Certezas morales de fin de ciclo, por Alejandro Cassini

El 26 de diciembre de 2016 se cumplieron 25 años de la disolución de la Unión Soviética. El aniversario tuvo escasas repercusiones, sobre todo en los medios de comunicación, pero también en los ámbitos académicos, posiblemente por dos razones diferentes. La primera es la sensación general de que ya se ha hablado y escrito demasiado sobre ese evento histórico. La segunda, menos evidente pero más importante, es la que Hélène Carrère d’Encausse, en el prefacio de su reciente libro Seis años que cambiaron el mundo, publicado en 2015, ha expresado en los siguientes términos:

“Extrañamente, un cuarto de siglo más tarde, la memoria colectiva continúa subestimando, cuando no olvidando por completo, esa extraordinaria serie de acontecimientos, la desaparición pacífica e incruenta de un sistema estatal todopoderoso que se creía eterno, y de un inmenso imperio fuertemente armado. Lo que se recuerda sobre todo es la caída del Muro de Berlín en noviembre de 1989, que deja en la sombra el conjunto de la escena…”

El verdadero acontecimiento que marca el fin de una época es la disolución de la Unión Soviética, como lo han entendido tantos historiadores y analistas de la política. No obstante, demasiadas frases altisonantes se pronunciaron sobre ese episodio. Desde aquellas que lo consideran como el fin del siglo XX, hasta aquellas que interpretan como la culminación de todo un período histórico que se inició con la Ilustración, en particular, con la Revolución Francesa. Así, por ejemplo, Eric Hobsbawn, en su conocida historia del siglo XX, titulada con acierto La era de los extremos, publicada en 1994, sostiene que el corto siglo empezó con la Primera Guerra Mundial y terminó con la caída del comunismo, una perspectiva sin duda excesivamente eurocéntrica y ciertamente difícil de justificar desde el punto de vista de una historia global del siglo XX. Jorge Semprún, por su parte, en su interesante colección de ensayos titulada, de manera no menos eurocéntrica, Pensar en Europa, editada en 2006, afirma que
“El desmoronamiento del comunismo muestra que hemos recorrido hasta el final el ciclo histórico inaugurado por la Ilustración, que el marxismo llevó posteriormente a sus últimas consecuencias, que trastocaban su racionalidad originaria, que es el ciclo basado en la creencia de una trascendencia, y un más allá social. Basado en la idea de que puede construirse una sociedad nueva a partir de una ruptura revolucionaria. Y no sólo una sociedad nueva, sino también un hombre nuevo.”

También se ha interpretado a este episodio como el fin de los imperios, el fin de las ideologías, el fin de las utopías e incluso el fin de la historia, entre otras exageraciones que no han resistido el análisis teórico y han sido desmentidas por los acontecimientos históricos más recientes. Es probable que el ciclo de las revoluciones violentas de carácter redentor esté terminado, pero resulta muy difícil justificar una generalización tan amplia. En cambio, un cuarto de siglo después del derrumbe, es posible sacar algunas conclusiones bastante bien fundadas sobre el fin del ciclo comunista. La historiografía reciente ha puesto a nuestra disposición una cantidad enorme de materiales originales sobre la historia de la Unión Soviética, muchos de los cuales contienen información que se había mantenido en secreto o había sido parcialmente censurada. Además, la perspectiva de un cuarto de siglo nos da alguna seguridad para emitir juicios de carácter histórico sin recurrir a predicciones audaces sobre el futuro, generalmente infundadas. Hace tiempo que hemos dejado de creer en el carácter necesario del curso de la historia, o en leyes históricas deterministas, como para aventurarnos a hacer futurología.

En Occidente, la rápida implosión de todos los regímenes comunistas, que se produjo en apenas dos años, entre 1989 y 1991, sin intervención militar alguna y prácticamente sin episodios de violencia, sorprendió a todo el pensamiento de izquierda, particularmente en el mundo académico. Muchos intelectuales, de una manera que hoy nos parece bastante ingenua, todavía apostaban a la posibilidad de reformar el sistema comunista, a encarrilar la revolución “desviada” por Stalin, e incluso a retomar los objetivos de 1917. Solo una minoría parecía tener en claro que el comunismo basado en las teorías políticas de Lenin no tenía ante sí un futuro promisorio, entre ellos, quienes habían visitado la propia Unión Soviética, en viajes no oficiales, y contemplado el panorama por sí mismos (aunque, como se sabe, nada garantiza que uno vea lo que está delante de sus ojos, si no quiere verlo). De todos modos, casi nadie pudo predecir la disolución inminente de todos los comunismos, el derrumbe del llamado socialismo real. Retrospectivamente, sin embargo, resulta claro que había muchos síntomas de que el comunismo había entrado en un estado de enfermedad terminal o al menos de severa parálisis. Quizá el aspecto más paradójico de la caída del comunismo soviético es que se basaba en una teoría que predecía el derrumbe más o menos inminente del capitalismo a causa de sus propias “contradicciones” internas, pero en menos de setenta años fueron los estados comunistas los que colapsaron bajo su propio peso.

La historia de la Unión Soviética es extensa y compleja. No se deja resumir en unas pocas líneas ni caracterizar mediante fórmulas simplistas. En las conclusiones de su renovadora obra El siglo soviético, publicada en 2005, Moshe Lewin advierte que el anticomunismo de buena parte de la historiografía occidental ha llevado al error de “estalinizar” todo el conjunto del fenómeno soviético, “como si se hubiera tratado de un gigantesco gulag, de principio a fin”. Esa perspectiva, propia de los tiempos de la Guerra Fría, en los últimos años ha cedido ante una ponderación más matizada. En términos muy generales, pero no inexactos, es posible dividir esa historia en dos grandes períodos, antes y después de Stalin, a los que, siguiendo la conocida metáfora introducida por Anna Ajmátova, puede llamarse el del “poder carnívoro” y el del “poder vegetariano”. El primero va desde 1917 hasta 1953, es decir, desde la instauración de la dictadura de los bolcheviques hasta la muerte de Stalin; el segundo va desde 1953 hasta 1991, o sea, desde el ascenso de Jruschov hasta la disolución del régimen de partido único bajo Gorbachov. Cada período, a su vez, tiene muchas fases diferentes y un desarrollo que está lejos de ser lineal, como ocurre con todo proceso histórico complejo.

El período del poder carnívoro está marcado por la guerra civil, la represión y el terrorismo de estado aplicado de manera sistemática. Es la característica que suelen enfatizar casi todos los estudios sobre la historia del comunismo. Luego de la reapertura (parcial, por otra parte) de los archivos de la Federación Rusa en la época de Boris Yeltsin, y del trabajo de la historiografía rusa poscomunista, conocemos mucho mejor este período. Contrariamente a lo que solía afirmarse, incluso en la historiografía liberal de Occidente, ahora sabemos que el terror no fue un producto de la guerra civil, sino que la precedió. Lenin creó la policía política (la infame Cheká) el 20 de diciembre de 1917, es decir, apenas seis semanas después de la revolución. El decreto de creación establecía que esta “comisión extraordinaria” tenía como finalidad “hacer la guerra a la contrarrevolución y el sabotaje”. Muy pronto la Cheká se convirtió en una fuerza armada independiente que solo recibía órdenes directas del poder político central (en la práctica, del Secretario General del PCUS) y tenía amplias facultades para detener y ejecutar sumariamente a todos a quienes considerara enemigos del pueblo y de la revolución. Una vez finalizada la guerra civil, la policía política, lejos de ser disuelta, fue organizada y reorganizada bajos diferentes nombres (GPU, OGPU, NKVD, MVD y KGB). Con los años adquirió cada vez más poder y dispuso de un aparato administrativo y militar de grandes dimensiones. Según calcula Paul Gregory en su libro Terror por cuotas, de 2009, el NKVD en tiempos de Lavrenti Beria, hacia 1945, llegó a tener 455 000 empleados y 655 000 agentes o soldados. Los ciudadanos soviéticos siempre supieron que la segunda persona en la jerarquía del verdadero poder del país, inmediatamente después del secretario general del PCUS, era el jefe de la policía secreta. Cuando Stalin murió en 1953 todo el mundo esperaba que Beria asumiera el poder, pero, como se sabe, éste cayó víctima de un complot interno instigado por Jruschov.

La otra institución fundamental de la represión durante el período carnívoro fueron los campos de concentración. La instalación de campos para presos políticos comenzó apenas los bolcheviques tomaron el poder. El propio Trotsky fue uno de los principales ideólogos de los campos. En los documentos conservados, la primera vez que se menciona la creación de un campo de concentración es en una instrucción de Trotsky de mayo de 1918. Una orden de Lenin instando al terror de masas, del 8 de agosto de 1918, dice que “todos los sospechosos deben ser internados en un campo de concentración fuera de la ciudad”. Por su parte, el decreto oficial que inicia el terror rojo, publicado el 10 de setiembre de 1918, afirma que “con el fin de proteger a la República Soviética contra sus enemigos de clase, debemos aislarlos en campos de concentración”. Galina Ivanova en su libro El socialismo de los campos de trabajo, publicado originalmente en ruso en 1997 y traducido al inglés en 2000, sostiene que hacia fines de 1919 había en el territorio de Rusia 21 campos de concentración, pero su número creció rápidamente durante la guerra civil hasta alcanzar un total de 122 a fines de 1921. La organización legal de estos campos como “campos de trabajo forzado” comenzó ya con un decreto del Comité Ejecutivo Central del 15 de abril de 1919, en el cual se creaba la Administración Central de Campos. Otro decreto, del 17 de mayo, reglamentaba con detalle el funcionamiento de los campos y recomendaba abrir al menos un campo en las afueras de cada capital de provincia. Ambos decretos se publicaron en la prensa oficial. Desde ese momento el Gulag estaba en marcha. El sistema de campos de concentración, luego llamados de manera eufemística “campos correctivos de trabajo”, no fue una creación de Stalin, sino de Lenin y Trotsky; Stalin sólo lo hizo crecer desmesuradamente, hasta alcanzar al menos los 478 campos que se han podido identificar.

Entre las innumerables memorias que se han escrito sobre el Gulag hay una que ocupa una posición singular. Son las memorias de Fyodor Mochulsky, publicadas en 2011 con el título de El jefe del Gulag, el único testimonio extenso conocido hasta ahora que no proviene de un prisionero, sino de un empleado del sistema de campos de trabajos forzados. Mochulsky fue un ingeniero ferroviario destinado al campo de Pechorlag en 1940. Su testimonio es notable por el grado de despersonalización que muestra y por la manera en que ignora el sufrimiento de los prisioneros. Considera su tarea como un mero trabajo profesional que debe alcanzar determinadas metas prefijadas, que nunca cuestiona, y a los presidiarios como simples trabajadores al servicio del estado. En ningún momento menciona el hecho de que algún prisionero haya muerto mientras trabajaba jornadas de doce horas a temperaturas de cuarenta o cincuenta grados bajo cero mal alimentado y provisto de escasos abrigos, lo cual era la situación habitual. Todos los testimonios escritos por prisioneros, en cambio, revelan que la mortalidad en el trabajo era extremadamente alta, alcanzando en algunos campos la proporción de un veinte por ciento o más. Mochulsky parece incapaz de comprender que se trataba de mano de obra esclava, con la cual se realizaron muchas de las grandes obras soviéticas, sobre todo buena parte de las líneas férreas.

En el estado actual de la investigación, resulta imposible hacer una estimación precisa del número total de víctimas del sistema represivo soviético, pero ya existen algunos datos confiables. Durante mucho tiempo las cifras fueron objeto de especulación que no podía apoyarse en documentos y, además, fueron exageradas por intereses políticos propios de la Guerra Fría. Todavía los expertos no han llegado a un consenso estable sobre esta cuestión tan delicada. Se sabe casi con seguridad que Lenin ordenó destruir los archivos más antiguos de la Cheká. Por otra parte, los archivos sobre el Gulag se conocen solo parcialmente. El más célebre de todos los documentos, desclasificado en 1990, contiene cifras exactas acerca del número de personas sentenciadas por “delitos contrarrevolucionarios” (es decir, por razones políticas, reales o presuntas) entre los años 1921 y 1953. Allí se indica que hubo 4 060 306 de sentencias, de las cuales 799 455 fueron condenas a muerte, efectivamente ejecutadas, y 2 634 397 fueron condenas a prisión en los campos de trabajos forzados, y otras 423 512 fueron condenas a destierro en colonias y asentamientos especiales, generalmente localizados en Siberia o en zonas remotas del país. En 1937 y 1938, los años del gran terror, el número de condenas a muerte fue de 681 692, lo cual implica un promedio de casi mil fusilamientos por día. Incluso los historiadores revisionistas como Lewin, que están dispuestos a conceder una generosa indulgencia al régimen soviético, reconocen que esas son “cifras ominosas”. La cifra de veinte millones de personas que pasaron por los campos del Gulag, que adopta Gregory, constituye una aproximación razonable en la actualidad. Acerca de cuántos murieron en los campos o durante la realización de las grandes obras públicas en la época de Stalin, no hay consenso ni siquiera sobre una cifra aproximada, pero incluso un porcentaje bajo del total de presos, entre un cinco y un diez por ciento, constituye un cataclismo social. Un número mínimo de entre uno y dos millones de muertos se acepta actualmente entre casi todos los expertos en el tema.

El primer período de la historia soviética es también la época de las grandes transformaciones sociales, de la ingeniería social a gran escala, que incluyó la creación de numerosas ciudades y asentamientos industriales, así como el desplazamiento, frecuentemente forzoso, de extensos grupos de la población. Es también una época de enormes catástrofes sociales, como la colectivización de los campesinos por la violencia y las enormes hambrunas provocadas por el profundo trastorno ocasionado a la agricultura. Para muchos historiadores y politólogos, el hambre inducido en Ucrania en 1933, que ocasionó varios millones de muertes, el llamado holodomor, tuvo todas las características de un auténtico genocidio. Muchos estados lo han reconocido oficialmente como tal. Las cifras de los censos de las décadas de 1920 y 1930, ocultadas celosamente por el gobierno comunista y posteriormente desclasificadas, indican que en dos ocasiones la población soviética disminuyó en casi diez millones de habitantes: luego de la guerra civil y la gran hambruna que le siguió en 1923 y hacia el final del proceso de deskulakización en 1933.

A lo largo del período carnívoro de su historia, lejos de haber producido una liberación de los trabajadores, el sistema soviético, desde sus propios orígenes, reintrodujo una variante claramente reconocible de la esclavitud. Bertrand Russell, el más agudo observador de la experiencia soviética, que, además, no se dejó engañar por las puestas en escena que habitualmente se preparaban a los visitantes ilustres, lo advirtió en una fecha tan temprana como 1920. Recorriendo las calles de Moscú, según escribió en su notable La práctica y la teoría del bolchevismo, observó que “el trabajador promedio […] se siente un esclavo del Gobierno y no tiene ninguna sensación en absoluto de haber sido liberado de una tiranía.”

En la economía soviética, ante todo, estaba la mano de obra esclava del Gulag, que comprendía tanto a presos políticos como a delincuentes comunes. Pero, además, la mayor parte de los campesinos colectivizados por la fuerza a partir de 1929, carecía de libertad de movimientos, ya que no podían salir de las granjas colectivas sin autorización de los órganos burocráticos de la administración del estado. Ese hecho, como han observado muchos historiadores, acercaba a los trabajadores colectivizados a un estado semejante al de los siervos de la gleba. La Unión Soviética, lejos de intentar abolir el trabajo asalariado, como indicaba la teoría marxista, lo regimentó y controló en todos sus detalles. Por otra parte, los salarios de los campesinos colectivizados eran extremadamente exiguos, casi de subsistencia, y los de los obreros de la industria eran muy bajos comparados con los de los países de Europa occidental.

Retrospectivamente, también podemos advertir que la situación de la clase obrera en la Unión Soviética, y, en general, en todos los países comunistas, proporcionó una lección histórica fundamental a la teoría política. Esta es que la nacionalización o estatización de los medios de producción, al igual que la de la banca, el transporte o el comercio, no produce necesariamente y por sí sola ninguna emancipación del trabajo alienado. Ante todo, no se sigue de allí ninguna supresión del trabajo asalariado. Pasar de la condición de asalariado en una empresa privada a la de asalariado en una empresa o dependencia estatal no representa necesariamente una ventaja. Por el contrario, el trabajo asalariado al servicio de un estado totalitario implica siempre una pérdida casi completa de todas las libertades y una degradación de la condición del trabajador a una condición de dependencia que no tiene salida. La mera existencia del estajanovismo constituye un contraejemplo contundente de la tesis de que la supresión de la propiedad privada de los medios de producción es una condición suficiente para la liberación del trabajo.

El período del poder vegetariano se caracterizó por una distensión rápida y de gran escala del terror y la represión en todas sus formas. Grandes cantidades de prisioneros, incluso delincuentes comunes, fueron liberados de los campos de trabajos forzados, y muchos de los principales campos fueron cerrados. Algunos de los más grandes, como el de Norilsk, considerado el mayor de la historia, dieron origen a nuevas ciudades. El siniestro NKVD estalinista fue disuelto y reemplazado por el KGB, que desde entonces debía estar sujeto a controles legales y no tenía la facultad de condenar a los detenidos mediante juicios secretos y sumarios. La pena de muerte por delitos de carácter político dejó de aplicarse y el número de los presos políticos disminuyó enormemente. Dado que los archivos más recientes del KGB no han sido desclasificados, no se conoce su número total. Las investigaciones de los historiadores de la Rusia poscomunista, que han tenido un acceso parcial a esos archivos, muestran que el número de detenidos y condenados disminuyó a unos pocos miles por año. Moshe Lewin, basándose en fuentes rusas, ofrece las siguientes cifras para el período 1959-1974, cifras que obviamente solo pueden considerarse parciales. Durante esos años el KGB inició 13 543 causas criminales, la mayoría de ellas por traición o agitación y propaganda antisoviética. Las mismas fuentes permiten afirmar que entre 1967 y 1971 el KGB tomó 121 406 “medidas profilácticas”, la mayor parte de las cuales incluía la detención por participar en actos o manifestaciones contra el gobierno. Comparadas con las cifras del terror estalinista (o incluso del terror leninista de los años de la guerra civil) las diferencias resultan evidentes.

El segundo período de la historia soviética produjo la estabilización, y luego el rápido anquilosamiento, del sistema político-burocrático. También fue la época del desarrollo del poder militar y económico, que implicó el mejoramiento relativo de la condición de los trabajadores, cuyos ingresos, sin embargo, siempre estuvieron por debajo de la media de los de Europa occidental. Luego siguió la era del estancamiento económico y tecnológico de la década de 1970 (el conocido zastoi), que tuvo, entre otros efectos, el del retraso y posterior pérdida de la carrera armamentista de la Guerra Fría. Muchos analistas políticos piensan que la Unión Soviética perdió de hecho la Guerra Fría, una guerra formalmente nunca declarada, y que esa fue una de las causas principales del derrumbe comunista. Es una perspectiva un tanto unilateral, que ignora otras causas importantes de ese complejo fenómeno, que no comenzó en la propia Rusia, sino en los países del bloque comunista de Europa oriental, principalmente en Polonia. La Unión Soviética siguió siendo durante todo el período vegetariano una dictadura de partido único, pero ya se hallaba a la defensiva respecto del resto del mundo, incluso de la China comunista, por lo que renunció definitivamente a toda estrategia que implicara promover revoluciones comunistas. También continuó propugnando una ideología única, el marxismo-leninismo, que en los hechos ya se había estancado en los últimos años del estalinismo y se hallaba casi en un estado de parálisis terminal. En su conjunto, la ideología comunista había dejado de ser atractiva y movilizadora para la gran mayoría de la población de todos los países del bloque soviético hacia fines de la década de 1950. Aunque conservaba creyentes activos, a la mayoría de los funcionarios del partido y del estado les interesaba primordialmente conservar sus posiciones y los privilegios que conllevaban.

En la década de 1960 el materialismo dialéctico, la filosofía oficial del régimen soviético, era ya un programa de investigación en estado degenerativo, que sólo se sostenía por el apoyo explícito del estado. Los filósofos y científicos soviéticos estaban obligados a proteger sus carreras profesionales (y en tiempos de Stalin sus propias vidas) declarando que sus investigaciones habían sido guiadas y beneficiadas por las ideas del materialismo dialéctico. Ello se hacía, principalmente, en manuales de filosofía y obras de divulgación científica. En la práctica científica real, sobre todo en las ciencias físicas, los científicos soviéticos ignoraban completamente el materialismo dialéctico y aplicaban los mismos métodos que sus colegas occidentales. De esa manera, la matemática y la física soviéticas realizaron contribuciones importantes y perdurables al conocimiento científico, mientras que la filosofía no logró producir un solo filósofo cuyo nombre se haya incorporado a la historia de la disciplina. Basta un ejemplo para establecer la comparación. El célebre Curso de física teórica, escrito en colaboración por el premio Nobel Lev Landau y su discípulo Evgeny Lifshitz, publicado originalmente en ocho volúmenes durante la década de 1940, es una obra maestra que todavía se utiliza en cursos avanzados de física en todo el mundo. En cambio, las obras de Mark Mitin, el representante más destacado de la filosofía oficial, tuvieron una influencia casi despreciable en el desarrollo de la filosofía fuera de la Unión Soviética y han caído en el olvido hace décadas, a pesar de que el estado soviético financió generosamente la traducción de sus libros a diversas lenguas y su distribución en muchos países de Occidente. En 1986, tres años antes del comienzo del derrumbe de los regímenes comunistas, Jon Elster, en su breve pero sustantiva Introducción a Karl Marx, señalaba que el materialismo dialéctico, junto con el supuesto “socialismo científico” que pretendía fundamentar, era uno de los aspectos del marxismo que estaban muertos. Treinta años después ese diagnóstico ha sido plenamente confirmado; podríamos decir incluso que el materialismo dialéctico y el socialismo científico han sido enterrados hace tiempo y que no parecen tener probabilidad alguna de resurrección.

En 1985, con el acceso de Mijaíl Gorbachov al poder, se inició un vertiginoso proceso de cambios políticos y culturales, que desembocó en la disolución de todo el sistema. La intención de Gorbachov no era abolir el comunismo, sino reformarlo, despojándolo de sus aspectos más represivos y antidemocráticos. Sin embargo, luego de complejas tentativas de implementación, se hizo claro que el sistema no podía ser reformado desde adentro. La adopción del pluralismo político no era posible sin eliminar el sistema de partido único, pero ese partido estaba completamente identificado con el estado y con todo el aparato militar y administrativo, de modo que, como ocurrió de hecho, la eliminación del monopolio político implicaba la disolución de todo el régimen comunista.

A lo largo de toda su historia, la Unión Soviética censuró y limitó severamente la investigación histórica de su propio pasado. Mantuvo así una característica general de todos los estados totalitarios (e incluso de muchos gobiernos autoritarios), la de ocultar su historia o directamente falsificarla, con el fin de legitimar el régimen político. La historia oculta empezó a salir a la luz en los años de Gorbachov, pero la libertad de investigación solo se obtuvo, y por cierto de manera parcial, luego del derrumbe. En su revelador libro El fin del homo sovieticus, de 2013, la premio Nobel Svetlana Aleksiévich escribió que “después de la perestroika todos deseábamos la desclasificación de los archivos. Y cuando los desclasificaron por fin conocimos la historia que nos había sido hurtada…”. Para muchos de los que habían creído en el relato oficial resultó una auténtica conmoción enterarse de que Lenin había ordenado colgar a cien campesinos elegidos al azar para sembrar el terror; que Trotsky había instado a encerrar a los sospechosos de estar contra la revolución en campos de concentración; que Zinóviev había sugerido que era necesario matar a diez de los cien millones de habitantes de Rusia. Algunos no pudieron resistir estas revelaciones y, sintiendo que sus creencias se desmoronaban, se suicidaron, como relata con detalle la propia Aleksiévich.

La pregunta acerca de si la Unión Soviética fue un estado socialista tiene una respuesta negativa casi unánime de todos los especialistas. No fue un estado socialista ni en el sentido de Marx ni en el de Lenin o Trotsky. De acuerdo con indicadores bien definidos, en sus setenta años de historia nunca pasó de la primera etapa de la transición al socialismo. El aparato burocrático y represivo del estado no solo no comenzó a disolverse, sino que creció de manera desmesurada. La economía se estancó en una forma de capitalismo de estado, una expresión que el propio Lenin admitió en sus últimos años como descripción del sistema económico soviético. El comercio, el dinero y el trabajo asalariado (que en teoría debían ser abolidos) siempre estuvieron presentes. Las clases sociales no se suprimieron, ya que el sistema originó una estructura social piramidal y jerarquizada, donde había castas claramente privilegiadas como la nomenklatura y gran parte del aparato del partido comunista. Las libertades básicas de las sociedades democráticas, como las de tránsito, agremiación y expresión, siempre estuvieron severamente limitadas. El prometido paso del reino de la necesidad al de la libertad ni siquiera se vislumbró en el horizonte más lejano.

La calificación de “socialismo real” apareció precisamente para distinguir al estado soviético, y otros estados comunistas, del socialismo que prometía la teoría marxista (aunque el propio Marx dijo muy poco al respecto, salvo generalidades muy vagas, como la “libre asociación de los productores”). Hay, sin embargo, un riesgo muy grande en esta dicotomía, que es el de inmunizar a cualquier teoría marxista de toda posible refutación por los hechos. Por principio, todo socialismo efectivamente realizado será un socialismo real, que posiblemente diferirá siempre del socialismo ideal o teórico. La extinción completa del estado, por ejemplo, no parece un ideal alcanzable en sociedades altamente complejas e interdependientes; por lo demás, nadie pudo imaginarse jamás cómo se organizaría la vida social y económica de un país en esa hipotética situación. Con todo, debe encontrarse alguna manera de contrastar las teorías político-económicas del comunismo a la luz de la experiencia. De otra manera, la utopía socialista queda desconectada del mundo real y relegada al mundo puramente ideal. Si eso ocurre, el socialismo, por principio, no cayó ni podrá caer nunca, simplemente porque no queda expuesto a la prueba de los hechos.

En la situación actual, no está claro en absoluto si la aproximación al ideal de la igualdad socialista es siquiera posible. Para Gerald Cohen, uno de los fundadores del marxismo analítico, se trata meramente de un problema de tecnología social: el de cómo organizar sociedades muy complejas prescindiendo de toda forma de mercado. En su breve libro póstumo editado en 2009 ¿Por qué no el socialismo? afirma que “el principal problema con el que se enfrenta el ideal socialista es que no sabemos cómo idear la maquinaria que lo haría funcionar. Nuestro problema no es primordialmente el egoísmo humano, sino la falta de una tecnología organizacional adecuada: nuestro problema es un problema de diseño. Es posible que sea un problema de diseño imposible de resolver…”

El fracaso de la experiencia comunista en la Unión Soviética ha mostrado claramente que nadie sabía cómo realizar el ideal, y, como reconoce Cohen en la conclusión de su obra, ahora sabemos que no lo sabemos. Así, cualquier intento de implantar el socialismo a gran escala sin el dominio de los medios técnicos para hacerlo (y sin una idea mínimamente clara de cuáles son las metas parciales que deberían alcanzarse en cada etapa) está condenado a producir un decepcionante socialismo real, muy apartado del proyecto que lo motivó inicialmente. Sería inútil tratar de buscar una guía, o al menos alguna clave, para resolver este problema en el pensamiento de Marx, cuyo contexto histórico es ya bastante lejano del nuestro. Marx no pudo ni habría podido prever los problemas que planteó la construcción de una sociedad socialista. De hecho, casi ni se los planteó, por lo que los bolcheviques tuvieron que improvisar en gran medida toda la estrategia posterior a la revolución, como Lenin mismo lo reconoció explícitamente luego de finalizada la guerra civil. Así pues, una enseñanza fundamental del derrumbe soviético es que cualquier perspectiva de socialismo futuro inevitablemente deberá renunciar al marxismo, o al menos a muchas de sus tesis fundamentales. Entre ellas debe incluirse, sin duda, la mayor parte de teoría económica de Marx (sobre todo, su teoría del valor), que según el propio Elster, también estaba muerta hacia 1980.

Veinticinco años después de la disolución de la Unión Soviética y de la caída del socialismo real es posible extraer, con un alto grado de probabilidad (o de “certeza moral”, como decían los filósofos del siglo XVII) algunas conclusiones generales. La primera es que la Unión ya nunca volverá a existir; su recomposición como dictadura comunista es tan improbable como la reconstitución del Imperio Romano o como la restauración del Antiguo Régimen en Francia. Es absolutamente obvio que la historia es irreversible. La segunda conclusión es que los regímenes comunistas basados en las doctrinas del marxismo-leninismo tampoco volverán a existir. Es muy improbable que se produzcan nuevas revoluciones comunistas que intenten poner en práctica esas ideas. Los regímenes que todavía subsisten, como el de Corea del Norte, se encuentran internacionalmente aislados y sin posibilidades de extenderse a otros estados. Por lo demás, tienen ya poco que ver con la ideología leninista. En tercer lugar, la teoría política de Lenin, esencialmente sustentada en la dictadura de un partido único que se identifica con el estado, el partido-estado, como se lo ha llamado, parece ya firmemente enterrada y sin probabilidad alguna de retorno como fuerza activa. Lo mismo debe decirse de las ideas de Trotsky, en particular la de revolución permanente, que no son sino una variante del leninismo. Es completamente improbable que los programas políticos de la Tercera y la Cuarta Internacional puedan ser revividos o siquiera reactualizados. Las dictaduras de partido único e ideología única impuesta por la fuerza desde el estado han perdido ya todo su atractivo a la luz de su propio fracaso histórico. Su naturaleza criminal, sin embargo, como ocurre en el caso de la China de Mao, todavía no se ha revelado en toda su dimensión. Seguramente, si alguna vez se produce, la apertura de los archivos secretos de las dictaduras comunistas todavía nos deparará novedades que desafiarán nuestra capacidad de asombro.

Finalmente, la caída de los socialismos reales necesariamente debe llevar a revisar las propias ideas de Marx, que en buena medida han quedado obsoletas para el mundo del siglo XXI. Si las tesis que sustentan el programa político del comunismo se consideran sujetas a la contrastación por la experiencia, entonces, el hecho de que el capitalismo no se haya derrumbado (pese a las predicciones reiteradas) y el hecho de que el comunismo se haya disuelto en tanto sistema poder deben considerarse seriamente como una refutación global de la economía y de la teoría política marxista. De esta manera, el derrumbe de la Unión Soviética pone en cuestión algunas de las hipótesis fundamentales del propio Marx, incluso su análisis del sistema capitalista, sobre el cual se basaba la predicción del colapso (la supuesta ley económica de la “tendencia decreciente de la tasa de ganancia”, por ejemplo, nunca ha podido ser confirmada por los datos). Como ocurre con cualquier teoría empírica, se la puede revisar y rescatar de la refutación mediante hipótesis o teorías auxiliares. Pero debería estar claro que no es posible seguir manteniéndola sin cambios frente a la evidencia proporcionada por la historia.

Otra idea de Marx que debe abandonarse, aunque haya sido suscripta casi sin excepción por toda la tradición marxista, es, en palabras de Hobsbawn en su último libro, Cómo cambiar el mundo, de 2011, “la presunción de que la clase obrera (manual) será necesariamente el principal agente de la transformación social”. La tesis de que el proletariado industrial es una clase social intrínsecamente revolucionaria ha sido reiteradamente refutada por la propia historia del movimiento obrero. La inmensa mayoría de los movimientos y sindicatos obreros en todo el mundo, lejos de haber sido revolucionarios, han sido siempre reformistas y, en algunos casos, directamente conservadores. Las revoluciones comunistas, y en primer lugar la de los bolcheviques de 1917, nunca han estado encabezadas por la clase obrera ni tuvieron un apoyo obrero mayoritario o incluso significativo. Además, hay numerosos ejemplos de movimientos obreros, como el sindicalismo peronista en la Argentina de 1950 y el sindicato Solidaridad en la Polonia de 1980, que han sido claramente anticomunistas y antisocialistas.

El leninismo que inspiró la creación de la Unión Soviética está muerto como programa político, pero no sería razonable identificar las ideas políticas de Lenin con las de Marx, por lo que el certificado de defunción del leninismo no puede extenderse sin más al marxismo en todos sus aspectos. No obstante, algunas tesis fundamentales en el pensamiento de Lenin son indudablemente de clara inspiración marxista. El programa de implantar el socialismo mediante una revolución violenta seguida de una dictadura, una doctrina que tiene genuinos orígenes en el pensamiento de Marx, debe ser definitivamente abandonado. De hecho, hace décadas que ha sido repudiado por la mayor parte del pensamiento de izquierda en todo el mundo, por lo que resulta sorprendente que todavía existan en el establishment académico, intelectuales que, amparados en la comodidad y la tolerancia de las democracias liberales en las que viven, reivindiquen esa clase de programa. Con todo, constituyen pequeñas minorías, como los resabios de los viejos partidos comunistas, cuya influencia ideológica es evidentemente declinante y prácticamente despreciable. El retorno de los partidos comunistas como fuerza electoral propia en los estados democráticos es por lo menos incierto, por no decir altamente improbable. Para formar parte del juego democrático, el comunismo debería renunciar a algunas de sus principales raíces marxistas, como el programa de derribar el capitalismo por medio de la violencia para luego implantar la dictadura del proletariado. Ello implicaría el abandono de toda estrategia revolucionaria y la adopción del reformismo gradualista, que es esencial a cualquier sistema democrático. Cabría preguntarse, entonces, si un partido comunista democrático podría seguir llamándose comunista. Al parecer, sería más razonable deshacerse también de esa etiqueta, como ya ha ocurrido en muchos casos.

El ciclo histórico del comunismo, a un cuarto de ciclo de su derrumbe, parece ya claramente finalizado. Es con todo derecho algo que pertenece al pasado. Las ideologías que lo sustentaron, en cambio, posiblemente permanezcan latentes por mucho tiempo. El comunismo en tanto ideología política, especialmente en su versión soviética, contrariamente a su pretensión de cientificidad, fue ante todo una religión secular, una fe en gran medida ciega que se apoyaba en relatos mitológicos, como el que sostenía que la clase obrera era la clase universal. Esa idea tiene aproximadamente el mismo estatus científico que el mito de la raza aria en el nazismo o el mito del pueblo-nación en los populismos. No obstante, por absurdas que puedan parecer estas ideas ante un análisis racional, nunca debe subestimarse el poder de movilizador de las mitologías. Los grandes movimientos de masas del siglo XX, de los cuáles el comunismo fue uno entre otros, no se produjeron por la influencia de ideas científicas ponderadas, sino por la adhesión emocional a determinadas consignas que expresaban anhelos míticos, como el de una comunidad de iguales libre de todo conflicto y de toda necesidad, que en el fondo es una secularización del paraíso terrenal, como hasta el propio Trotsky admitió. Los mitos son mucho más persistentes que las teorías científicas, posiblemente por su inmunidad a cualquier argumentación racional y su impermeabilidad frente a toda experiencia aparentemente adversa. También resultan mucho más influyentes en la vida política que cualquier hipótesis científica. Basta pensar en la inmensa seducción que ejercieron los mitos nazis (en particular, el de la “comunidad del pueblo” racialmente pura) racionalizados a posteriori mediante justificaciones seudocientíficas y falsificaciones de la historia. Dado que el mito comunista ha tenido efectos mortíferos en manos de sus propios fundadores, deberíamos estar muy atentos ante cualquier tentativa de retorno de las ideologías que lo justificaron, por más improbable que parezca. Las ideologías, y las utopías que suelen acompañarlas, no son refutables mediante la experiencia, por lo que no hay manera de probar que sean falsas. El mayor desafío de la política del siglo XXI es conservar su capacidad de motivación e inspiración sin recurrir al empleo de mitologías. Es indispensable instaurar una política racional despojada de utopías y de proyectos mesiánicos. Todavía no es evidente que esa empresa sea posible en la situación actual.