84, esparcidos por diferentes regiones de Rusia, con un número de prisioneros cercano a los 50.000. Estos campos no se poblaron con miembros de la guardia blanca, ya que el decreto del terror rojo había establecido que todo prisionero blanco debía ser inmediatamente fusilado. La población de los campos estaba formada principalmente por miembros de partidos políticos de izquierda y de derecha que no apoyaron a los bolcheviques: anarquistas, mencheviques, socialistas revolucionarios y, en menor medida, liberales.
Una vez finalizada la guerra civil y el “comunismo de guerra” el terror estatal no desapareció, sino que se institucionalizó como parte del régimen de gobierno. El sistema de campos de concentración no sólo no fue suprimido, sino que se volvió más extenso y organizado. En 1923, todavía en vida de Lenin, se abrió el campo de las islas Solovetsky, en el mar Báltico, donde un antiguo monasterio fue convertido en prisión con capacidad para alojar hasta 6.000 presos políticos. Este campo fue el modelo sobre el que se construyeron todos los restantes campos que habrían de formar el Gulag. Naftalí Frenkel, un antiguo prisionero convertido en jefe, concibió la idea de que los presos recibieran una alimentación proporcional al trabajo realizado. Este método perverso luego se aplicó en casi todos los campos de trabajos forzados y fue la causa de incontables muertes por agotamiento y desnutrición. Hacia fines de 1923 el número de presos políticos de la Unión Soviética ya superaba los 70.000. En la década siguiente el Gulag llegó a su apogeo. Un documento del NKVD (el comisariado que controló a la policía política desde 1934) registra que el promedio anual de prisioneros de los campos aumentó de 190.000 en 1930 hasta 1.400.000 en 1940.
Las purgas dentro del propio partido comunista tienen también una larga historia. Los bolcheviques ya habían realizado una purga interna en una fecha tan temprana como 1909, cuando fue expulsado el sector de Alexander Bogdánov, con quien Lenin había mantenido una extensa polémica. Una vez en el poder, el partido bolchevique, que siempre había sido minoritario, experimentó un aumento considerable de sus miembros, y, como consecuencia de ello, comenzó a practicar purgas sistemáticas. La necesidad de purgar periódicamente las propias filas se estableció como obligatoria para todos los partidos comunistas del mundo en el segundo congreso de la Comintern, en julio de 1920. En las condiciones de admisión, redactadas por el propio Lenin, se decía explícitamente que:
«Cada organización que desee pertenecer a la Internacional Comunista está obligada a separar de manera regular y sistemática de todos los puestos de responsabilidad en el movimiento obrero […] a los reformistas y partidarios del “centro” y sustituirlos por comunistas seguros […] (Art. 2).
Los partidos comunistas de los países en que los comunistas actúan legalmente deben efectuar depuraciones (revisiones) periódicas de los efectivos de sus organizaciones, a fin de depurar de manera sistemática el partido de los elementos pequeñoburgueses que se introducen inevitablemente en sus filas.» (Art. 14)
Así pues, las purgas sistemáticas de los partidos, basadas esencialmente en razones ideológicas, y no necesariamente en las acciones de sus miembros, se consideraron obligatorias a partir del momento mismo de la fundación del comunismo como movimiento internacional.
El partido bolchevique efectuó su primera gran purga en 1921, cuando aproximadamente un 25 % de sus integrantes fueron expulsados. La segunda purga importante llegó en 1929, con un 11 % de expulsiones. En la de 1933 el número de expulsados alcanzó los 792.000, que en ese momento constituían el 18,5 % de los afiliados. Es evidente, entonces, que las enormes purgas realizadas por Stalin en 1937 y 1938, no sólo en el partido comunista, sino también en el ejército rojo, tenían claros antecedentes. En esos dos años funestos las purgas adquirieron otro significado. Además de la suspensión temporal o la expulsión definitiva, los afiliados al partido podían ser desterrados, encarcelados o internados en campos de concentración. Si eran acusados de traición, espionaje o intentos contrarrevolucionarios, les esperaba la pena de muerte. Cuanto mayor fuera su jerarquía o responsabilidad en el gobierno, tanto mayor era el riesgo. La pena de muerte se aplicó de manera sistemática y generalizada a los cuadros elevados del partido y a los altos oficiales del ejército. Probablemente nunca conoceremos el número exacto de víctimas de las purgas comunistas. Los historiadores todavía discrepan mucho sobre esta cuestión. En el caso de la Rusia Soviética, un documento secreto del NKVD, desclasificado en 1991, contiene las únicas cifras que se consideran seguras y constituyen la base mínima aceptada. Allí se indica, por ejemplo, que solamente durante los años del gran terror (1937 y 1938) fueron sentenciadas por “delitos contrarrevolucionarios” o “agitación antisoviética” un total de 1.344.923 personas, de las cuales 681.692 fueron condenadas a muerte (y efectivamente ejecutadas) y 634.820 fueron deportadas a campos de concentración. Son cifras ominosas que ofenden a la humanidad. Semejante crimen lo cometió el estado soviético contra su propio pueblo y en tiempos de paz, sin que hubiera ninguna amenaza cierta de rebeliones internas o guerras civiles, sino apenas la mera sospecha de conspiraciones omnipresentes. Por lo demás, representa sólo la punta del iceberg de una represión mucho más generalizada. La colectivización forzosa del campo, decretada por Stalin en 1929, se cobró varios millones de víctimas, completamente ajenas al partido bolchevique y a la ideología comunista.
La tradición de las purgas periódicas del partido no se limita en modo alguno a la Rusia de Stalin. La China de Mao o la Camboya de los Jemeres Rojos proporcionan ejemplos más recientes e igualmente sangrientos. El régimen de Corea del Norte es indudablemente un heredero de esta terrorífica tradición y acaba de demostrarlo con un ejemplo concreto, que no es más que el último eslabón de una larga cadena. El partido único del régimen, el Partido de los Trabajadores de Corea, lo fundó Kim Il-sung en 1948, sobre la base del modelo soviético que tenía al Politburó como órgano supremo. Pronto se manifestaron en él diversas líneas ideológicas, como siempre ocurre espontáneamente en cualquier partido político, pero luego de finalizada la guerra con Corea del Sur, en 1953, Kim Il-sung lanzó una serie de purgas sistemáticas que acabaron en pocos años con toda oposición interna. Casi todos los miembros originales del Politburó fueron ejecutados. Paralelamente, se desarrolló una persecución masiva contra cualquier forma de disidencia respecto de la línea oficial en toda la población del país. Desde un comienzo, el partido se manejó como una dinastía: Kim Il-sung lo dirigió hasta su muerte en 1994, su hijo Kim Jong-il gobernó hasta el final de sus días en 2011 y su nieto, el actual dictador del país, lo dirige desde entonces. Los campos de internamiento para presos políticos estuvieron presentes desde el comienzo de la dictadura comunista y pronto se convirtieron en instituciones básicas del sistema. Mediante fotografías tomadas por satélites, se ha podido comprobar la existencia de tres grandes campos de concentración, los de Yodok, Bukchang y Haengyong, con una capacidad aproximada de 50.000 prisioneros cada uno. El último de estos campos se ubica en una remota región montañosa del norte del país, conocida como “zona de dictadura especial”. También se sabe que hay una docena de campos menores de internamiento y de trabajos forzados. El número total de presos políticos se estima en 200.000 para la actualidad y en al menos 2.000.000 desde la instauración del régimen comunista. Se calcula que la mortalidad en los campos es de unos 10.000 prisioneros por año. Estos datos no han podido ser corroborados con documentos, ya que el régimen impide cualquier acceso a los extranjeros y censura toda la información de circulación interna. La mayoría de los conocimientos sobre el sistema represivo del estado norcoreano proviene del testimonio de los pocos refugiados, entre los cuales hay varios ex prisioneros en campos de trabajos forzados, que han podido salir del país y establecerse en Corea del Sur. Una buena parte de los historiadores de este último país cree que las cifras estimadas para los presos políticos podrían ser mayores. En cualquier caso, las que están disponibles son más que suficientes como para condenar sin reservas, política y moralmente, a este régimen despiadado y anacrónico, insólita supervivencia del peor estalinismo.
El lenguaje que se emplea en el discurso de Kim Jong-un es característico de la tradición del comunismo desde sus propios orígenes. Uno de los rasgos más permanentes de los estados totalitarios ha sido la distorsión del lenguaje, hasta el punto de que los términos lleguen a emplearse con un sentido opuesto al que tienen en el uso común. Una primera estrategia consiste en el empleo de expresiones eufemísticas, que se aplican a todos los actos o instituciones represivas. Así, los campos de concentración recibieron la denominación de “campos de reeducación mediante el trabajo”. La perversión es evidente: el trabajo forzado se empleaba como castigo de la libertad de pensamiento y como herramienta para el disciplinamiento ideológico de toda la sociedad, pero se presentaba como educación de los delincuentes y otros elementos hostiles a la edificación del socialismo. La cadena de eufemismos no tuvo límite durante la época de Stalin. Las torturas a los “enemigos del pueblo”, legalizadas por un decreto del 20 de enero de 1939, pero aplicadas desde siempre, recibieron el nombre de “métodos de influencia física”; los fusilados por razones políticas se presentaron, de manera menos rebuscada, como “objeto de represión”.
Muchos intelectuales y activistas de los partidos de izquierda, sobre todo en Occidente, pero también en Rusia, creyeron en este discurso oficial de la manera más ingenua. Otros no quisieron ver lo que realmente ocurría, aunque la información estuvo disponible desde un comienzo. Es la célebre ceguera voluntaria, que todavía hoy afecta a ciertos partidarios de la izquierda revolucionaria; una suerte de disonancia cognitiva que impide reconocer los hechos que entran en conflicto con la ideología. Es un comportamiento típico de los fundamentalistas religiosos y de los fanáticos de cualquier especie, contra los cuales toda forma de argumentación racional resulta impotente. Bertrand Russell lo advirtió con claridad cuando visitó la Rusia Soviética en 1920 y lo expresó de manera clarividente en su breve pero extraordinario libro La práctica y la teoría del bolchevismo, publicado ese mismo año. Allí sostuvo que el marxismo de los bolcheviques, aunque se autocalificara como “científico”, tenía poco o nada que ver con la ciencia; era más bien una fe religiosa y belicista que pretendía imponerse por la fuerza, una fe semejante en muchos aspectos al fundamentalismo islámico.
Otra estrategia típica, y sumamente efectiva, para pervertir el lenguaje consiste en extender más allá de todo límite el significado del vocabulario establecido de la política. El marxismo de Lenin era obviamente incompatible con la democracia en cualquiera de sus formas y modalidades, pero se camufló desde temprano bajo una terminología democrática. En la organización del partido, la estructura verticalista y la disciplina militar interna recibieron el nombre de “centralismo democrático”. Los estados comunistas, que fueron durante toda su existencia dictaduras de partido único e ideología única, se denominaron “democracias populares”, reivindicándose como las auténticas democracias sustantivas (aquellas donde las diferencias de opinión son innecesarias) en oposición a las “democracias burguesas” que se consideraban “meramente formales”. Corea del Norte siguió este ejemplo, adoptando el nombre oficial de República Popular Democrática de Corea, aunque su régimen de gobierno se encuentra en las antípodas de la democracia pluralista, tal como se la entiende y se la practica en la mayor parte del mundo.
Las “purgas de elementos disidentes dentro del partido” que acaban de aplicarse en Corea del Norte han sido una práctica habitual de los regímenes comunistas de partido único; una práctica, además, reglamentada desde un comienzo y sancionada por la propia ideología. El concepto mismo de disidente, que Kim Jong-un empleó en su discurso, es el resultado de una perversión típica de los regímenes totalitarios. Sólo cuando desde el estado se pretende imponer una ideología única y se intenta homogeneizar por la fuerza la manera de pensar de la sociedad, las diferencias de pensamiento respecto de la ideología oficial se vuelven susceptibles de considerarse como un delito. En una sociedad abierta y pluralista el concepto carece de sentido político, y más aun de carácter penal. Dentro de un régimen democrático no puede haber “disidencias”, sino, simplemente, diferencias de opinión política, las cuáles, por otra parte, son indispensables para el funcionamiento adecuado del propio sistema.
En un pasaje de su discurso de año nuevo el dictador de Corea del Norte afirmó que:
«Debemos intensificar la educación ideológica entre los funcionarios, miembros del partido y otras personas para asegurarnos de que piensen y actúen en todo momento y en todo lugar, en consonancia con las ideas y las intenciones del partido».
El contenido de esta simple oración prácticamente resume la esencia misma del totalitarismo. La aplicación de las purgas internas de cualquier clase es una consecuencia casi inevitable de la adhesión a este principio de homogeneidad ideológica, que tanto Lenin como Trotsky suscribieron sin reservas. De allí resulta que la diversidad de opinión y el ejercicio de la crítica, una forma básica de la libertad humana, pueda considerarse como un crimen que merece la pena capital. Este modo pensar, llevado de manera coherente a su culminación, es el que se expresa en el célebre brindis de Stalin del 7 de noviembre de 1937, conmemorando el vigésimo aniversario de la revolución de octubre, que se conservó en el diario del comunista búlgaro Georgi Dimitrov:
«Aniquilaremos a todos estos enemigos, aunque sean viejos bolcheviques, aniquilaremos a todos sus seres queridos, a toda su familia. Aniquilaremos a todos aquellos que atenten contra la unidad del Estado socialista tanto de obra como de pensamiento (sí, de pensamiento), para que sean aniquilados hasta las últimas consecuencias todos los enemigos, tanto ellos como su estirpe.»
Al igual que esta infame declaración de Stalin, las ejecuciones realizadas en Corea del Norte, y las razones aducidas por el régimen para justificarlas, no pueden suscitar más que indignación y estupor en quienes tengan algún sentido de la dignidad de las personas y un mínimo respeto por los derechos humanos.