Los acuerdos políticos no son mala palabra, por Luis Alberto Romero

En las elecciones del 24 de febrero de 1946, la Unión Democrática fue derrotada por la coalición que encabezaba Perón. Desde entonces, la UD ha tenido muy mala prensa: muchos coinciden en que fue un acuerdo espurio, realizado con el único propósito de oponerse a Perón y destinado al fracaso. Más aún, cualquier convergencia política que se organice para enfrentar al peronismo es inmediatamente comparada con aquella Unión Democrática.

Se trata de una versión mítica, creada por sus adversarios. Para desmitificarla, hay que comenzar con una precisión: la Unión Democrática existió mucho antes de que Perón entrara en escena. Incluso puede decirse que la candidatura del coronel, surgida del golpe militar de 1943, tenía como propósito evitar su seguro triunfo.

La Unión Democrática comenzó a gestarse a mediados de los años 30, en el seno del frente antifascista, un vasto movimiento social y cultural de oposición al fascismo. En 1936, la Guerra Civil española generó una corriente de solidaridad con la República. Animada por grupos liberales, democráticos, socialistas y comunistas, arraigó en infinidad de organizaciones sociales: los centros hispanos -gallegos, asturianos-, los sindicatos, los núcleos intelectuales, las federaciones de estudiantes y otras muchas surgidas ad hoc en todo el país. Sus adherentes coincidían en oponerse al gobierno conservador y fraudulento; pero en 1937 eso no bastó para concretar una opción política, quizá porque no era fácil imaginar un Hitler en las figuras de Justo u Ortiz.

El movimiento se revitalizó con la Segunda Guerra Mundial. Los antifascistas, organizados en Acción Argentina, se alinearon con los aliados, pero su conformación había cambiado un poco. Se sumaron grupos de la derecha liberal; los comunistas se retiraron durante el acuerdo entre Stalin y Hitler, y surgió un grupo de neutralistas, reclutado a derecha e izquierda. En 1943, en vísperas de las elecciones presidenciales, los partidos vinculados con el antifascismo estaban cerca de una alianza política, quizá encabezada por el general Justo.

En junio de 1943 se produjo el golpe militar del GOU, neutralista y filo alemán. Detrás de esos militares emergía otro movimiento cultural, ideológico y social surgido en los años 30, tan denso como el antifascista. De carácter antiliberal, lo animaron nacionalistas, conservadores autoritarios y, sobre todo, militantes católicos, en tiempos en que la Iglesia de Pío XI y Pío XII aspiraba a restaurar en el mundo un orden social y político católico. Esta corriente arraigó en el Ejército, sumando la espada a la cruz. Las parroquias lo desarrollaron en las sociedades barriales, y los jóvenes nacionalistas y de Acción Católica animaron las calles vivando a Hitler y a Cristo Rey. Se hacía fuerte la Argentina antiliberal, nacionalista, y católica que venía gestándose desde fines del siglo XIX.

El antifascismo había encontrado en el GOU a su Hitler local. Perseguido por la policía, con sus líderes exiliados en Montevideo, se galvanizó. En 1944 la oposición ganó las calles, celebró la liberación de París y empezó a limar las asperezas entre las fuerzas políticas afines, preparándose para hacerse cargo del gobierno cuando el triunfo de los aliados desalojara en el mundo a los amigos de los nazis.

Perón cambió el juego. Militar, admirador de Mussolini, miembro prominente del GOU, construyó desde el poder una fuerza política que salvó a la revolución de junio de un final catastrófico. Desechó las viejas divisiones y cosechó aliados en todas partes: radicales, socialistas, conservadores, católicos y nacionalistas. Sobre todo, incorporó a los dirigentes sindicales, que eran hasta entonces uno de los pilares del antifascismo. Pero no perdió sus bases iniciales, el Ejército y el nacionalismo católico. Sumando el aparato gubernamental, pudo competir con una Unión Democrática, debilitada por las deserciones y por las reticencias de los partidos, que limitaron su acuerdo a la fórmula presidencial.

En febrero de 1946 no se enfrentaron dos proyectos radicalmente diferentes o antagónicos. Lo serían después, pero por entonces tenían mucho en común, pues ambos recogían la experiencia democratizadora y las ideas del Estado de Bienestar surgidas durante la Guerra Mundial. La Unión Democrática las tomó de la social democracia, mientras que Perón mezcló el laborismo inglés con Mussolini y la doctrina social de la Iglesia. Su credibilidad era mayor: hablaba desde el poder y ya había puesto en práctica mucho de lo que ofrecía.

Las diferencias provenían de sus tradiciones. La Unión Democrática continuó la tradición liberal y laica, y puso el acento en la Constitución, las libertades, las instituciones democráticas y la civilidad. Perón en cambio asumió y renovó la tradición antiliberal del nacionalismo, el catolicismo y el Ejército. Exagerando las diferencias, la Unión Democrática lo calificó de «nazi fascista» y él los identificó con «la oligarquía y el capitalismo». En realidad, la democracia era un valor compartido. Pero la Unión Democrática la enlazó con la Constitución y las instituciones republicanas; Perón habló en cambio de una democracia «real», diferente y superior a la «meramente formal». Más allá del horizonte común, estas diferencias se convirtieron hasta hoy en un parte-aguas de la política argentina.

La elección fue reñida y de resultado incierto. Contra lo que supone el mito peronista, la Unión Democrática sufrió una derrota ajustada y digna. Perón triunfó con una diferencia de 250.000 votos, sobre un padrón de tres millones de votantes, es decir, 10 puntos porcentuales.

Hubo cuestiones circunstanciales quizá decisivas, como la deserción de muchos conservadores o el tema Braden. Pero la mayor debilidad de la Unión Democrática estuvo en la fragilidad del acuerdo político que la sustentó. Pese al consistente apoyo de sus electores, los partidos no se comprometieron plenamente. Había una vieja competencia entre socialistas y comunistas; los radicales celaron de los socialistas y rechazaron tajantemente a los conservadores. Los comunistas aportaron mucho a la unidad, excepto cuando Moscú les hacia cambiar de línea. La participación del radicalismo, dividido en unionistas e intransigentes, fue tardía y reticente. Los intransigentes -Sabattini, Balbín- reivindicaron las ideas de Yrigoyen: el radicalismo es el pueblo, y cualquier acuerdo con el «régimen falaz y descreído» -conservadores o socialistas- era un «contubernio».

El acuerdo se concretó tres meses antes de las elecciones. No hubo tiempo para desarrollar la propuesta social y económica, que hubiera dado mayor densidad al tema de la Constitución. Además, sus dirigentes no podían o no sabían improvisar sobre la marcha, como hizo Perón con el caso Braden. Con un golpe de efecto blanqueó sus viejas simpatías con Mussolini y se enancó en el renovado nacionalismo antiimperialista de posguerra, mientras sus competidores seguían apelando a la denuncia del nazi-fascismo.

Los intransigentes y los peronistas coincidieron en su diagnóstico: la derrota era consecuencia de un acuerdo contra natura. Quedó instalada en el sentido común la idea de que cualquier acuerdo entre partidos se basa en el engaño, y que lo único auténtico es el encolumnamiento singular detrás de un líder. Resulta un pesado lastre para quienes conciben a la democracia como un universo plural, donde conviven y compiten intereses e ideas diversos y contradictorios, que construyen acuerdos. Es algo más que el «consenso», una palabra débil, alusiva a una idílica unidad, que elude la controversia. En democracia, los acuerdos exigen discusiones recias, que pongan sobre la mesa las diferencias y se construyan con objetivos definidos.

En la Argentina de hoy ese objetivo existe: hay que reconstruir todo lo roto o dañado en las últimas décadas. Hay una amplia zona de coincidencias, y una tarea inmensa, que sólo puede encarar un gobierno de convergencia. Pero en nuestro país, donde las transacciones políticas personales son sencillas, los acuerdos honestos y firmes son difíciles de construir. Es un aprendizaje que nos falta hacer.

(Publicado originalmente en La Nación el 23 de febrero de 2015 y reproducido con permiso del autor).