A treinta años del histórico acuerdo nuclear con Brasil, por Maximiliano Gregorio Cernadas

Los expertos coinciden en que una de las escasas políticas de Estado en la Argentina es su política de seguridad externa, basada en un celoso desarrollo tecnológico autónomo y un inclaudicable compromiso con la paz. En ella se inscribe la política de acercamiento nuclear con Brasil, que celebra 30 años de una historia poco conocida.

Entonces, las incipientes democracias de ambos países enfrentaban una severa rémora impuesta por las dictaduras militares: la mutua y planetaria sospecha de que disputaban una carrera por poseer un arma atómica. La Argentina lideraba Iberoamérica en el campo nuclear: entre otros avances, la CNEA/Invap acababa de dominar en Pilcaniyeu el enriquecimiento de uranio, una tecnología «sensible» que aún hoy poseen muy pocos países. Brasil nos seguía de cerca. La cuestión era grave pues amenazaba la relación bilateral y la seguridad internacional, pues era parangonada con otras rivalidades nucleares como India-Paquistán.

El desafío interno no era menor: debía someterse aquella capacidad al control civil y democrático y reinsertarla en la política exterior general. Para ello, Caputo y su segundo, Jorge F. Sábato, crearon en la Cancillería una oficina especializada, la Dirección de Asuntos Nucleares y Desarme (Digan), a fin de continuar con el impetuoso desarrollo nuclear y su vocación exportadora, pero sujetos a nuestras mejores tradiciones democráticas, pacíficas y de cooperación. Entre las líneas de acción Brasil fue una prioridad.

Por iniciativa argentina, Alfonsín y el presidente Neves habían acordado en febrero de 1985 lanzar una audaz política, abriendo sus plantas nucleares sensibles a inspecciones recíprocas. Cuando Alfonsín y el nuevo presidente Sarney suscribieron la Declaración de Foz de Iguazú, en noviembre de 1985 -considerada el «embrión del Mercosur»-, ya se había logrado despejar una cuestión superior a la comercial -la seguridad-, que cristalizó en esa misma ocasión con la firma de otro documento paralelo, fruto de un minucioso trabajo previo: la Declaración Conjunta sobre Política Nuclear, que creaba «mecanismos que aseguren los superiores intereses de la paz, la seguridad y el desarrollo de la región».

Éste fue el germen de un proceso denominado en la jerga especializada como «medidas para el fomento de la confianza»: salvaguardias e inspecciones mutuas a instalaciones nucleares, coordinación de políticas internacionales, intercambio de expertos y de información, mutuo control de materiales nucleares, etc.

Aunque se avanzaba entre espinas pues los negociadores eran tildados de «vendepatrias» en ambos lados, aquellos pasos dieron sus frutos. El más simbólico fue la invitación de Alfonsín a Sarney para visitar aquella planta ultrasecreta de Pilcaniyeu (julio, 1987), y la posterior invitación recíproca de los brasileños.

Ante el Congreso, con motivo del deceso de Alfonsín, Sarney sostuvo que los «acuerdos de cooperación en el campo nuclear» firmados entonces entre ambos países fueron parte de la «ingeniería política» que sirvió para «acabar con las desconfianzas». En una entrevista agregó: «Alfonsín es un hombre de Estado de estatura mundial. El problema nuclear entre nuestros países era grave. Nuestros militares se preocupaban por quién llegaría primero a la bomba atómica. El presidente me llevó a Pilcaniyeu […] Queríamos, de este modo, terminar con la barrera nuclear que comprometía nuestras relaciones […] Fue un ejemplo único en el mundo».

Aunque poco conocida y valorada, aquella visión estratégica signó nuestra política exterior con trascendentes consecuencias. Por un lado, torció el rumbo de colisión con Brasil en el que nos había embarcado la dictadura militar y proveyó de la condición sine qua non para la constitución del Mercosur, inaugurando la etapa de paz e integración regional que aún disfrutamos. Por otra parte, su aporte a la seguridad regional e internacional constituye un paradigma único a escala mundial del que debemos sentirnos especialmente orgullosos, y causa del prestigio que rodea hoy a la Argentina como proveedor internacional confiable y responsable de tecnología nuclear, comprometido con sus usos pacíficos, y como líder en la promoción del desarme y la no proliferación.

La moraleja es que si hoy gozamos de los frutos de aquella exitosa política de Estado, es porque fue construida con esfuerzo y perseverancia a lo largo de años, sobre la base de la articulación de cuatro factores que deben preservarse: saber técnico, institucionalidad, representatividad y conexión con el mundo.

Publicada originalmente en La Nación el 3 de febrero de 2016 y reproducida con permiso del autor.