Conciencia cívica y republicanismo, por Osvaldo Guariglia
- At 9 septiembre, 2015
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- In Notas de Actualidad
En nuestro desarrollo psicológico hasta alcanzar el nivel de un individuo adulto autónomo pasamos por distintas etapas del desarrollo moral, como mostraron los trabajos de los dos pioneros Jean Piaget y Lawrence Kohlberg.
Sintéticamente podemos establecer que el nivel promedio alcanzado de la conciencia moral autónoma incluye, por un lado, los códigos morales particulares de la cultura, familiar y social, de la religión y de otras comunidades más específicas, como las profesionales, etc., y por el otro, en el caso de sociedades desarrolladas, los principios generales de una moralidad deudora de las normas fundamentales del derecho.
Cómo y en qué medida se integran estos distintos elementos en la conciencia moral, queda librado a la personalidad de cada uno de los individuos y a su propia responsabilidad, en la cual ningún extraño puede interferir. Ahora bien, como ciudadanos somos parte de una misma comunidad normativa cuya ensambladura interior es la constitución. Ésta es, entonces, la que provee la conciencia normativa a cada uno de sus ciudadanos, la que les da por un lado un sentido de pertenencia y les impone, por otro, una conciencia cívica.
Esta distinción entre la conciencia moral y la conciencia cívica es importante, ya que en una moderna sociedad de derecho la primera puede ir de un extremo rigorismo moral a un completo escepticismo, según el talante de cada uno. En efecto, actuar moralmente por convicción es siempre una elección personal que nadie puede imponerle a otro; restringirse a una mera apariencia y limitarse a no infringir la ley, al menos no de manera desembozada, es una posibilidad abierta a toda persona, que actualmente está muy extendida entre argentinos, según la vieja sentencia de Baltasar Gracián, “la hipocresía es el tributo que el vicio paga a la virtud”.
La conciencia cívica, en cambio, es a la vez más restringida y mucho menos laxa. Se trata, en efecto, de las obligaciones que el régimen constitucional y los principios del mismo imponen a los gobernantes y a los gobernados, a los primeros bajo la forma de deberes perfectos (es decir, de cumplimiento estricto) y a los segundos, como deberes imperfectos (es decir, de cumplimiento condicionado a las circunstancias).
De los deberes de los gobernantes los más importantes son los puramente negativos, como por ejemplo, no sancionar leyes o aprobar decretos en beneficio propio (corrupción), no usufructuar el ejercicio del poder para beneficio de familiares directos (nepotismo), no promover la reelección indefinida de los mandatos (oligarquía), no regular los actos eleccionarios de modo que se haga imposible el triunfo de los contrincantes (gerrymandering), no imponer trabas insuperables a los medios públicos de comunicación, restringiendo o tergiversando la información de los actos del gobierno (secretismo), etc. Cualquiera de estas acciones contrarias a la ética pública de una república representativa ponen en peligro la estabilidad propia de este régimen porque lesionan alguno de sus dos principios fundamentales: el de igualdad y el de libertad. Cuando los actos de esta naturaleza se acumulan con éxito, de modo que transforman la forma de gobierno en una oligarquía que manipula la voluntad popular, el gobierno ha definitivamente mancillado la dignidad de sus conciudadanos, despreciando sus derechos subjetivos básicos.
La república en sus versiones modernas, desde las surgidas en el Renacimiento italiano, transmitidas a la Inglaterra del siglo diecisiete y renacidas en sus colonias de América del Norte, etc., incorporó la defensa de la igualdad de todos sus ciudadanos a la determinación de sus tres instituciones básicas: el cuerpo de legisladores, representantes del pueblo, la administración y la defensa del estado, en manos de un funcionario elegido por períodos acotados, y la administración de la justicia a cargo de expertos independientes.
Allanar esta división de los tres poderes del estado poniéndolos bajo la férula de un único mandatario equivale a hacer tabla rasa con todas las salvaguardas que protegen la independencia y autonomía de los ciudadanos. Cuando esto ya ha ocurrido o tiene todos los visos de estar por ocurrir, ha llegado también la ocasión para que los gobernados pongan en práctica sus deberes imperfectos de defensa de las instituciones, mediante el uso de todas las vías que estén a su disposición para repudiar el despojo de sus derechos y reclamar la restitución de las instituciones de la república que eran la salvaguarda de aquellos.
Los ciudadanos y ciudadanas de la capital de Tucumán han espontáneamente repetido en estos días una acción rehabilitante de sus derechos que es propia de una república desvirtuada. Es entendible que en las miserables condiciones de la población rural de esa provincia, solamente estén capacitados para ejercer su conciencia cívica los habitantes de las ciudades más importantes, por educación, por formación e independencia del estado. Esto no invalida el hecho de que los actos de repudio a la manipulación de las normas electorales en favor de los gobernantes representen el más puro interés general no solo de los ciudadanos de esa provincia sino también de toda la república. Por ello, es también nuestro deber cívico acompañarlos, reconocerlos y apoyarlos.
(Una versión reducida de esta nota fue publicada originalmente en La Nación el 8 de septiembre de 2015. Reproducida con permiso del autor).