Rápidos apuntos neoyorquinos sobre Turmp, la democracia y el futuro, por Nahuel Maisley

Ayer, apenas cayó el sol, luego de un perfecto día otoñal, un sinnúmero de bares, restaurantes y centros comunitarios recibieron a millones de neoyorquinos que -como tantos, en tantas otras partes del mundo- se congregaron para mirar, en comunidad, los resultados de la elección presidencial de los Estados Unidos. Los eventos estaban organizados, en general, en plan de fiesta. En el que me tocó estar a mí, en el Kimmel Center de la New York University (NYU), había una banda tocando funk y rock, y gente bailando alrededor de imágenes de cartón de Hillary Clinton. El sitio web del New York Times pronosticaba casi un 90% de chances de triunfo para el Partido Demócrata, y lo que estaba en boca de todos era la especie de festejo anticipado que había habido la noche anterior, cruzando la calle, cuando Madonna apareció de improviso en Washington Square Park para tocar algunas canciones en homenaje a la primera presidenta mujer de la historia de los Estados Unidos.

Hoy, en cambio, el día amaneció gris y lluvioso. Nadie se imaginaba, ni remotamente, que todo pudiera salir tan mal. El Decano de la Facultad de Derecho de NYU mandó hace un rato un correo electrónico a todos los miembros de la comunidad educativa, poniendo a disposición una sala con galletitas y café -una imagen tenebrosamente parecida a un velatorio- y convocando a una reunión a la tarde, con la participación de algunos profesores “menos para proveer respuestas que para juntarnos, como la comunidad comprensiva y solidaria que, en nuestra mejor versión, somos”.

En el ínterin, entre el sol y la lluvia, Donald Trump fue elegido presidente de los Estados Unidos. El golpe quizás no habría sido tan duro de no haber ocurrido tan cerca del Brexit, del referendo en Colombia, de la elección de personajes como Mariano Rajoy, Theresa May y -probablemente- Marine Le Pen al frente de varias naciones europeas, y de la salida de varios estados africanos de la égida de la Corte Penal Internacional, entre otros eventos truculentos ocurridos en los últimos tiempos. En ese contexto, la llegada de un personaje tan misógino, racista, mentiroso y egoísta como Trump a la Casa Blanca es un golpe devastador, que nos interpela a todos aquellos que valoramos exactamente lo opuesto, estemos donde estemos.

Mi propuesta, no obstante, es que nos sobrepongamos a la desolación y tratemos de interpretar lo que ocurrió, a su mejor luz: que tratemos de verle el lado positivo. No me malinterpreten: no quiero decir que esto sea algo positivo, todo lo contrario. Pero nosotras y nosotros, los que nos vamos a ver menos afectados por el advenimiento de esta ola nacionalista-autoritaria-mentirosa (porque nos protegen nuestros estudios, nuestra posición económica, nuestra herencia étnica, etcétera), tenemos la responsabilidad de dejar la tristeza a un lado y ponernos a pensar cómo reconstruir todo esto. No porque sintamos que se puede reconstruir, ni porque veamos una luz al final del túnel, sino porque de ello depende la vida de muchos otros que no pueden darse el lujo de intentarlo – otros que están ocupados llorando en serio porque los van a deportar, o porque se van a quedar sin trabajo. Nuestra responsabilidad es la que viene asociada al privilegio de que esto solamente nos toque a través de la pantalla del televisor, o en las cuadras que caminamos hasta el trabajo o la universidad. Como dijo una vez Owen Fiss en una charla en Buenos Aires: tenemos la obligación moral de ser optimistas. Bajar los brazos y caer en el cinismo y la desolación es incumplir nuestras obligaciones morales hacia nuestros conciudadanos del mundo.

Así que allí vamos: ¿qué podemos aprender de la elección de Trump, hacia el futuro? Se me ocurren tres ideas, todas muy intempestivas y poco procesadas – redactadas todavía en el contexto de velatorio desde el que escribo.

Primero, el proyecto político que representa todo lo opuesto a Donald Trump -es decir, el de los derechos humanos, la democracia, y la solidaridad-, y todos aquellos que intentamos defenderlo, tenemos que repensar los mecanismos de toma de decisiones que entendemos como aceptables. La sorpresa de anoche (y la del Brexit, y la de la votación por la paz) muestra que hay una desconexión absoluta entre los de arriba y los de abajo: no se conocen, no se hablan, no se entienden. Ni los políticos, ni los periodistas, ni los académicos pudieron anticipar estos resultados: nadie se dio cuenta de lo que estaba pasando alrededor suyo. Algunos dijeron, después de los plebiscitos en el Reino Unido y en Colombia, que el problema era plebiscitar las decisiones, sin que los representantes medien entre el pueblo y las decisiones. Lo de ayer demuestra que ese diagnóstico no es tan acertado: el problema no es que la gente vote, el problema es que no hay espacios de participación para que esa gente determine verdaderamente su destino colectivamente.

Segundo, ese mismo proyecto (¿progresista?) tiene que repensar seriamente el rol del dinero en la política. Hillary Clinton era la candidata que defendía una reforma del financiamiento político en los Estados Unidos, pero -simultáneamente- recibía cantidades increíbles de contribuciones de oscura procedencia. Dicen que la diferencia entre el financiamiento de su campaña y la de Trump fue de las más grandes de la historia. Trump, el magnate, aunque resulte increíble, no fue el candidato del dinero en las elecciones de ayer.

Tercero, ese proyecto (¿moderno?) tiene que repensar las unidades políticas en el marco de las cuales tomar las decisiones. En el Reino Unido, en Colombia, y aquí, en Estados Unidos, hubo un quiebre absoluto entre las grandes ciudades y las zonas rurales. Uno de los argumentos fundamentales en defensa de la división del mundo en estados-nación era que la democracia solamente era posible allí donde los individuos se conocían, y podían predecir lo que iban a hacer sus conciudadanos (véase la obra de David Miller, por ejemplo). ¿Es esto cierto hoy en día? Nadie aquí pudo anticipar -o siquiera imaginar- que el interior profundo le iba a dar la victoria a Trump. ¿No es acaso más fácil hoy en día para un neoyorquino predecir cómo va a votar un parisino o un porteño, más que alguien de Iowa o de Wisconsin? Tenemos que ponernos a pensar, seriamente, en nuevas fronteras para la democracia.

Ojalá estuviéramos hoy festejando -como esperábamos ayer- que la principal potencia del mundo tuviera por primera vez una presidenta mujer. No ocurrió. Ojalá, entonces, al menos, podamos aprender de eso. Se lo debemos a las futuras víctimas de Trump.