Lo que la ideología no explica, por Roberto Gargarella

En los últimos tiempos, ha tomado fuerza una pregunta parecida a la siguiente: ¿puede verse a la híper-corrupción como un elemento inherente o necesario en los gobiernos “populistas” o “progresistas” que predominaron en la región en los últimos 10 años? Quisiera abordar esta cuestión desde varios ángulos.

En primer lugar, me adelantaría a responder a la misma con un “no” rotundo. De ningún modo una política distributiva más amplia “necesita” la práctica sistemática de híper-corrupción, como la que caracterizó a los gobiernos de los Kirchner en la Argentina, Lula en Brasil, o Chávez en Venezuela. No “necesitaron” la híper-corrupción la socialdemocracia alemana, ni el socialismo democrático escandinavo, ni el socialismo de Allende, ni el “progresismo uruguayo,” en tiempos históricos, momentos sociales y ámbitos geográficos muy diferentes (lo que ayuda a bloquear la respuesta “siempre lista” que niega todo diciendo: “es que se trataba de otro contexto”).

En segundo lugar, desafiaría a la pregunta inicial por considerar “progresista” (o, mucho peor, de “izquierda”) a gobiernos que no cambiaron radical ni fundamentalmente la estructura distributiva existente; no cuestionaron el derecho de propiedad; no modificaron significativamente el orden impositivo; terminaron con niveles de desigualdad más o menos iguales, sino mayores, que cuando comenzaron; no atacaron la renta financiera de modo decisivo; y, sobre todo, no democratizaron la política ni la economía, concentrando todavía más estructuras políticas y económicas ya muy concentradas.

En tercer lugar, diría que la pregunta en cuestión ha propiciado de modo habitual dos respuestas más bien contrarias, y que parecen ambas, en el mejor de los casos, fuertemente incompletas: la respuesta “ideológica” y la “moralista.” La primera está interesada en afirmar –y sobre todo en “salvar”- el componente “progresista” o “izquierdista” de los gobiernos anteriores; mientras que la segunda está preocupada por subrayar el carácter “inmoral” de sus líderes. En lo personal tengo posición tomada al respecto (lo he dicho ya, no creo que pueda hablarse de aquellos como gobiernos “progresistas,” y además –agregaría- reconozco un mundo de diferencias entre, por poner algún caso, la ética krausista/yrigoyenista de Raúl Alfonsín y el pragmatismo depredatorio de Néstor Kirchner). En todo caso, prefiero resistir ambas respuestas, por el modo en que acentúan el componente personalista o heroico de la política.

Frente a tales senderos de respuesta, preferiría explorar otro que nos refiere más directamente al aspecto estructural, antes que motivacional, de la política, y que sería la siguiente. A resultas del excepcional incremento en el precio de exportación de las commodities, los gobiernos latinoamericanos, luego del 2002, alcanzaron tasas de crecimiento económico extraordinarias -un promedio del 5.5 anual entre 2004 y 2007- que permitieron generar beneficios sociales (i.e., recuperación de los niveles de empleo seriamente afectados a resultas de los programas de ajuste económico de los años 90), sin poner en cuestión las formas de acumulación desiguales, informales y abusivas, tradicionales en la región. Se trató de una situación con ciertos “parecidos de familia” relevantes con la que caracterizó a los gobiernos “populistas” de los años 40, beneficiados también –al menos por una década- por cambios significativos en el escenario local e internacional -exportación de materias primas y sustitución de importaciones en los años de la Segunda Guerra Mundial.

Entre aquellos gobiernos y estos recientes hay otro elemento adicional, en común, que es aquel sobre el cual querría poner el foco: el de la discrecionalidad política (o la falta de controles populares o democráticos sobre la política y la economía). Queda entonces mejor definido, según entiendo, el cuadro desde el cual puede entenderse más apropiadamente el carácter “inherente” o no de la corrupción asociada con cierto modelo institucional, político y económico. Digámoslo así: en el marco de fuertes desigualdades económicas y un sistema político híper-discrecional o débilmente democrático, el crecimiento económico extraordinario suele generar una corrupción extraordinaria –hablemos de la Rusia de Putin, la Venezuela de Chávez, o la Argentina de Kirchner. Ni la ideología política ni la moral personal explican mucho, por sí solas, en tales casos.

(Publicado originalmente en Clarín el 26 de enero de 2017 y reproducido con permiso del autor).