¿Quién podría desear una guerra civil?, por Alejandro Cassini

El 18 de julio de 2016 se cumplieron 80 años del alzamiento militar de 1936 que desencadenó la guerra civil española. El aniversario tuvo escaso eco en los medios de comunicación de nuestro país, siempre preocupados por la inmediatez y el corto plazo. Sin embargo, merece una reflexión atenta por varias razones diferentes. Ante todo, dado el tiempo transcurrido, ya prácticamente no quedan con vida protagonistas de esta guerra, al menos los que fueron combatientes. Por otra parte, pese a ese tiempo, las secuelas de esa guerra todavía se sienten con fuerza en España, incluso entre las generaciones más jóvenes, la de aquellos no vivieron la dictadura de Franco. Para comprobarlo, basta con recorrer las librerías y dar una mirada a la amplia bibliografía que se publica sobre el tema. A veces una lectura del prólogo resulta suficiente para determinar en qué bando se ubica el autor. Se tiene por momentos la sensación de que la historia es todavía un campo de batalla donde se sigue librando esa guerra, traspuesta ahora al campo de las ideas. Aunque el tiempo de la historiografía militante va quedando en el pasado, todavía no ha sido superado cuando se trata de acontecimientos tan traumáticos como una guerra civil. No resulta sorprendente, entonces, que todavía, luego de ocho décadas, no se haya alcanzado consenso acerca de cuestiones fundamentales, entre las cuales el número de víctimas producido por cada bando es una de las más disputadas.

La guerra civil española fue un acontecimiento extraordinariamente complejo, un proceso con múltiples protagonistas, cuyos detalles son muy difíciles de conocer en su totalidad. Además, es todavía un asunto que enciende pasiones y reaviva ideologías pasadas, por lo que no resulta nada fácil presentarlo de una manera objetiva, fundando cada afirmación en fuentes documentales, en análisis desapasionados y en reflexiones mesuradas. Aquí no es posible reseñar, ni siquiera de manera muy somera, los hechos principales. Solamente quiero llamar la atención sobre un punto que, hasta donde llega mi conocimiento, ha pasado inadvertido, o se le ha dado poca relevancia. Me refiero a la valoración positiva de la guerra civil por razones ideológicas, que, como trataré de mostrar, las tendencias de extrema derecha y de extrema izquierda del arco político, no solo español, por cierto, coincidían en reivindicar. La raíz de esa idea estaba en la concepción, ampliamente extendida en esa época, de que la violencia es un medio legítimo para la acción política, incluso en tiempos de paz externa. La creencia de que es lícito imponer por la fuerza las ideas políticas de un grupo o sector a toda la sociedad, y de manera permanente, se basa a su vez en el supuesto de la posesión de una verdad absoluta y definitiva, en suma, en un dogma. Sobre este punto, fascismo y comunismo tienen, como se verá, más semejanzas que diferencias. La difusión de estas ideologías autoritarias explica, en buena medida, el ambiente de intolerancia que hizo posible la guerra civil.

La sublevación de los militares españoles se planeó por varios meses durante la primera mitad de 1936. Franco no estuvo entre los principales promotores del alzamiento y al comienzo se mostró vacilante en su adhesión al golpe que se preparaba. Finalmente, el golpe se produjo durante tres días de julio, el 17, 18 y 19. Los sucesos de esos días fueron notablemente complicados y han sido relatados con todo detalle por Luis Romero en su libro de 1967, titulado, precisamente, Tres días de julio. La intención originaria de los militares sublevados no era provocar una guerra civil ni establecer una dictadura de tipo fascista, ni mucho menos, de carácter nazi. Más bien, se trataba de implantar una dictadura militar más o menos tradicional y semejante a otras de su tiempo; un dictadura derechista, clerical, autoritaria y conservadora, que, según la visión de los militares, pusiera freno a las tendencias anárquicas y revolucionarias que consideraban propias del gobierno republicano. El anticomunismo era, sin duda, uno de los elementos comunes a toda la coalición de los nacionales, pero ese eje ideológico no era suficiente para producir una propuesta positiva de gobierno una vez derrocado el gobierno constitucional. Entre los nacionales había tendencias heterogéneas, que incluían entre otras, el militarismo, el tradicionalismo, el catolicismo integrista, el monarquismo (tanto carlista como alfonsinista), el nacionalismo y, no cabe duda, el fascismo, representado por la Falange y otros partidos menores de reciente fundación. En poco tiempo Franco se mostró lo suficientemente hábil como para, si no unificar, al menos subordinar, a todos estos elementos tan diversos. Retrospectivamente, el antiliberalismo también los unificaba, pero esa ideología no los identificaba, ya que buena parte, si no la mayoría, de los republicanos también abjuraban del liberalismo y de la democracia parlamentaria o burguesa.

El gobierno republicano de 1936 fue uno de los pocos productos exitosos de la estrategia de los frentes populares, que también triunfaría en Francia ese mismo año. Los frentes populares habían sido promovidos por la Unión Soviética, la Internacional Comunista y los partidos comunistas de occidente como una manera de detener el avance del fascismo en Europa. La estrategia consistía en posponer momentáneamente la búsqueda de una revolución violenta y adoptar la vía democrática. Como los partidos comunistas no contaban con suficientes votantes como para acceder al poder por medios electorales, buscaron alianzas con los partidos socialistas democráticos y con otros partidos de tendencias centristas o, más en general, no fascistas. Las elecciones españolas de febrero de 1936 enfrentaron a dos coaliciones, ambas heterogéneas, de partidos de derecha y de izquierda. Fueron elecciones muy reñidas, enturbiadas por hechos de violencia y por acusaciones mutuas de fraude. Finalmente, se impuso el Frente Popular después de complicadas negociaciones parlamentarias. España había quedado fracturada en dos bandos antagónicos y ya en ese momento comenzaron a escucharse voces que anunciaban una guerra civil en uno y otro campo ideológico.

Los militares que se sublevaron el 17 de julio no habían pensado en desencadenar una guerra civil. Al contrario, pensaban que el golpe triunfaría en toda España de manera más o menos rápida, es decir en cuestión de días. La realidad fue muy diferente. Cuando todo el ejército de un país se subleva, la población civil desarmada tiene pocas posibilidades de ofrecer resistencia. El estallido de una guerra civil requiere que las fuerzas armadas se dividan. Eso fue precisamente lo que ocurrió desde el 19 de julio. El golpe fracasó en Barcelona, donde la Guardia Civil permaneció leal al gobierno republicano, y luego en Madrid, donde también hubo resistencia de los sindicatos y la clase obrera. El fracaso en las dos principales ciudades del país arrastró a muchas otras en sus respectivas áreas de influencia y España quedó dividida en dos zonas, cuyas fronteras irían cambiando a la luz de los acontecimientos bélicos. En ese momento, la guerra civil se tornó inevitable. Los generales rebeldes eligieron a Franco como comandante supremo de las tropas nacionales ya en el mes de setiembre, mientras que el gobierno republicano tenía serias dificultades para formar un ejército unificado y disciplinado bajo un mando único.

España no era un país industrializado ni poseía una producción significativa de armas. No habría sido posible sostener tres años de guerra generalizada sin el abastecimiento exterior. De hecho, la guerra se internacionalizó rápidamente y, según la expresión acertada del historiador español Julián Casanova, en su reciente libro España partida en dos, publicado 2013, se convirtió en una guerra internacional en suelo español. Los nacionales contaron con el ejército africanista, tropas de moros de Marruecos y con la ayuda militar, tanto de tropas como de armas, de la Italia fascista y la Alemania nazi. Los republicanos fueron abastecidos principalmente por la Unión Soviética (que, además de armas, también envió espías y agentes del NKVD) y recibieron la ayuda de las Brigadas Internacionales, reclutadas por los partidos comunistas de occidente, pero no compuestas necesariamente por comunistas. Todo ello explica, en buena medida, la duración y la envergadura de la guerra civil.

Las pérdidas humanas de la guerra todavía hoy no han podido establecerse con certeza. En verdad, los números exactos de víctimas no se conocen casi nunca en ninguna guerra. Alrededor de las estadísticas de muertos y fusilados hubo una incesante batalla ideológica, que todavía no ha terminado, donde cada bando exageró el número de sus bajas para desacreditar a su enemigo. Llegó a hablarse de un millón de muertos, cifra que nunca pudo ser comprobada ni cuenta con apoyo documental. En 1980 el historiador militar Ramón Salas Larrazábal, que combatió en el bando nacional, hizo la primera investigación a fondo de la cuestión y redujo el número a poco más de 300 000 en su libro Los datos exactos de la guerra civil. Esta cifra se ha mantenido como total aproximado, pero la distribución de las víctimas por bando ha sido muy cuestionada. Una característica inédita de la guerra civil española, unánimemente reconocida, es que el número de fusilados en retaguardia supera al número de muertos en combate. Se estima que los muertos en el campo de batalla fueron alrededor de 100 000 en total, a los que deben sumarse los muertos por los bombardeos aéreos, posiblemente 20 000. Sobre este punto hay bases firmes de consenso entre los historiadores. En cambio, el número de las víctimas de la represión todavía no ha podido establecerse con precisión. Se sabe, fuera de toda duda, que tanto republicanos como nacionales fusilaron prisioneros de guerra y civiles desarmados. En qué proporción lo hizo cada bando es todavía objeto de debate y los diferentes estudios de esta cuestión, sobre todo los realizados por historiadores españoles, presentan cifras discordantes.

Dos ejemplos bastan para mostrar la situación. Cuando en agosto de 1936 el teniente coronel franquista Juan Yagüe entró en la ciudad de Badajoz realizó un fusilamiento masivo de milicianos republicanos. Todos reconocen este hecho, pero los historiadores pro republicanos afirman que hubo al menos 4000 víctimas, mientras que los historiadores pro nacionales solo admiten 500 o 600, y a veces menos. Meses después, en noviembre y diciembre del mismo año, se produjeron las célebres matanzas de Paracuellos, donde los republicanos fusilaron clandestinamente a numerosos presos, la mayoría de ellos militares, sacados de las cárceles de Madrid. El hecho ya no se discute, pero los historiadores pro nacionales afirman que los muertos fueron más de 5000, mientras que los pro republicanos reconocen apenas 2000 o, a lo sumo, 2500. La responsabilidad de Santiago Carrillo, entonces, miembro de la Junta de Defensa de Madrid también ha sido objeto de disenso, aunque ya parece bastante bien establecida por las fuentes conservadas en la Unión Soviética. Diversas fuentes también revelan que la matanza fue instigada por agentes del NKVD.

Otra característica atípica de la guerra civil española es que las represalias de posguerra prosiguieron durante muchos años. El régimen de Franco instauró numerosos campos de concentración y de trabajos forzados, así como cárceles especiales para los prisioneros republicanos. El estado de guerra se mantuvo hasta 1948, y la pena de muerte se aplicó de manera continuada y sistemática hasta una fecha tan tardía como 1950. El historiador británico Paul Preston en su obra The Spanish Holocaust, publicada en 2011, llegó a comparar estos hechos con el exterminio de los judíos en la Alemania nazi. La comparación es sin duda exagerada y el término holocausto, tomado en sentido estricto, resulta inapropiado. La represión franquista no tuvo ni remotamente la dimensión de la Shoah (ni siquiera del gran terror estalinista de 1937) y no puede calificarse como un genocidio. No obstante, se trató de una forma de revanchismo inédita en una guerra civil. Nuevamente, hay discrepancias sobre el número de condenados, agravadas por el hecho de que Franco ordenó destruir archivos en la década de 1960. Las estimaciones más bajas por parte de historiadores españoles de tendencias pro nacionales reconocen un mínimo de 28 000 fusilados, lo cual ya da una idea del orden de magnitud de la matanza.

En los últimos años, diversos historiadores españoles de las nuevas generaciones han producido estudios detallados sobre la represión durante y después de la guerra, tanto por parte de los republicanos, como de los nacionales y el régimen de Franco. También se han hecho estudios comparativos, todavía parciales, como los que se presentan en la obra colectiva dirigida por Francisco Espinosa Maestre, Violencia azul, violencia roja, de 2010, que representa un avance considerable en el tema. Estos autores dan como cifras de la representación franquista 130 000 víctimas, y casi 50 000 para la represión republicana. Pese a todo, todavía se está muy lejos de un consenso sobre estos números y el conocimiento de las fuentes, algunas de ellas irrecuperables, dista de ser completo.

Cualesquiera sean las cifras reales, es evidente que la guerra civil española fue una catástrofe, tanto en pérdidas humanas como materiales, y que sus efectos devastadores persistieron durante décadas. Cabe preguntarse, entonces, quién podría haber deseado que ocurriera una guerra como esa. Es una pregunta que no tiene una respuesta simple. La guerra civil de España es un fenómeno complejo que no puede reducirse a la lucha entre fascismo y democracia, fascismo y comunismo, fascismo y antifascismo, revolución y reacción, revolución y contrarrevolución, o entre otras dicotomías maniqueas que encarnan (de manera diferente, según quien juzga) el bien y el mal. Retrospectivamente, nadie parecía querer una guerra civil de esta magnitud. Sin embargo, hay elementos en las ideologías de los dos bandos combatientes que tendían a una valoración positiva de la guerra civil y que, por tanto, no solo la justificaban, sino que incluso la promovían.

En el campo nacional había miembros genuinamente fascistas, como la Falange, Las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista y otros grupos menores. Es bien conocido el hecho de que el fascismo considera a la violencia como un medio legítimo de la acción política y, en algunas ocasiones, como un medio absolutamente necesario. También glorifica a la guerra, pero no primariamente a la guerra civil, sino a la guerra de conquista que extiende el territorio nacional y establece colonias o anexa países vecinos. Mussolini intentó poner esta idea en práctica en sus incursiones africanas, con resultados más bien decepcionantes. En verdad, casi todos los estados europeos en el siglo XIX habían apoyado este tipo de guerra expansionista, que apenas disimulaba sus intereses de explotación económica.

El fascismo, sin embargo, admite la necesidad de la guerra civil en una circunstancia bien determinada: en caso de que el comunismo acceda al poder. Para la ideología fascista, el comunismo solo puede ser derrotado por la violencia. El caso extremo de este punto de vista es el del nazismo, para quien la lucha contra el bolchevismo debía ser, en términos del propio Hitler “una guerra de exterminio”, cualitativamente diferente de las guerras convencionales entre estados. El gobierno que en febrero de 1936 accedió al poder en España por la vía electoral no era, ciertamente, un gobierno comunista. A lo sumo, se trataba de una alianza de partidos de izquierda y de centro-izquierda. Sin embargo, el fascismo rechazaba completamente la estrategia de los frentes populares, a los que consideraba un mero instrumento al servicio del comunismo. La presencia del partido comunista español en la coalición republicana resultaba, entonces, intolerable para todos los grupos del fascismo español, que se vieron rápidamente impulsados a la acción. En el discurso de los líderes intelectuales fascistas, como Onésimo Redondo y Ramiro Ledesma Ramos, se empezó a agitar la idea de guerra civil desde el momento mismo en que triunfó el Frente Popular. Simultáneamente, comenzaban las conspiraciones militares, dado que para amplios sectores de las fuerzas armadas (y también de la iglesia) el gobierno republicano implicaba inevitablemente el desorden, la anarquía y la desintegración de España como país.

El comunismo, por su parte, desde los tiempos del Manifiesto Comunista, siempre había reivindicado la violencia como un medio legítimo para la acción política. Marx y Engels fueron categóricamente claros al afirmar que el desplazamiento del capitalismo no podía ser un proceso gradual, sino que solo habría de producirse mediante una revolución violenta. Marx agregó a esta idea, la de dictadura posterior a la toma del poder, que no estaba en el Manifiesto, pero que él concibió tempranamente como resultado de sus reflexiones sobre el fracaso de la revolución de 1848 en Alemania. En sus escritos más tardíos, esta idea devino en la de dictadura del proletariado, sobre la cual ofreció pocos indicios, más allá de su análisis del fracaso de la Comuna de París en 1870.

La funesta idea de una dictadura del proletariado la desarrolló Lenin en toda su crudeza. Es una teoría bien conocida que no necesita volver a exponerse aquí. Quiero llamar la atención, en cambio, sobre el papel que Lenin atribuyó a la guerra civil en el proceso revolucionario. En un escrito publicado el 28 de abril de 1918, titulado “Las tareas inmediatas del poder soviético”, fue completamente explícito al respecto:“[…] en toda transición del capitalismo al socialismo, la dictadura es imprescindible por dos razones esenciales […]. En primer lugar, el capitalismo no puede ser derrotado y desarraigado sin la implacable supresión de la resistencia de los explotadores […]. En segundo lugar, toda gran revolución, y una revolución socialista en particular, es inconcebible sin guerra interior, es decir, sin guerra civil, incluso si no existe una guerra exterior […].”

De acuerdo con Lenin, la guerra entre estados, aunque pueda ser justa (como en el caso de las guerras de liberación colonial) nunca tiene un carácter revolucionario porque preserva la estructura de clases de cada sociedad. La guerra civil, en cambio, adquiere un carácter revolucionario cuando enfrenta al proletariado contra sus enemigos de clase: la burguesía y sus aliados. Así, aunque no toda guerra civil es revolucionaria, la revolución socialista y la instauración del comunismo requieren la existencia de una guerra civil, la cual se vuelve una etapa necesaria del proceso revolucionario. Así ocurrió en Rusia, que al cabo de la más sangrienta guerra civil de la historia, había perdido casi diez millones de habitantes. Toda guerra civil eventualmente finaliza, pero la dictadura que, según Lenin, debe seguirle, como ha mostrado la experiencia soviética, solo puede mantenerse mediante el terror y la represión generalizada.

En la época de los frentes populares, las directivas de Stalin y de la Internacional Comunista a los partidos de izquierda indicaban posponer todo intento de revolución en los países democráticos hasta tanto se contuviera la expansión del fascismo en Europa. Muchos republicanos españoles hicieron caso omiso de estas directivas. Anarquistas, comunistas y socialistas revolucionarios creyeron que el intento de golpe militar y el comienzo de la guerra civil constituían la oportunidad propicia para desencadenar una revolución. Muchos de ellos se entregaron sinceramente a la violencia suponiendo que era necesaria para crear un nuevo sistema, que tenía poco en común con la democracia republicana instalada en 1931. Al hacerlo, de manera consciente o inconsciente, eran fieles a las ideas leninistas sobre la revolución. El gobierno republicano, o al menos una parte de él, intentó contener esos impulsos violentos, pero fue impotente.

El historiador italiano Gabriele Ranzato, en su exposición de conjunto de la guerra civil, El eclipse de la democracia, publicada en 2006, señaló con mucha razón que la época de la guerra civil española representa un eclipse de la democracia, primero parcial y luego total. La incipiente democracia republicana de 1931 comenzó a eclipsarse con el triunfo del Frente Popular, donde había claras tendencias antidemocráticas, y este eclipse se hizo casi total una vez comenzada la guerra. Con la dictadura de Franco el eclipse fue completo, ya antes de finalizada la contienda, en las zonas nacionales, y luego en toda España. Hasta la muerte del dictador en 1975 España no volvería a recuperar el sistema democrático.

Manuel Azaña, el presidente de la República, advirtió tempranamente que, una vez lanzada la revolución en el ámbito republicano, la democracia se había terminado. El 16 de setiembre de 1937, apenas promediando la guerra, escribió en su diario esta amarga reflexión: “En España, la democracia que había se acabó al empezar la guerra. Porque el sistema imperante desde entonces no es la democracia. Es una revolución, que no ha llegado a cuajar y solo ha producido desorden, y una invasión sindical que ha fracasado, después de agarrotar y paralizar al Estado y al Gobierno. Demos por fracasada la democracia […].”

El pensamiento antidemocrático estaba fuertemente arraigado en amplios sectores de los bandos nacional y republicano. Desde arcos opuestos del espectro ideológico de la época, los sectores enfrentados coincidían en su desprecio por la democracia liberal. Ninguno de los dos podía admitir la alternancia de gobiernos de izquierda y de derecha en un mismo estado, como ocurre en cualquier democracia madura de la actualidad. Tampoco valoraban el pluralismo ideológico y político, basado en la coexistencia pacífica de múltiples partidos y agentes sociales. En los sectores extremos del arco, el fascismo y el comunismo, se admitía la violencia como medio legítimo para la acción política, incluso cuando condujera a la guerra civil. En algunos casos, se la promovía de manera explícita y consciente.

Estas actitudes, por cierto, deben comprenderse en el contexto histórico de la década de 1930, donde predominaban en Europa los regímenes totalitarios. Todo el período de entreguerras representa uno de los puntos más bajos del pensamiento liberal y el punto más alto de las ideologías antiliberales, intolerantes y violentas. Ernst Nolte, en una obra ya clásica publicada en 1987, La guerra civil europea, consideró que entre 1914 y 1945 Europa vivió un estado de guerra civil generalizada, cuyos protagonistas principales fueron el comunismo y el fascismo, este último surgido como reacción al primero. La idea de una guerra civil europea, de la cual la guerra española sería un episodio, fue adoptada más recientemente por otros historiadores, como Enzo Traverso, Stanley Payne y, en España, Julián Casanova. Es una hipótesis interesante, pero excesivamente eurocéntrica. El ataque a Pearl Harbor y la bomba de Hiroshima difícilmente pueden considerarse episodios de una guerra europea. No obstante, es indudablemente cierto que, al menos desde la revolución rusa y la marcha sobre Roma, la violencia se instaló en la mentalidad de muchos europeos como un instrumento de la acción política que se consideraba plenamente justificado.

Las ideologías que reivindican la violencia como instrumento de la política se han derrumbado a lo largo del siglo XX, al menos en tanto sistemas de poder. El nazismo y el fascismo con la derrota militar de 1945; el comunismo luego de la disolución de la Unión Soviética en 1991. El descrédito de los sistemas totalitarios está sumamente extendido en la actualidad, pero todavía no suscita unanimidad, especialmente entre algunos intelectuales que no han logrado desprenderse del pasado. Todas las ideologías políticas se mantienen básicamente como un dogma de fe (racionalizado a posteriori) y, al igual que las religiones, no pueden ser refutadas por ninguna argumentación ni por ninguna evidencia fáctica. Sólo pueden desacreditarse hasta volverse política y socialmente irrelevantes, pero, en sentido estricto, nunca mueren del todo. El contexto del mundo actual no podría ser más diferente de aquel en que se produjo la guerra civil española. No obstante, algunas de las ideas que originaron el clima de violencia e intolerancia que condujo a la guerra no han desaparecido del todo. Una reflexión sobre la guerra civil española todavía nos puede ayudar a comprender dónde se encuentran algunas de las múltiples raíces del mal en los seres humanos.