Peña Nieto jugando a los derechos humanos, por Vladimir Chorny
- At 31 mayo, 2016
- By Editor
- In Notas de Actualidad
México es un país democrático: uno en el que hay desapariciones forzadas generalizadas a lo largo y ancho del país, desaparecen estudiantes a manos de fuerzas de seguridad del gobierno y los militares pueden matar a cualquier persona sin ser castigados (ni investigados siquiera). Somos un país democrático, vamos, tenemos elecciones e instituciones electorales: uno donde el narco gobierna y el gobierno narca… uno donde se narcogobierna en distintas zonas del país, pues. ¡Pero somos un país para presumirse! Tenemos suerte de tener este gobierno: uno que se sostiene de los medios de comunicación monopólicos que lo llevaron al poder y se para sobre un discurso democrático para gobernar. Y es de este gobierno y de su juego de lo que quiero hablar.
El gobierno federal defiende el derecho a la no discriminación y la diversidad sexual de las personas al impulsar una reforma constitucional que reconoce (entre otras cosas) el derecho al matrimonio igualitario, no obstante obstaculizó e impidió llevar a fondo la investigación sobre la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa (fabricó una ‘verdad histórica’ insostenible, limitó la investigación al Grupo Interdisciplinario de Expretos Independientes –GIEI- y blindó al ejército frente a esta investigación).
Hmmm ok… pero también impulsa reformas en materia de justicia cotidiana a nivel constitucional y legal, un tema de avanzada en la región, aunque la palabra justicia es inasequible en casos de violaciones graves a derechos humanos (esas “cosas raras” donde las autoridades lesionan, torturan, violan o matan a civiles) que permanecen impunes como Tlatlaya, Atenco o el contexto de feminicidios en general (estos dos últimos con participación de Peña Nieto en su gestión como gobernador del estado de México).
Bueno sí, pero… este gobierno es un abanderado de la libertad de expresión: la impulsa, promueve y refrenda su compromiso con ella, hasta hace encuentros con los ‘líderes digitales’ del país (shhhh… no importa que dentro de los invitados esté una empresa beneficiada de manera irregular por el gobierno mismo) para compartir los avances en esta área y escuchar propuestas para mejorarla, pero considera a las voces que disienten de su gestión como ‘desestabilizadores del país’ y toma la crítica a su gobierno simplemente como “mal humor social”, camina de la mano del duopolio televisivo que devora la necesidad de la pluralidad democrática en los medios de comunicación y 21 periodistas han sido asesinados en el país desde el inicio de su gobierno (México es considerado un país no libre en cuanto a la libertad de expresión por índices internacionales como el de Freedom House).
Extraño juego el de Peña Nieto y los derechos humanos.
Estos no son ni de cerca todos los temas donde el gobierno de Peña Nieto falla en materia de derechos humanos, pero sí algunos de los más claros donde puede verse como un sinónimo de impunidad, corrupción o simulación frente a principios democráticos mínimos como la transparencia, el acceso a la justicia, la igualdad, la libertad de asociación o la de expresión. A lo largo de su mandato ha utilizado como recurso la vía institucional-reformista para colgarse medallas e intentar ganar legitimidad en torno al tema de los derechos humanos y, así como sería miope no reconocer que algunos de estos cambios son necesarios e importantes (aunque yo esté convencido de que su logro se debe a la sociedad civil y las distintas luchas que los han provocado y no al gobierno que intenta capitalizarlas políticamente), sería también iluso ignorar el hecho de que estas cuotas de legitimidad le han funcionado en distintos niveles y sectores de la sociedad.
El problema aparente está en que pareciera que en estos momentos la crítica queda orillada entre negar el valor de cualquier cambio y reconocer el valor de éstos, pero terminar jugando el juego del gobierno. Pero esta situación oscurece la realidad de trasfondo al discurso del gobierno y, efectivamente, le es útil para legitimarse, cuando lo que subyace al discurso medallista de Peña Nieto es la movilización social de distintos grupos histórica y sistemáticamente oprimidos que lograron ganar batallas (primero en las calles, luego en el imaginario social, y luego en las instituciones del Estado) y obtener el reconocimiento de sus derechos (no es un obsequio que dependa de la gracia del presidente-rey, es la adecuación formal de lo que se les debe desde hace años por parte de un servidor –empleado- público facultado para ello).
Tanto la lucha por el reconocimiento de la diversidad como el del respeto por los territorios ancestrales de los pueblos indígenas –como en el caso de Xochicuautla– son parte de una misma lucha que no puede separarse por parcelas; unas para simular y legitimarse y otras para mostrar el autoritarismo sincero de la clase política del país. Cuando un gobierno es selectivo con qué ámbitos de la persona sí puede ser despótico y con cuáles no (simulando que no, en mi opinión), esa discrecionalidad es reflejo mismo de su autoritarismo. Tal vez por esto somos una democracia saludable en Televisa y un país sumido en su peor crisis de derechos humanos para el Sistema Internacional de Derechos Humanos (ONU) y para el Sistema Interamericano también (CIDH).
El mayor riesgo, en mi opinión, es que su juego parece funcionar. Sostiene un discurso democrático pro-derechos hacia algunos sectores de la sociedad y hacia fuera del país, rascando legitimidad y aprobación de donde puede, para luego potenciarla a través de los medios de comunicación y buscar beneficios que puedan traducirse electoralmente (elecciones presidenciales de 2018 cerquita… las portadas de distintos medios muestran ya la baraja presidencial del PRI y de otros partidos también). El problema es precisamente éste y acá hay una responsabilidad moral para quienes se toman en serio los derechos de las personas, particularmente para la sociedad civil: el gobierno de Peña Nieto no debe ganar un ápice de legitimidad con la carta de los derechos humanos y debemos hacer todo lo posible para que no pueda jugarla.
La responsabilidad moral debe llevar a decir que un régimen no es democrático cuando es partícipe de violaciones a derechos como la acá delineada o cuando es cómplice de la impunidad en que ésta permanece. Si para que un asesino sea castigado debe empezarse por nombrarlo, entonces hay una carga moral en ponerle un nombre distinto. A quienes abrazan o protegen a los militares cuando éstos han sido señalados hay que llamarles cómplices, a los que utilizan al Estado para arreglos personales hay que llamarles corruptos y a quienes juegan con las instituciones para perpetuar la impunidad hay que llamarles criminales. A los tiranos hay que nombrarlos para tener claro contra quién se lucha. Y al autoritarismo, a ése no hay que llamarlo democracia, ni aunque se trate de un juego.