Alejandro Cassini, Desmilitarizar el lenguaje de la política
- At 19 abril, 2013
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- In Notas de Actualidad
La experiencia ancestral de la guerra, elogiada desde la antigüedad y considerada durante siglos la ocupación noble por excelencia, modeló indudablemente el lenguaje de muchas actividades humanas, que, en principio,son completamente ajenas a la acción bélica. Generalmente el pasaje de un ámbito al otro es puramente metafórico, pero esas metáforas originarias con el tiempo tienden a volverse literales. De este modo, algo que empieza concibiéndose como si fuera una guerra, termina siendo efectivamente una guerra o una parte de ella.
Una de las actividades concebidas sobre esta metáfora agonística, ya en los orígenes de la filosofía y la ciencia occidental, es la argumentación y la discusión racional en general. Así, como hace tiempo advirtieron Lakoff y Johnson en un libro muy sugestivo de 1980, los antiguos griegos entendieron la dialéctica como un combate donde se enfrentaban dos posiciones ideológicas que debían atacarse y defenderse, como si se tratara de fortalezas militares. De allí surgieron expresiones como “ideas indefendibles”, “argumentos inatacables”, y muchas otras que todavía se utilizan de manera generalizada en el lenguaje de la filosofía, la ciencia, el derecho y la política.
Como los propios Lakoff y Johnson señalaron en su obra, esta no parece ser una metáfora particularmente adecuada para promover el conocimiento como una actividad colaborativa y constructiva.
Otra actividad cuyo lenguaje se forjó sobre la base de metáforas bélicas es la política. En este ámbito, ese lenguaje tiene consecuencias mucho más inquietantes que las de la pura dialéctica. La concepción de la política como una guerra en la que debe identificarse un enemigo al que es necesario derrotar es muy antigua, pero arraigó principalmente en todas las tradiciones revolucionarias posteriores a la Revolución Francesa. Ella se vuelve particularmente clara en la versión rusa del marxismo impulsada por Lenin, y también por Trotsky, que se impuso ya antes de 1917. Hélène Carrère D’Encausse observaba en su biografía de Lenin que el lenguaje de éste es completamente militar, ya desde sus primeros escritos, e impregna toda su concepción de la política, incluso de las tareas posrevolucionarias. En consecuencia con estas ideas, la organización de la sociedad socialista se concibió como una militarización del trabajo, que Trotsky llevó en Terrorismo y comunismo hasta sus conclusiones más extremas. “Ejércitos de trabajadores” y “brigadas de choque”, que se “movilizan” hacia los “frentes del trabajo”, anticipan muy tempranamente algunos de los peores aspectos del estalinismo. El modelo de la política revolucionaria leninista no es la guerra tradicional entre estados soberanos, como lo era para Sorel en sus Reflexiones sobre la violencia, de 1906, antecedente intelectual directo de todos los fascismos, sino la guerra civil. Ello es así porque la guerra entre estados mantiene la estructura de clases entre los vencedores, mientras que la guerra civil la disuelve. Lenin, Trotsky y otros teóricos del comunismo ruso elogiaron reiteradamente a la guerra civil, en la que el “enemigo” debe ser “exterminado”, como el medio más apropiado para la revolución comunista.
La guerra es también la fuente de toda la concepción política del fascismo, que históricamente es posterior a la del comunismo. La glorificación de la guerra es parte esencial de la retórica fascista y representa, como se ha observado siempre, una trasposición directa al campo de la política de la experiencia y los métodos de la guerra de trincheras concluida en 1918. Tanto para bolcheviques como para fascistas de toda especie, el paradigma del agente político es el miliciano armado que conquista el poder por la fuerza. Una vez producida la revolución o el asalto al poder, inevitablemente, el papel de estos militantes consistirá en reprimir a los “enemigos del pueblo” (un término acuñado durante el terror jacobino), integrándose a los organismos de la policía política del estado o, simplemente, ejerciendo la delación, una práctica persistente en todos los regímenes totalitarios.
La coincidencia entre la manera comunista y fascista de concebir la política fue tempranamente advertida por Sorel en sus últimos escritos, donde elogió por igual a Lenin y a Mussolini. También la reconoció un comunista lúcido como Bujarin, en una declaración de 1923 ante el XII Congreso del Partido Comunista Soviético, un texto revelador que merece citarse en toda su extensión:
«Es característico de los métodos fascistas de combate que ellos, más que ningún otro partido, han adoptado y aplicado en la práctica las experiencias de la revolución rusa. Si se los considera desde un punto de vista formal, esto es, desde el punto de vista de la técnica de sus métodos políticos, se descubre en ellos una completa aplicación de las tácticas bolcheviques, y especialmente de las de los bolcheviques rusos, en el sentido de la rápida concentración de fuerzas y la enérgica acción de una cerrada organización estructurada militarmente; en el sentido de comprometer las propias fuerzas en la movilización y en la despiadada destrucción del enemigo donde quiera que sea necesario y requerido por las circunstancias.» (Citado en Richard Pipes, Russia Under the Bolshevik Regime: 1919-1924, London, Fontana, 1995, p. 253).
La política basada en la guerra de guerrillas, rurales o urbanas, fue la variante que asumió esta tradición revolucionaria en América Latina, sobre todo a partir del triunfo de la revolución en Cuba en 1959. El actor político privilegiado en los años 60 y 70 del siglo XX, aunque sólo fuera imaginario, no era el ciudadano responsable comprometido con las instituciones de la democracia representativa, sino el guerrillero que impone la justicia social por medio de la violencia. La trágica historia posterior de esta manera de concebir la política es bien conocida y sus consecuencias llegan hasta nuestros días. Con la ola de democratización de los diferentes países de América Latina que se produjo desde principios de la década de 1980, esta tradición belicista parecía haber perdido su atractivo. Sin embargo, asistimos en los últimos años a un preocupante retorno de la retórica bélica y de la concepción agonal de la política en varios países en los que se instalaron, por la vía democrática, gobiernos populistas de tendencias más o menos autoritarias y pretensiones hegemónicas. Venezuela y la Argentina constituyen dos buenos ejemplos de esta situación. Como muestra pueden presentarse dos casos tomados de la historia política reciente de cada uno de estos países.
En Venezuela, cuando el agonizante presidente Chávez fue repatriado desde Cuba, Diosdado Cabello, presidente de la Asamblea Nacional, declaró que sus partidarios lo esperaban “rodilla en tierra” para “defender a la revolución bolivariana” de sus “enemigos”. Esa declaración podría no sorprender tratándose de un ex militar que secundó a Chávez en un intento de golpe de estado en 1992. Sin embargo, simultáneamente, un desconocido simpatizante del chavismo que se manifestaba en las calles declaraba a la prensa que se sentía particularmente feliz porque el “comandante” había regresado al país “para dar órdenes”, y ya lo estaba haciendo desde su habitación en un hospital. Ambas declaraciones son reveladoras de una significativa mentalidad autoritaria que parece haber arraigado profundamente en la conciencia de una buena parte del pueblo venezolano.
En la Argentina, por su parte, durante el año 2012 se formó en las cárceles de Buenos Aires una agrupación política denominada “Vatayón Militante” (sic), integrada por delincuentes comunes, que se propone brindar apoyo al gobierno, según declararon, por fuera de las estructuras del partido, o alianza de partidos, en el poder. El anuncio suscitó una amplia repercusión en los medios de comunicación, en buena medida por el hecho de que algunos de sus miembros tenían condenas por asesinato, pero también debido a los inquietantes antecedentes que este tipo de agrupaciones tiene en la historia política argentina. Pese a los declarados objetivos culturales, y hasta recreativos, de la agrupación, no resulta difícil encontrar connotaciones violentas en esta formación atípica, cuyo nombre mismo parece anunciar el germen de una fuerza de choque oficialista, o incluso de un posible grupo paramilitar.
La retórica militarista, y la consiguiente concepción de la política en términos de aliados y enemigos, se encuentran en plena expansión tanto en Argentina y Venezuela como en otros países de América Latina. Puede decirse, y se ha dicho, que se trata solamente de un lenguaje metafórico que no debe interpretarse literalmente. Pero en el plano lingüístico nada puede tomarse más en serio que las metáforas socialmente extendidas que devienen parte del sentido común. Éstas modelan el pensamiento colectivo e influyen decisivamente sobre los cursos de acción. Entender a la política sobre la base de una analogía con la guerra puede conducir a emprender acciones violentas, aunque sólo sean acciones puramente verbales. Por otra parte, representa por sí misma una concepción de la política profundamente incompatible con la democracia. La sociedad civil no es un cuartel y, por tanto, no debería organizarse militarmente. Los actores políticos no son soldados y por ello no deberían ser llamados “militantes” ni elogiados por ser “combativos”. Las manifestaciones públicas no son “movilizaciones” hacia un “frente”, ni aquellos que tienen ideas diferentes de las nuestras son “enemigos”, en ningún sentido del término. El uso de este vocabulario militar en el campo de la política fomenta el autoritarismo y la intolerancia y predispone a la violencia. Por todas estas razones, me parece una tarea urgente desmilitarizar el lenguaje de la política. Sería una contribución, modesta pero eficaz, para alcanzar el objetivo de vivir en una sociedad más democrática.