«Nos, los representantes del pueblo», por Osvaldo Guariglia
- At 2 noviembre, 2015
- By Editor
- In Notas de Actualidad
El famoso inicio del Preámbulo de la Constitución enuncia sintéticamente una relación sobre la que está basada toda su estructura normativa. El sujeto de la soberanía es una entidad jurídica, “el pueblo de la nación argentina”, y es ella la que la retiene aun cuando permita que otros, sus “representantes” decidan en su nombre. Precisamente para no ceder jamás de modo definitivo su voluntad soberana, “el pueblo” convoca periódicamente a elecciones para renovar a sus representantes a fin de ratificar por un nuevo período a los anteriormente elegidos o caducarles su mandato y transferirlo a otros nuevos.
Esta relación de dependencia entre el titular de la soberanía – el pueblo – y su mandatario – la autoridad de gobierno – ha sido frecuentemente cuestionada y hasta tergiversada. Los pensadores políticos contrarrevolucionarios del siglo diecinueve, como el famoso ensayista español José Donoso Cortés, mantenían que ningún régimen podía sostenerse en tan cambiante y azarosa relación, por lo que ésta estaría siempre privada de legitimidad. El tradicionalismo monárquico, del cual él era su principal teórico, sostenía una relación absolutamente a la inversa: era el monarca que, legitimado por la religión católica, concentraba toda la soberanía en sus manos y quien concedía generosamente alguna participación en los asuntos públicos a los representantes del pueblo. A lo largo del siglo veinte esta ideología reaccionaria se infiltró en la vida política de España y de Argentina a través del nacionalcatolicismo y ha pervivido, metamorfoseada en una teoría política del populismo, en el siglo veintiuno en América Latina. No se trata ya de fundarse en los preceptos paulinos sobre la autoridad, como antaño, pero sí en las esencias nacionales y populares que confieren al gobernante, hombre o mujer, una legitimidad intransferible y sempiterna. De allí que el o la gobernante se consideren por encima de los límites que las normas constitucionales imponen al mandatario, aunque hayan debido conceder, de mal grado, que se llamara a elecciones de renovación de mandato sin su participación.
Contra todas las ilusiones populistas, el 25/10 “Nos, el pueblo” ha restituido la relación a los términos originales entre el titular de la soberanía y su mandatario temporal. La institucionalidad republicana ha sido preservada a pesar de todas las tortuosidades a las que fue sometida durante doce años de despotismo oligárquico, discrecionalidad y abuso del patrimonio público con fines privados. Ahora es necesario completar esa restitución impidiendo una repetición de lo ocurrido en esa década desviada. En el período que se iniciará el 10/12, deberán corregirse las tergiversaciones y manipulaciones de ciertas normas básicas de la vida democrática, comenzando por los límites de la perduración de los mandatos. De modo similar a la constitución de Estados Unidos, el o la Presidente podrá ser reelegida por una única vez y luego tendrá definitivamente prohibida su postulación a un nuevo mandato. A fin de eliminar de raíz toda sucesión dinástica, deberá prohibirse la postulación de todo familiar directo: conyugue, cohabitante, hijos/hijas, parientes políticos inmediatos, etc., antes de haber transcurrido un período completo desde la finalización del mandato de quien lo ejercía. Deberá asimismo establecerse una abstención total de el/la presidente de manejar sus propios bienes, poniéndolos a la toma de posesión bajo la tutela de un albacea anónimo, a similitud de cómo se procede con los mandatarios estadounidenses. En síntesis, se deberán restablecer normas elementales de ética pública que, luego de la experiencia de las tres presidencias populistas de los veinticinco años pasados, ya no se pueden dar por descontadas.
En relación con la cosa pública, “Nos, el pueblo” es sumamente celoso de su soberanía, de modo que cuando confiere un mandato, siempre lo hace dentro de límites estrictos. En efecto, para que ningún mandatario concentre todo el poder propio del soberano, “Nos, el pueblo” parcializa los mandatos: uno obtendrá el gobierno de la administración pública, de la ejecución de las leyes, de la provisión de la defensa, etc.; a otro se le encomendará el estudio y la sanción de las leyes, la aprobación y vigilancia del presupuesto, la imposición de impuestos y aranceles, etc., por último, un tercero tendrá a su cargo la supervisión de las leyes, la preservación de los límites entre los dos mandatos anteriores y el cuidado de la vigencia de la constitución. A tenor de la tendencia oligárquica a la concentración del poder en manos de la clique gobernante, el populismo ha hecho caso omiso de esta división de mandatos, usurpando la capacidad legislativa por parte del poder ejecutivo a través de decretos de necesidad y urgencia, por un lado, e inmiscuyéndose en el desempeño de los jueces, por el otro, a fin de obstruirlos en su tarea, si le son adversos, o privilegiando a los juristas más sumisos a sus pretensiones y deseos. Recuperar la totalidad de la soberanía por parte de “Nos, el pueblo” equivale a restaurar una clara y estricta separación de los poderes, de modo que cada uno se restrinja a cumplir con el mandato que “Nos, el pueblo” le ha dado. De esta manera, quedará preservada la imparcialidad en la sanción, ejecución y preservación de la cosa pública, que es la máxima garantía que “Nos, el pueblo” provee a todos los ciudadanos: preservar su calidad de miembros libres e iguales de una república democrática.