Brasil: corrupción y «pemedebismo», por Marina Velasco

El domingo pasado la cámara de diputados de Brasil, bajo la presidencia de Eduardo Cunha del PMDB (Partido del movimiento democrático brasileño), el diputado con más causas abiertas por delitos de corrupción, decidió admitir el proceso de impeachment contra la presidenta Dilma Rousseff. En los próximos días el Senado decidirá si acepta el pedido y abre el juicio político. En caso positivo, la presidenta quedará apartada del cargo por 180 días. Todo indica que el Senado no rechazará el proceso y, en consecuencia, asumirá la presidencia el vicepresidente Michel Temer, también el PMDB. En la larga y tumultuosa sesión de votación muchos de los diputados invocaron y dedicaron su voto a Dios, a sus familiares y a la patria. Uno de ellos homenajeó en su voto al coronel que torturó a la actual presidenta cuando era una joven de 23 años y fue ovacionado al votar por el sí. Es difícil explicar lo que pasa en Brasil.

He vivido en Brasil durante las grandes transformaciones de los últimos 25 años. Cuando llegué, en el año 1989, se cumplían apenas 100 años de la abolición de la esclavitud, hacía poco tiempo se había reformado la constitución, había hiperinflación y Fernando Collor de Mello ganaba la segunda vuelta de las elecciones contra Lula por una diferencia de 4 %. Después del traumático juicio político a Collor, la transición pudo ir acomodándose. Antes de que se realizaran las nuevas elecciones, Fernando Henrique Cardoso asumió como ministro de economía y fue implementado el plan Real, que consiguió estabilizar la economía de manera duradera. Luego de los dos gobiernos de Fernando Henrique Cardoso, con el traspaso del gobierno a Lula en 2002 se dio la primera alternancia de poder no traumática de la redemocratización brasileña. Transcurridos los dos gobiernos de Lula, hasta las últimas elecciones de octubre de 2014 cuando Dilma Rousseff fue reelecta, parecía posible decir que el país vivía una normalidad democrática. ¿Qué pasa ahora?

Pocos de los diputados justificaron o siquiera mencionaron en su voto el motivo del pedido de impeachment. Contra lo que a primera vista puede parecer, la presidenta no está siendo acusada de corrupción. No hay ningún indicio de que haya desviado dinero público para beneficio propio, ni tampoco para el partido del gobierno. Tampoco aparece en las numerosas listas de coimas a políticos por parte de empresas contratistas del estado que salen a luz todos los días. La acusación es la de haber “maquillado” las cuentas públicas. Las “pedaladas” fiscales, como son llamadas por la prensa, consisten en demorar el envío del dinero de la recaudación a los bancos públicos, algo que han hecho todos los presidentes desde Fernando Henrique Cardoso. Es cierto que la presidente ha perdido el apoyo de la mayoría, según lo muestran todas las encuestas. La situación del país es muy crítica: recesión sostenida, desempleo en alta, denuncias por corrupción que salpican a funcionarios del gobierno y a opositores, protestas multitudinarias. Pero eso no es suficiente jurídicamente para destituir a un presidente. A diferencia de lo que sucede en los regímenes parlamentaristas, la constitución brasileña no admite el juicio político entendido como un voto de censura o desconfianza. Un plebiscito realizado en 1993 rechazó explícitamente el parlamentarismo. Para suspender a la presidenta no basta con que el gobierno esté en minoría; la acusación debe tener fundamento jurídico y ser comprobado el delito de responsabilidad. Sin esa comprobación, la única manera legítima de remover a un presidente en el cargo es por medio del voto.

Tiene que ser motivo de seria reflexión el hecho de que el proceso de impeachment esté siendo comandado por políticos acusados de delitos de corrupción muy graves. El presidente de la cámara de diputados, acusado de tener 5 cuentas en Suiza y de haber recibido coimas por decenas de millones de dólares, es reo en un proceso en el Supremo Tribunal Federal (la corte suprema de Brasil, que es el foro que juzga a los funcionarios públicos de alto rango), pero el proceso está parado hace 5 meses. Cunha, que al igual que el vicepresidente pertenece al PMDB, deflagró el proceso de impeachment cuando vio que ya no iba a obtener el voto del PT en la comisión de ética de la cámara, y después de amenazar con todas la letras que si él caía iban a caer todos junto con él. El gobierno desde luego no es inocente de haber quedado preso a las extorsiones de semejante personaje. El PMDB fue una base importante de su sustentación en el congreso, además de conformar la fórmula presidencial.

Hay algo que está muy mal en el sistema político brasileño. Algunos atribuyen el problema a un diseño institucional explosivo que mezcla presidencialismo norteamericano con parlamentarismo europeo. El llamado “presidencialismo de coalición” produciría gobiernos que se ven obligados a comprar apoyo parlamentario para evitar que todo proyecto sea bloqueado. Para Marcos Nobre, la clave del problema está en el “pemedebismo”. El fenómeno no se restringe al partido que le da nombre (PMDB) sino a un modo de hacer política que va más allá de él y que se basa en la ideología de que son necesarias supermayorías para garantizar la gobernabilidad. Enquistado en todos los gobiernos desde el fin de la dictadura, el partido ni siquiera postula candidato a presidente y funciona como una empresa de venta de apoyo parlamentario. Sus miembros se autocomprenden como socios de un condominio y su poder se basa en la capacidad de vetar cualquier propuesta que amenace el statu quo. Tanto Fernando Henrique como Lula sólo en breves momentos de sus gobiernos habrían podido escapar de la lógica pemedebista. Al final de su primer gobierno, luego del episodio del mensalão, el gobierno del PT habría decidido “ocupar el pemedebismo por la izquierda”. Los resultados están a la vista.