Democracia formal y democracia real, por Alejandro Cassini

El 12 de junio de 2105, a su retorno de una breve y frustrante visita a Venezuela, el ex presidente español Felipe González declaró que ese “es un país en proceso de destrucción en todos sus aspectos”. Agregó, además, que “frente a una dictadura uno sabe a qué atenerse; frente a una democracia traicionada, es imposible orientarse, es el reino de lo imprevisible, de lo que no se sabe qué va a pasar mañana”. El gobierno de Venezuela, por cierto, rechazó esas expresiones. Pudo haber alegado, como ha hecho tantas veces, que su régimen de gobierno es una democracia real y no meramente formal, como la de España. El episodio invita a reflexionar sobre esta distinción, que frecuentemente invocan los gobiernos que, aunque se autodenominan democráticos, quebrantan con suma facilidad las normas de la democracia.

Desde hace ya mucho tiempo, posiblemente desde la posguerra iniciada en 1945, no existe ninguna doctrina política que, al menos nominalmente, rechace de manera explícita la democracia. Igualmente, no existe ningún gobierno que, de una manera u otra, no se considere democrático. Sin embargo, es evidente que se ha abusado una y otra vez de este término, de contornos intrínsecamente vagos, pero con un significado focal bastante bien definido. Así, por ejemplo, las llamadas “democracias populares” de Europa del este, como la DDR, llevaban en su propio nombre el rótulo de democracias, cuando en realidad eran dictaduras de partido único e ideología única impuesta desde el estado, un sistema que se encuentra en las antípodas de cualquier forma de democracia.

Antes de la época que se abrió con el fin de la Segunda Guerra Mundial, las cosas eran muy diferentes. Todos los totalitarismos abjuraban de modo explícito o encubierto de la democracia. Las primeras críticas abiertas provinieron del marxismo, que siempre consideró, dicho de manera simple y directa, que la democracia era el sistema político impuesto por la burguesía para mantener su dominio sobre los trabajadores y asegurarse la posesión del capital. En una palabra, la democracia era la superestructura política que correspondía al sistema económico capitalista y, en cuanto tal, debía ser superada una vez que se produjera el siempre esperado, pero nunca concretado, derrumbe del capitalismo mundial.

En las primeras décadas del siglo, XX el ascenso simultáneo del fascismo y del nazismo (dos sistemas muy diferentes entre sí que difícilmente pueden agruparse bajo la categoría de un fascismo genérico) provocó una ola de nuevas críticas a la democracia liberal desde el punto de vista de una derecha autoritaria e intolerante. Los fascismos, en particular el italiano, no se definen solo por su confrontación con el comunismo, como erróneamente se piensa a veces, sino, ante todo, por su odio a la democracia parlamentaria y a la sociedad burguesa. De hecho, el rechazo de la democracia liberal y burguesa es una de las tantas características que estos sistemas comparten con el comunismo en cualquiera de sus variantes (leninista, trotskista, estalinista o maoísta).

Una fuente indudable del rechazo de la democracia por parte de todas las tradiciones revolucionarias, sean de extrema izquierda o de extrema derecha, es el carácter esencialmente reformista de los regímenes democráticos. Si entendemos por revolución el cambio radical y súbito del sistema político-económico de un estado, generalmente impuesto por la fuerza, entonces, la democracia es claramente incompatible con la revolución y la excluye por principio. En un estado democrático los cambios no pueden sino ser graduales. Las propuestas de cambio requieren el debate público y la búsqueda de consenso entre diferentes sectores, un proceso que casi siempre resulta lento y pleno de compromisos que atenúan sus aspectos más radicales. El apoyo de los partidos revolucionarios al sistema democrático ha sido en todo tiempo principalmente de carácter táctico y oportunista. En tanto los estados democráticos sean auténticamente pluralistas, permiten actuar y desarrollarse a los partidos revolucionarios. Pero, en las pocas ocasiones en que éstos han alcanzado el poder por vías democráticas, han instaurado regímenes más o menos autoritarios que vulneraron alguna regla fundamental de la democracia formal. La llamada democracia real nunca consistió en un complemento enriquecedor de la democracia formal, sino en un reemplazo de ésta por alguna forma degenerada de democracia. El marxismo clásico ha sido claro en este punto, y en buena medida más honesto que otros defensores de la supuesta democracia real: siempre manifestó que la revolución implicaba la abolición violenta de la democracia parlamentaria y su reemplazo por una dictadura (en teoría, la dictadura de una clase que se suponía mayoritaria, la del proletariado; en la práctica, la dictadura de una élite minoritaria, el partido, o más bien, de sus principales dirigentes).

La aversión a la democracia liberal y al pluralismo ideológico que caracterizaron a los sistemas totalitarios del siglo XX se encuentra actualmente representada, sin duda en una forma más atenuada y diluida, por los nuevos populismos latinoamericanos. El peronismo y el chavismo constituyen ejemplos típicos. Ninguno de los dos tiene una base doctrinaria clara y coherente, pero es indudable que, a pesar de sus diferencias, comparten rasgos comunes sobre todo en particular un sesgo antiliberal y un modo autoritario de gobierno. El peronismo ejemplifica muy bien la crítica a la democracia formal en nombre de una supuesta democracia real. Analizaré brevemente este caso histórico, simplemente porque lo conozco mejor, aunque el chavismo venezolano sería un ejemplo igualmente bueno.

El peronismo clásico, el del primer Perón desde 1945, nunca tuvo una doctrina bien definida y sistemáticamente elaborada. En tal sentido, se parece mucho más al fascismo italiano (una clara inspiración temprana de Perón, reconocida por él mismo en sus primeros escritos y discursos) que al comunismo o al socialismo, que son claramente doctrinarios. No obstante, dadas sus premisas populistas y antiliberales, el peronismo no puede sino rechazar la democracia formal, a la que identifica con el liberalismo político y, más recientemente, con el neoliberalismo económico. La concepción que el peronismo tiene de la democracia está claramente resumida en las llamadas “veinte verdades peronistas”, formuladas por el propio Perón el 17 de octubre de 1950, en ocasión de un discurso en conmemoración del quinto aniversario de las jornadas de 1945. Resulta difícil comprender que esas consignas políticas puedan ser tomadas como verdades evidentes, pero, puesto que ese documento se encuentra en la página oficial del Partido Justicialista, debemos admitir que se las considera como una parte vigente de la doctrina. La primera de dichas verdades proclama que “la verdadera democracia es aquella donde el gobierno hace lo que el Pueblo quiere y defiende un solo interés: el del Pueblo”. Aquí se resume la esencia de la llamada democracia populista o democracia plebiscitaria. Es una formulación que merece un análisis detallado.

Ante todo, la expresión “verdadera democracia” presupone que existe una democracia que no es verdadera, es decir, que no es auténtica o genuina. Se alude, sin duda, a la democracia liberal, ejemplarizada en los Estados Unidos, Gran Bretaña y otros países de Europa occidental. Si tuviera que resumirse en unas pocas ideas, es la democracia en la que el poder está limitado por normas constitucionales que sancionan la división y la independencia de los poderes del estado, impiden o limitan a un período la reelección de los gobernantes en cualquier cargo electivo y garantizan la libertad de prensa y otras libertades para las minorías y para la oposición en general. Todos los populismos rechazan esta democracia institucionalista y puramente formal porque, según afirman, no garantiza la justicia social ni concuerda necesariamente con la voluntad del pueblo.

La llamada democracia real, en cambio, es, como proclamaba el discurso de Perón, aquella en la cual el gobierno satisface la voluntad del pueblo. Pero este aserto es sumamente problemático, no sólo en teoría, sino incluso en la práctica. Tomado literalmente, parece implicar que existe una entidad supraindividual que está dotada de intenciones, intereses y voluntad, como si fuera una persona (el “Pueblo” con mayúscula, término que se utiliza como si fuera un nombre propio). Parece obvio que no existe tal cosa. El pueblo, en un estado democrático, sólo puede estar constituido por todos los ciudadanos de una nación, es decir, por un conjunto de individuos. La voluntad del pueblo, entonces, no puede ser otra cosa que la colección de las voluntades individuales. ¿De qué modo podría expresarse la voluntad del pueblo? En los estados democráticos ello sólo puede hacerse mediante el voto de los individuos. A menos que se trate de una dictadura de partido único, los votos deberán estar distribuidos al menos entre dos partidos diferentes. Por principio, entonces, en una democracia no puede haber una voluntad del pueblo única y homogénea. La voluntad del pueblo necesariamente es fragmentaria y está distribuida entre mayoría y minorías, o a veces, simplemente entre múltiples minorías. La voluntad de la mayoría no puede de ninguna manera identificarse con la voluntad del pueblo en su conjunto. Ello excluiría automáticamente a todas las minorías de la propia categoría de pueblo. Esta es una estrategia persistente en todos los populismos que suelen calificar de “antipueblo” (una expresión casi paradójica que se encuentra en los escritos de numerosos intelectuales populistas) a todos los sectores de la población cuya voluntad no coincide con la del partido o sector que se proclama representante de la voluntad popular. Los teóricos del populismo llegan incluso a aceptar que el antipueblo pueda ser mayoritario en un momento determinado, con lo cual reducen al absurdo la categoría misma de pueblo, que ya no puede definirse por medio de la expresión de la voluntad de los individuos, sino que debe caracterizarse apelando a contenidos doctrinarios, o, peor aún, a esencias metafísicas (como el “ser nacional”), destinos históricos y otras categorías de dudosa existencia.

La idea de que la democracia no se define meramente por el cumplimiento de ciertas normas o reglas generales es común a todos los críticos del liberalismo. Así, para el marxismo la democracia real sólo puede ser aquella en la que no existe la explotación de los trabajadores, por lo cual este tipo de democracia no es alcanzable en el marco de una sociedad capitalista. Consiguientemente, cualquier democracia en un estado capitalista, por progresista que sea, no puede ser genuina. Para el populismo, en cambio, en principio es posible alcanzar una democracia genuina mientras el estado garantice la justicia social y la redistribución de la riqueza. Ciertamente, no hay una manera unívoca de determinar en qué consista dicha justicia, por lo cual los populismos siempre son vagos en este punto doctrinario fundamental. La apelación a la voluntad del pueblo difícilmente determine una política de estado concreta, por ejemplo, respecto de la existencia de la propiedad privada de bienes personales, servicios y medios de producción. Casi siempre, los populismos, canalizando su veta antiliberal, tienden a ser estatistas respecto de la banca y las grandes empresas de bienes y servicios, como las que conciernen a los grandes recursos naturales, los transportes y las comunicaciones. En general, los gobiernos populistas tienden hacia alguna forma de capitalismo de estado, pero no hay una única política económica bien definida que se derive automáticamente de las premisas ideológicas del populismo.

Frecuentemente, los populismos no se contentan con las elecciones regulares como medio para que la voluntad del pueblo se exprese y tienden a recurrir a los plebiscitos y a otros recursos informales, como las grandes concentraciones de masas que aclaman al líder, un medio de dudosa representatividad de la mayoría. En el caso de la legitimación plebiscitaria de las propuestas de gobierno, esta de hecho casi nunca se pone en práctica si no se tiene la garantía del triunfo proporcionada por las encuestas previas. En los plebiscitos, por su carácter generalmente dicotómico, la división entre pueblo y antipueblo se hace más explícita que en las elecciones donde los votos de los ciudadanos pueden dividirse entre múltiples partidos. Por esa razón, los populismos tienden a preferir los plebiscitos por sobre las elecciones periódicas. Esa preferencia es la que ha dado origen a la expresión “democracia plebiscitaria” para denominar a la forma de democracia característica de los gobiernos populistas.

El plebiscito suele emplearse para legitimar las decisiones más importantes, como, por ejemplo, las reformas constitucionales. Todos los populismos admiten que cualquier cambio en las leyes de un estado que esté refrendado por una mayoría (casi siempre una mayoría simple) expresa la voluntad del pueblo y es ipso facto democrático. Me parece obvio que esta idea es falsa y extremadamente peligrosa para la propia democracia. Es evidente que la voluntad popular no siempre es democrática. Si la mayoría de los ciudadanos de un estado vota la propuesta de conceder la suma del poder público a un presidente o aprueba una modificación de la constitución que permite múltiples reelecciones, automáticamente vulnera las normas básicas de la democracia. El resultado no puede ser más que un régimen autoritario, aunque tenga el mayor de los apoyos populares.

La auténtica democracia no consiste en la mera expresión de la voluntad de la mayoría de los ciudadanos mediante algún procedimiento de votación. Esta es sólo una condición necesaria de la democracia, pero en modo alguno es una condición suficiente. Hay muchas otras condiciones que son estrictamente necesarias para asegurar el carácter democrático de un estado o de un gobierno. La mayor parte de ellas tiene que ver con la limitación del poder y con la garantía de libertades básicas para las minorías y para la oposición. Así, por principio, un estado de partido único donde no se permite forma alguna de crítica u oposición organizada (como fueron todos los estados comunistas, la Alemania nazi y los fascismos europeos) no es democrático en ningún sentido del término, no importa cuán justa pueda considerarse su política económica y su redistribución de la riqueza.

La gran mayoría de los movimientos populistas, y el peronismo no es la excepción, tienden a la concentración del poder, a socavar o ignorar la división de poderes, en particular, la independencia del poder judicial, y a perpetuarse en el gobierno mediante reelecciones indefinidas. Según las circunstancias históricas, estas tendencias pueden realizarse de hecho durante más o menos tiempo, pero aun cuando no puedan expresarse permanecen como potencialidades en estado latente. En Argentina, los gobiernos peronistas modificaron la constitución en 1949 y 1994 autorizando la reelección presidencial. En Venezuela Hugo Chávez cambió la constitución en 1999 y permaneció catorce años consecutivos en el poder. En Ecuador, Rafael Correa hizo lo mismo en 2008 y actualmente se encuentra ejerciendo su tercer mandato presidencial consecutivo. En Bolivia, Evo Morales, que lleva diez años en el gobierno, propone llamar a un plebiscito para enmendar la constitución y posibilitar una reelección indefinida del presidente. No cabe duda de que la tentación de perpetuarse en el poder es intrínseca a los populismos. Por otra parte, los presidentes latinoamericanos no populistas que han sido reelectos, como Michelle Bachelet en Chile y Tabaré Vázquez en Uruguay, procedieron de manera muy diferente, respetando las limitaciones constitucionales de cada país.

El ideal de la democracia populista ha sido siempre el unanimismo, el gobierno de la voluntad popular, a la que se concibe como monolítica y homogénea, sin oposición alguna. Loris Zanatta en su breve pero sustantivo libro El populismo lo ha advertido con claridad y lo ha considerado como una de sus características esenciales. La recurrente invocación a la “unidad nacional” en el discurso populista encubre en realidad una pretensión hegemónica. Pero es obvio que la democracia pluralista, que requiere necesariamente la existencia de la oposición, es incompatible con este ideal unanimista. Llevado a su conclusión natural, el unanimismo conduce necesariamente a la hegemonía de un partido único, aquél que interpreta la voluntad del pueblo, y que cree interpretarla incluso mejor que el pueblo mismo. De allí la condena siempre expresada en el discurso peronista a la “partidocracia” propia de la democracia liberal, a la que se considera intrínsecamente dañina para la unidad nacional. La voluntad del pueblo, que coincide con la de la nación, sólo puede expresarla un único partido. El nombre original del peronismo (Partido Único de la Revolución Nacional) revela muy claramente su contenido doctrinario fundamental.

En la práctica, el unanimismo ha sido siempre la premisa básica de todos los totalitarismos. En este punto, el comunismo sentó tempranamente las bases. Dicho de manera esquemática, para la doctrina comunista todos los conflictos políticos y sociales provienen de la división de la sociedad en explotadores y explotados. En la futura sociedad comunista, cuando las clases sociales hayan desaparecido, no habrá razón alguna para que exista el conflicto y, por consiguiente, tampoco habrá lugar para la crítica o la oposición. Por consiguiente, toda crítica o expresión de descontento no puede considerarse sino un ataque al sistema, la obra malintencionada de saboteadores (el término preferido en los regímenes comunistas) o enemigos del pueblo que, en cuanto tales, deben ser legítimamente reprimidos. El ideal de la Volkgemeinschaft (la comunidad del pueblo) de los nazis, aunque basado en una noción biológica de raza, contiene ideas muy similares. Todos los fascismos, por su parte, se consideraron siempre y ante todo como “movimientos” y no como partidos. El partido sólo aparece como una entidad derivada, surgida de necesidades administrativas internas y, principalmente, de la necesidad de administrar el estado. La relación entre movimiento y partido siempre originó tensiones internas en todos los regímenes fascistas. El peronismo, que siempre se autodenominó un “movimiento nacional” antes que un partido, siguió claramente esta inspiración y heredó la misma actitud ambigua respecto de su propia condición partidaria, y la misma hostilidad hacia la existencia de una pluralidad de partidos, a los que califica despectivamente de “demoliberales”, y de toda oposición organizada (como por ejemplo, sindicatos no peronistas).

El concepto de democracia real casi siempre está asociado a las ideas de igualdad, justicia social y redistribución de la riqueza. Los partidarios de esta posición suelen argumentar que una democracia no es genuina si no garantiza una justa redistribución de la riqueza realizada prioritariamente en beneficio de los pobres y de los sectores más desprotegidos de la sociedad. Alegan, con razón, que la mera democracia formal, es decir, el solo hecho de respetar las reglas que la constituyen, no asegura una redistribución igualitaria de la riqueza. Esto es indudablemente cierto y abundan los ejemplos históricos de gobiernos democráticos que implementaron políticas económicas cuyo resultado fue ampliar la brecha entre los ricos y los pobres en vez de disminuirla. No obstante, las autodenominadas democracias reales tampoco pueden garantizar la justicia social y, a menudo, como muestra el caso de la Venezuela actual, son capaces de llevar al país a una profunda crisis generalizada, tanto política como económica. En realidad, ninguna forma de gobierno puede garantizar el éxito económico y la eliminación de las desigualdades, ni siquiera a largo plazo. El fracaso de los regímenes comunistas, fracaso a la vez político y económico, desmiente de manera inequívoca la superioridad de una supuesta democracia real de carácter socialista.

Con todos los vicios y defectos que pueda tener, y que no hay razón para ocultar, la democracia formal es la única forma de gobierno que es capaz de ofrecer garantías de igualdad jurídica, libertad de expresión, limitación del poder del estado y de sus abusos sobre los individuos. En la práctica, las supuestas democracias reales, en nombre de una justicia social y una igualdad económica que siempre tienden a postergarse para un futuro indefinido (como la transición al socialismo, que nunca llegó) tarde o temprano se han transformado en estados autoritarios donde se vulneran los más diversos derechos humanos. El hecho de que en Venezuela se encuentren presos políticos de la oposición detenidos bajo la acusación de organizar protestas contra el gobierno es un clarísimo ejemplo de esta deriva autoritaria. En una democracia formal, el derecho a manifestarse contra el gobierno de turno debe estar siempre asegurado. Cuando la protesta política o social pasa a considerarse un delito por el simple hecho de ser opositora, esto resulta un indicio inequívoco de que la democracia ha degenerado en autoritarismo.

El atractivo de las llamadas democracias populares comunistas ha menguado hace ya tiempo, desde la caída del socialismo real. La supuesta democracia real de los populismos latinoamericanos, en particular el peronismo y el chavismo, todavía ejerce su influencia sobre vastos sectores de la población y, más recientemente, ha seducido a diversos intelectuales que se consideran progresistas. El futuro de estos regímenes populistas, como todo futuro en el que está involucrada la acción humana, no puede predecirse de manera racional. No obstante, ya parece evidente que las democracias populistas no son capaces de cumplir sus promesas de redistribución igualitaria de la riqueza, como lo muestra el enorme deterioro de la situación económica de Venezuela. También es claro que, en mayor o menor grado, todos los gobiernos populistas han sufrido una deriva autoritaria, de la cual el chavismo es el ejemplo más extremo. La experiencia histórica reciente muestra, en mi opinión, que siempre que se vulneran las normas de la democracia formal en nombre de una supuesta democracia real el resultado es un gobierno autoritario donde las instituciones políticas se corrompen y degeneran. Así pues, la democracia formal es indispensable y constituye la única garantía de una democracia genuina. No hay ni puede haber democracia real al margen de la democracia formal.