Milagros del sesgo peronista, por Fernando Iglesias
- At 23 julio, 2015
- By Editor
- In Notas de Actualidad
Los invito a hacer el siguiente experimento mental. Están durmiendo y sueñan que aparecen en un país desconocido. Apenas llegados, se enteran de que hubo un ballottage en la ciudad capital: los dos candidatos que llegaron a la disputa por el poder municipal pertenecen a la alianza opositora nacional y el candidato del partido del candidato presidencial opositor mejor posicionado triunfó con más de la mitad de los votos. Después, abren los diarios de ese extraño país y casi todos los análisis insisten en que los resultados favorecen al gobierno nacional, cuyo representante en la capital obtuvo menos de un voto de cada cinco en las primarias y relegó por primera vez a su fuerza al tercer lugar en el distrito, dejándola fuera del ballottage.
Desorientados, salen a buscar información. Les preguntan a los ciudadanos de ese ignoto país qué piensan de la clase política que los gobierna. Recogen así todo tipo de insultos contra el gobierno, al que acusan de autoritario, incapaz, soberbio y corrupto. Intrigados, les preguntan a esos mismos ciudadanos a quiénes van a votar en las próximas elecciones. Para su sorpresa, más de un tercio de los consultados les responden que van a votar al candidato del partido que gobernó al país 24 de los últimos 26 años y detentó gran parte del poder político en los otros dos.
¿Cómo puede un neto triunfo opositor ser presentado como victoria del oficialismo?, se interrogan ustedes. ¿Cómo es posible que un país que vive indignado por los desastres de su clase política siga votando al partido que goza del monopolio del poder desde hace un cuarto de siglo? ¿No estarán directamente relacionados ambos fenómenos?, se preguntan. Entonces despiertan, sólo para darse cuenta de que todo esto pasa en este país, nuestro país, la Argentina, donde el sesgo peronista opera cada día un nuevo milagro que asegura la eterna resurrección del partido del primer trabajador.
Veamos más de cerca el caso: en la primera vuelta, hace dos semanas, Pro ganó con el 47,3% de los votos, ECO obtuvo el 22,3%, el FPV logró el 18,7% y las distintas variantes de la izquierda, casi un 10%, sumadas. Si al final Lousteau llegó al 48,4% es porque agregó a su cuenta votos previsibles: no sólo los propios, de la UCR y la Coalición Cívica, sino los de la izquierda previsiblemente antimacrista y los de un FPV previsiblemente interesado en infligirle a Macri una derrota en su distrito, cuyos valores sumados en la primaria superaron el 51%. ¿Por qué tanta sorpresa por el 48% si no había forma de prever un resultado diferente a menos que hubiese una transferencia de votos desde Recalde y la izquierda trotskista hacia Pro, lo que está fuera de cualquier lógica?
Además, si un 54% puede ser calificado de «victoria aplastante» capaz de legitimar un «vamos por todo», el más del 51% de Larreta en el ballottage y el más del 47% de la primera vuelta no pueden ser considerados un resultado mediocre; mucho menos, una derrota. Sobre todo, si han sido obtenidos compitiendo en soledad contra el resto de las fuerzas políticas del distrito; situación que la alianza FPV-PJ deberá eventualmente enfrentar en noviembre en un ballottage a nivel nacional. Lo cierto, lo innegable, lo que está fuera de toda especulación es, por lo tanto, que Pro compitió solo contra todos en la ciudad y ganó, mientras que no está dicho que el FPV compita solo y gane en el país. Los motivos por los cuales el kirchnerismo derrotado festejó su papelón en la ciudad de Buenos Aires mientras la oposición triunfante se persignaba y santiguaba no hay que buscarlos pues en un manual de política, sino en uno de psiquiatría; uno capaz de explicar el extendido síndrome de Estocolmo que padece la sociedad nacional.
En cualquier país normal, los titulares y artículos del lunes hubieran destacado el triunfo de un partido opositor, la excelente elección hecha por el otro candidato de la alianza opositora y la ausencia del oficialismo en el ballottage. Sólo en segundo plano hubiera aparecido la noticia, claramente secundaria, de la reducción de la distancia entre dos candidatos opositores. Aquí, no. Aquí, en este reino del revés tan bien descripto por María Elena Walsh, lo principal es secundario y lo secundario, principal. Aquí, curiosamente, los mismos medios que ante la pérdida de Mendoza y el tercer puesto del Frente para la Victoria en Córdoba, Santa Fe y la propia Capital argumentaron que las elecciones nacionales eran cosa distinta a las locales, salieron a esparcir la teoría del daño a Macri y el triunfo de Scioli. Aquí abundaron los análisis de las amplias disidencias entre las fuerzas opositoras, por contraste con la unidad del peronismo, partido en el que sus candidatos se acusan públicamente de traidores, narcos y roba-boletas.
«No era lo mismo que Macri saliera con el pecho inflado que resultara debilitado», afirmó con extraña sintaxis Aníbal Ibarra, carente ya hasta de la percepción de que las metáforas respiratorias no son las más indicadas en su caso. «Lo de Lousteau fue una hazaña que deja preocupado al macrismo», agregó Daniel Scioli, mientras su candidato en el distrito, Recalde, intentaba impedir que los pasajeros de los vuelos cancelados de Aerolíneas le prendieran fuego al Aeroparque. En tanto, miles de militantes kirchneristas llamaron a votar a Scioli, Julián Domínguez y Aníbal Fernández para impedir que llegue al poder la derecha. Un país de psicóticos. Un país cuya política no puede ser comprendida por ningún extranjero, no porque sea complicada, sino porque es demencial. Un país en que en una sola semana el peronismo actual se enfrentó al escándalo de que sus índices de pobreza sean mayores que la media del peronismo de los noventa, a la vergüenza de la falsificación de esos mismos índices de pobreza, a la ignominia de la remoción de Bonadio y al oprobio de haber perdido hasta el segundo lugar en la ciudad, y sin embargo el lunes pudo festejar por la disminución de la distancia porcentual… ¡entre dos candidatos opositores! En Europa no se consigue.
Son milagros del sesgo peronista, el que nos convenció de que los derechos sociales fueron inventados por el peronismo aunque ninguna de las grandes leyes sociales argentinas haya sido sancionada por un gobierno peronista; el que jura que el peronismo es el gran distribuidor de la riqueza nacional sin aportar una sola prueba estadística y a pesar de que los mayores ajustes económico-sociales de nuestra historia (1975 y 2002) hayan sido realizados por gobiernos peronistas; el que reconoce al peronismo el lugar de la unidad nacional aunque casi todas sus gestiones terminaron en una variante violenta o moderada de la guerra civil.
Es el sesgo peronista; el que sigue mencionando «los muertos de De la Rúa» aunque 25 de las 38 víctimas de diciembre de 2001 hayan caído a manos de policías manejadas por gobernadores peronistas; el que se olvida sistemáticamente de las tres décadas continuas de gobierno de las que el peronismo disfrutó con Perón, Menem y Kirchner, caso único en la historia nacional, así como de los veinticuatro años de los últimos veintiséis gobernados por el peronismo sin que ningún peronista se sintiera obligado jamás a dar explicaciones de lo que han hecho con el país.
El sesgo peronista, nuestro particular síndrome de Estocolmo, nuestra inextinguible vocación de ser sociedad mujer-golpeada frente al Pejota, marido golpeador. El sesgo peronista; la maldición del país civil y próspero que pudo ser y acaso nunca será; la distorsión sistemática de la comprensión de las cosas más elementales que por incapacidad o por razones aún menos nobles nadie parece dispuesto a abandonar.
(Publicado originalmente en La Nación el 23 de julio de 2015 y reproducido con permiso del autor.)