La virtud escéptica de la tolerancia, por Alejandro Cassini

El 27 de febrero de 2015 los medios de comunicación de todo el mundo divulgaron un video en el que aparecen algunos miembros del movimiento autodenominado Estado Islámico en el interior del Museo Central de Mosul, al norte de Irak, una ciudad que se encuentra bajo el dominio de las milicias de este grupo político-religioso de marcado carácter fundamentalista. Allí, puede verse a un grupo de personas vestidas a la manera tradicional de Oriente Medio que procede a destruir a martillazos diversas estatuas que se exhibían en ese museo. Las milenarias piezas, de enorme valor histórico, procedían de los imperios asirio y acadio. Al comienzo del video, un representante de Estado Islámico justifica la destrucción de las estatuas afirmando que se trata de ídolos de una cultura politeísta, condenada por Dios. También cita en su apoyo al profeta Mahoma, cuando ordenó la destrucción de los ídolos de La Meca. Una semana después, el 7 de marzo, se informó sobre la destrucción de monumentos asirios que tenían más de tres mil años de antigüedad en la cercana ciudad de Nimrud, también dominada por los fundamentalistas. La justificación ofrecida para esos actos fue que tales esculturas son “sacrílegas” y promueven la “idolatría”. Al día siguiente, se conoció la destrucción de reliquias en la histórica ciudad de Hatra y dos días después en la de Jorsabad. Es de esperar que se sigan produciendo otros hechos de la misma naturaleza en todas las ciudades que caigan bajo el dominio de Estado Islámico.

Estos atentados al patrimonio cultural de la humanidad produjeron, con toda razón, la indignación y el estupor de gran parte del mundo civilizado, incluso de muchos sectores musulmanes. Resultan, por lo demás, acciones coherentes con la ideología y la práctica de Estado Islámico, un grupo de fanáticos que se enorgullece de ejecutar de manera teatral a sus rehenes y considera que esos crímenes de lesa humanidad son actos políticos legítimos y justificables. Quienes los cometen, qué duda cabe, son inmunes a toda evidencia y a cualquier forma de argumentación racional, por lo que no debe esperarse que el mero repudio generalizado de su accionar pueda hacer mella en sus creencias ni modificar sus comportamientos. No obstante, me parece importante analizar algunas de las raíces ideológicas de esta clase de comportamiento aparentemente irracional.

Todo fanático tiene una certeza absoluta en la verdad de sus creencias, a las que considera infalibles y fuera de toda discusión. En muchos casos, también está dispuesto a dar su vida por esas creencias, llegando incluso, como ocurre, desgraciadamente con frecuencia, a la autoinmolación suicida. En la consecución de sus ideales utópicos no duda en suscribir la máxima según la cual el fin justifica los medios. Cuando el asesinato liso y llano de los que piensan diferente le parece el único medio para lograr sus fines, no sólo no vacila en cometerlo, sino que, además, intenta justificarlo apelando a sus propios dogmas. Nunca se arrepiente de sus actos, incluso aunque reconozca que no eran el único medio viable para conseguir sus fines. Cuando se lo critica por sus crímenes pasados, los justifica diciendo que creía sinceramente en lo que hacía y que estaba dispuesto a arriesgar su propia vida por sus creencias. Pero es obvio que la certeza subjetiva en la corrección de las propias ideas no es capaz de legitimar ninguna causa. Como contraejemplo basta pensar en el nazismo: sus partidarios creían ciegamente en sus ideales y estaban dispuestos a dar su vida por el Führer; de hecho, así lo hicieron por millones. Esta es la lógica de todo terrorista, cualquiera sea su orientación ideológica. En nuestro país, todos los que tomaron el camino de la lucha armada en las décadas de 1960 y 1970 (con raras excepciones) pensaban, y siguen pensando, de ese modo. No han hecho autocrítica, ni pueden hacerla a menos que renuncien a su ideología. Este hecho es común a todos los fundamentalismos políticos: la propia ideología es inmune a la crítica y, como consecuencia, impide por principio toda autocrítica.

En la raíz de este modo de pensar se encuentra una actitud religiosa, propia de todas las religiones dogmáticas o doctrinarias, trasladada a la política. Para cualquier fundamentalista, y no sólo musulmán, estos dos ámbitos son inseparables. No puede por principio existir una esfera política que sea neutral o independiente de los dogmas religiosos. La religión lo abarca todo y lo regula todo, tanto la vida privada como pública de los hombres y mujeres de cualquier sociedad. Ninguna norma ni autoridad puede estar por encima de la autoridad divina. Es la actitud de muchos cristianos antiguos y medievales, de Lutero y Calvino, del integrismo católico moderno y de todos los fundamentalismos islámicos. También es la actitud de los totalitarismos como el comunismo, el fascismo y el nazismo, que han sido calificados, acertadamente en mi opinión, como religiones políticas de carácter laico o secular. En todos estos sistemas, donde la ideología se vuelve dogma infalible, se diluye la distinción entre vida privada y vida pública; la ideología se extiende a todos los aspectos de la vida individual y colectiva. Hacia el final de su libro El año I de la revolución rusa, Víctor Serge desliza esta reveladora afirmación: “El más grande elogio que se puede hacer de un comunista es decir de él ‘que no tiene vida privada’, que su vida se confunde enteramente con la historia”. La consecuencia inevitable de esta actitud es la represión de toda libertad individual, incluso de las manifestaciones aparentemente más inocuas, como el modo de vestir. Tzvetan Todorov, al comienzo de su libro Los enemigos íntimos de la democracia, recuerda el ambiente de la dictadura comunista en su Bulgaria natal con estos términos:

«Vigilaban todos los aspectos de nuestra vida, y el menor desvío respecto de la línea impuesta podía ser denunciado […]: elegir dónde vivir y en qué trabajar, incluso cosas tan banales como preferir un tipo de ropa u otro. Llevar minifalda o un pantalón demasiado ceñido (o demasiado ancho) era severamente castigado. La primera vez podían llevarte a la comisaría y darte un par de bofetadas, pero en caso de reincidencia podías acabar en un campo de “reeducación” del que nadie tenía garantías de salir vivo.»

La vigilancia y el control de los menores aspectos de la vida privada son característicos de todos los totalitarismos, que no pueden admitir ninguna iniciativa individual. La obsesión de los fundamentalistas islámicos con la conducta pública y la vestimenta, muy especialmente de las mujeres, tiene una matriz ideológica semejante, pero en este caso fundada en los dogmas religiosos y la tradición. Para el fundamentalista, en un estado islámico nadie debe ni puede tener vida privada.

La clave que permite comprender estos comportamientos consiste en reconocer que la certeza de la posesión de una verdad absoluta es incompatible con la tolerancia y el pluralismo que caracterizan a las democracias liberales. La aceptación de que es legítima la coexistencia de múltiples creencias y modos de vida en una misma sociedad sólo se hizo posible después de la Ilustración, al cabo de un largo proceso histórico por el cual todavía el Islam no ha pasado. Por esta razón, el modo de pensar propio de los fundamentalistas islámicos, al igual que el de los integristas católicos, debe considerarse pre-moderno. La tolerancia de la pluralidad religiosa, por ejemplo, sólo pudo emerger como una consecuencia del escepticismo sobre los asuntos divinos. Cuando la crítica ilustrada a la religión convenció a la mayoría de las élites intelectuales de que no es posible el conocimiento teológico (este es un resultado de la teoría del conocimiento de Kant, que sobre esta cuestión es un ilustrado), de que no hay pruebas válidas de la existencia (o la inexistencia) de los dioses, ni mucho menos de sus propiedades y de sus acciones, la creencia religiosa pasó a ser un asunto privado, sobre el cual no se puede reclamar conocimiento ni verdad. A partir de ese momento se hizo posible ser agnóstico, suspender el juicio sobre las cuestiones teológicas, sin por ello cometer un acto que pudiera ser objeto de condena moral o jurídica. Este fue un proceso histórico extenso y complejo que todavía no se halla completamente consumado en Occidente y que en el mundo islámico apenas si ha comenzado.

Del mismo modo, la tolerancia de diferentes creencias políticas y de diferentes modos de vida presupone alguna forma de escepticismo sobre la posesión de la verdad acerca de los asuntos políticos y sociales. Más precisamente, una declinación de las ideologías totales y de las utopías, que, casi sin excepción, han sido autoritarias e intolerantes de la diversidad. Sin alguna forma de escepticismo sobre las cuestiones políticas y religiosas no son posibles el pluralismo ni la tolerancia tal como actualmente los entendemos. Es obvio que sólo puede haber una única verdad acerca de un mismo asunto, pero pueden existir muchas creencias diferentes e incompatibles entre sí, todas ellas igualmente bien justificadas. La raíz de la tolerancia de la diversidad se encuentra en el reconocimiento de que la Verdad (con mayúscula) es en general inalcanzable y de que, en el mejor de los casos, sólo podemos conocer algunas verdades particulares y limitadas.

Las cosas no son tan diferentes en el campo de las ciencias, incluso en la matemática o las ciencias físicas. El pluralismo se funda en la incertidumbre. Admitimos una pluralidad de teorías de conjuntos no equivalentes entre sí porque no hemos podido probar la verdad de ninguna de ellas, esto es, no hemos podido probar que alguna de ellas es consistente y las demás son inconsistentes. El día en que pueda demostrarse que sólo hay una teoría de conjuntos consistente, el pluralismo matemático habrá llegado a su fin. En las ciencias naturales admitimos diversas teorías rivales sobre un mismo dominio de fenómenos solamente porque reconocemos que no podemos probar la verdad de ninguna de ellas. En otros casos, como ocurre respecto del origen de la vida, la conciencia o el lenguaje, simplemente sabemos que no tenemos conocimiento alguno, que se trata de asuntos completamente inciertos. Acerca de las cuestiones que creemos conocer con certeza no somos, ni podemos ser, tolerantes o pluralistas. Por ejemplo, durante siglos los filósofos discutieron acerca de si la velocidad de la luz era finita o infinita. Todos los argumentos que ofrecieron son inconcluyentes, porque se trata de una cuestión empírica que, como comprendió Galileo, sólo puede resolverse mediante experimentos de medición. Cuando logró medirse la velocidad de la luz, se inició un largo proceso de perfeccionamiento de los instrumentos y de convergencia de los resultados experimentales. Desde hace ya unos años ese proceso está terminado y hoy podemos decir que conocemos con toda certeza cuál es la velocidad de la luz: ésta se mueve en el vacío exactamente a 299.972,458 kilómetros por segundo. No es esperable que este valor cambie en el futuro, salvo refinamientos en el algún decimal que no tienen consecuencias prácticas relevantes. Creemos que esta es una verdad adquirida y por esa misma razón no podemos ser tolerantes con la diversidad. Actualmente no es admisible que un profesor de ciencias o un libro de texto afirmen que la velocidad de la luz es infinita (como sostuvieron Aristóteles, Tomás de Aquino o Descartes) o que tiene otro orden de magnitud. Y de hecho nadie lo hace. A lo sumo, aceptamos algún redondeo o aproximación para fines prácticos (los usuales 300.000 kilómetros por segundo), pero ya no es posible el pluralismo o la diversidad de opiniones sobre este asunto. Ello es así, porque creemos (justificadamente) que tenemos conocimiento. En cambio, cuando se trata de teorías generales acerca de la naturaleza de la luz, reconocemos que sólo disponemos de conjeturas (si acaso, bien confirmadas por la experiencia) cuya verdad no puede ser garantizada.

En el campo de la política la situación es un poco diferente. No existe nada parecido a un consenso generalizado como el que se encuentra en la matemática o las ciencias naturales acerca de ciertos hechos o demostraciones. Sobre la organización de la sociedad y la mejor manera de vivir la vida de cada uno no hay ni puede haber verdades inmutables, sino, a lo sumo, opiniones razonadas. La política es, por principio, el ámbito de los intereses, los sentimientos y las pasiones, sobre los cuales no hay conocimiento, sino mera opinión. No se puede reclamar verdad sobre estos asuntos humanos, sino sólo creencias razonables. En última instancia, la verdad de las ideas políticas no es relevante para su eficacia; lo decisivo es que tales ideas sean creídas. De allí la importancia política de la censura y la propaganda, pilares de los sistemas totalitarios y de los fundamentalismos religiosos. En la novela de Leonardo Padura El hombre que amaba a los perros, una comunista convencida le responde a su hijo, Ramón Mercader, el asesino de Trotsky, cuando le objeta el carácter falso de sus afirmaciones: “Aun así, si fuera mentira, de todas maneras lo convertiremos en verdad. Y eso es lo que importa: lo que la gente cree”.

Es fácil comprobar que todos los sistemas totalitarios y todos los fundamentalismos religiosos, basados en una ideología comprehensiva que pretende dar respuesta a todas las preguntas vitales, rechazaron la democracia liberal. Este repudio de la democracia parlamentaria, calificada como burguesa o puramente formal, es una de las tantas características que el comunismo, el fascismo y el nazismo tienen en común. También los populismos más extremos tienden a adoptar esta actitud. La raíz de las críticas totalitarias a la democracia liberal proviene esencialmente de la aversión al pluralismo que es intrínseca a todos estos sistemas. A su vez, el rechazo del pluralismo se funda en la pretensión de poseer una verdad definitiva e indiscutible acerca de la organización de la sociedad y de los fines últimos de la vida humana. La revelación de la verdad absoluta, al igual que en las religiones dogmáticas, se atribuye a un líder que generalmente es a la vez una persona de pensamiento y de acción. Las verdades reveladas por este líder no son susceptibles de ser modificadas en ningún respecto; a lo sumo, pueden ser completadas o desarrolladas por algún sucesor capaz de asumir el liderazgo intelectual. Los líderes que revelaron estas verdades, al igual que los profetas, se consideran infalibles. Pueden ser interpretados, pero no criticados. Cualquier error es atribuible a la exégesis, pero nunca a la fuente de sabiduría, que, como en las religiones doctrinarias, es infalible por principio. Si la verdad no es evidente en las fuentes, en los escritos del líder, es porque está oculta y debe buscársela. Si no se la encuentra, es porque no se la ha buscado de la manera adecuada.

Hay muchos ejemplos históricos de la encarnación política de esta actitud típica del fundamentalismo religioso. Los paredones de todos los pueblos de la Italia fascista exhibieron una y otra vez la leyenda según la cual il Duce ha sempre ragione, una afirmación que los propios miembros del Gran Consejo Fascista se encargaron de desmentir cuando en 1943 destituyeron a Mussolini. Unos años antes, Lenin había dado el tono de religión dogmática que siempre caracterizó a las doctrinas totalitarias cuando en 1913, al comienzo de un breve artículo titulado “Las tres fuentes y las tres partes integrantes del marxismo”, escribió de manera solemne que “el marxismo es todopoderoso porque es verdadero”. Ese apotegma estuvo grabado en una estatua de Marx que se exhibió públicamente en Moscú durante toda la era soviética. El lenguaje religioso es aquí evidente. Con todas sus limitaciones, el concepto de religión política, que se acuñó para dar cuenta de las doctrinas totalitarias, captura un elemento esencial de éstas. Tanto el comunismo como el nazismo y el fascismo se conciben a sí mismos como sustitutos de las religiones tradicionales, por las que sienten desprecio u hostilidad. Sin embargo, mantienen el espíritu dogmático propio de los fundamentalismos religiosos más extremos. Este es un rasgo que Bertrand Russell advirtió tempranamente con notable lucidez. Después de su visita a la Rusia soviética en 1920 (cuando todavía no se había creado la URSS), publicó el breve pero notable ensayo político que tituló La práctica y la teoría del bolchevismo. Allí, entre otras aserciones extraordinariamente lúcidas, puede leerse que “el bolchevismo no es meramente una doctrina política; es también una religión con dogmas elaborados y escrituras sagradas”; y que “entre las religiones el bolchevismo debe clasificarse junto con el islamismo, más bien que con el cristianismo y el budismo”, porque, al igual que el islam “está interesado en ganar el imperio de este mundo”.

El análisis de Russell acierta en un punto clave: la pretensión de poseer una teoría compuesta por verdades definitivas e incuestionables, como era para Lenin el marxismo, no sólo no es característica del espíritu científico, sino que es claramente anticientífica. Russell dice de manera concisa y categórica que “la ciencia es escepticismo organizado” y que la actitud científica consiste en creer “aquello para lo cual se encuentra evidencia y nada más”. Desde este punto de vista, el socialismo científico, que Engels señalaba como la característica distintiva del marxismo frente a los socialismos utópicos, no es una ciencia en absoluto, sino, en todo caso, un dogma de fe o una pura ideología. La idea misma de un socialismo científico, tal como la formulan todos los marxistas clásicos, presupone un concepto de ciencia como acumulación de verdades definitivas, una suerte de realismo ingenuo que ha sido abandonado por la gran mayoría de los científicos y filósofos hace ya un siglo, si no más. Karl Popper expresaba bien el espíritu de su tiempo y de la nueva concepción no dogmática de la ciencia cuando sostenía, ya en la década de 1930, que el marxismo constituía un ejemplo paradigmático de seudociencia a causa de su pretensión de infalibilidad y su carácter inmune a toda crítica. En contraposición a esa actitud dogmática, la auténtica actitud científica en política no puede consistir sino en el examen crítico de todas las ideologías y la desconfianza escéptica respecto de cualquier utopía. Como decía Russell, una concepción racional de la política implica abandonar la certeza militante acerca de asuntos que son intrínsecamente dudosos.

Los totalitarismos, siempre han buscado revestir a sus dogmas de carácter científico, suponiendo así, sobre la base de una idea errónea del conocimiento científico, que se los consagraba como verdades. La pretensión cientificista, o mejor seudocientífica, de legitimar una doctrina política sobre la base de verdades conocidas por la ciencia alcanzó extremos ridículos con la idea nazi de una “ciencia aria”, antítesis de una supuesta “ciencia judía” en la cual se incluía a la teoría de la relatividad de Einstein. En Alemania, la campaña contra Einstein contó incluso con el apoyo de físicos eminentes, como el premio Nobel Philipp Lenard. No menos ridícula fue la pretensión estalinista de que existe una “ciencia proletaria” opuesta a la “ciencia burguesa” occidental, donde se incluía a la genética mendeliana. Más en general, la oposición a determinadas hipótesis o teorías científicas por razones políticas es característica de las ideologías totalitarias y de todas las religiones políticas. El caso de la genética en la Unión Soviética, el célebre caso Lysenko, que llevó a muchos biólogos y académicos a los campos del Gulag, es uno de los más notables y ha sido estudiado con detalle. Stalin era un convencido lamarckiano, pero no por razones internas a la biología, sobre la cual sabía bastante poco, sino por su marxismo militante. Su ideología del hombre nuevo (otra idea o mito común al comunismo, el fascismo y el nazismo) debía hacer posible la célebre “ingeniería del alma humana” implementada por los bolcheviques en 1917. Los caracteres adquiridos debían ser heredables para posibilitar la construcción de la sociedad futura en la cual los buenos comunistas engendraran hijos comunistas. De otro modo, el terror y la represión deberían ser permanentes para asegurar la homogeneidad del pensamiento, cosa que de hecho terminó por ocurrir ante la recalcitrante resistencia al pensamiento único que presentaban las nuevas y viejas generaciones. Todavía se conserva un resabio de esta actitud en la persistente oposición de los teóricos de izquierda (incluso en biólogos tan respetables como Stephen Jay Gould o Richard Lewontin) a toda forma de determinismo genético o incluso de condicionamiento biológico del comportamiento. Por cierto, estas son hipótesis que están lejos de encontrarse bien confirmadas, pero, en cualquier caso, si tienen carácter científico, deberán ser refutadas experimentalmente por los propios biólogos. No son cuestiones políticas que puedan decidirse a voluntad o por la mera conformidad con una determinada ideología.

La pretensión de poseer verdades definitivas siempre conlleva el riesgo de la intolerancia respecto de cualquier creencia alternativa al dogma establecido. Los integrantes de Estado Islámico ejemplificaron perfectamente esta clase de intolerancia cuando, además de destruir estatuas y monumentos, quemaron una gran cantidad de manuscritos antiguos. Para ellos, cualquier obra escrita que sea incompatible con los dogmas del Islam, adecuadamente interpretados, está por principio equivocada. Y, según su razonamiento, dado que el error no puede ser tolerado, esas obras no merecen subsistir. Con esa actitud honraron otra de las acciones típicas de los totalitarismos y de las dictaduras en general: la quema de libros. Se recordará que en la tristemente célebre “acción contra el espíritu anti-alemán”, el 10 de mayo de 1933 Joseph Goebbels presidió una masiva quema de libros en la plaza de la Ópera de Berlín, que contó con el apoyo de grandes multitudes. Ejemplos como este, por desgracia, se podrían multiplicar ad nauseam en la historia de la humanidad. La destrucción de la sabiduría antigua, que nunca podrá ser recuperada, no es para los fundamentalistas y fanáticos un crimen, sino un acto de justicia, una liberación de las cadenas de la ignorancia. Es difícil imaginar un conflicto de valores más extremo con los de la democracia liberal y pluralista.

Estado Islámico representa una forma extrema de religión política basada en un dogma inmutable. Pero en este caso, se trata de un dogma de fe que, a diferencia de las ideologías de los totalitarismos del siglo XX, no pretende tener ninguna forma de justificación apelando a la ciencia. De hecho, sus partidarios ignoran y desprecian completamente el conocimiento científico. Su pensamiento, su discurso y sus acciones están claramente dominados por creencias pre-modernas y pre-científicas, completamente ajenas a toda ilustración. Es una pura fe irracional. Resulta irónico que los intelectuales de Occidente hayan discutido largamente acerca de la posmodernidad cuando una buena parte del género humano no ha alcanzado siquiera la modernidad en su modo de pensar. Desde hace unos años, en pleno siglo XXI, hemos tenido que tomar conciencia de este hecho, que cuestiona cualquier optimismo ingenuo en el progreso moral de la humanidad. Los fundamentalistas de Estado Islámico constituyen un grupo potencialmente genocida, para quien la eliminación física de todos los que tienen creencias diferentes está plenamente justificada. No dudarían en llevarla a cabo en caso de que accedieran a los medios materiales adecuados. Si, además, lograran su objetivo de constituir un estado, el resultado sería un nuevo totalitarismo con un altísimo grado de represión interna y de persecución ideológica y religiosa. Un retroceso político y moral como hace muchas décadas que no se produce en el mundo.

Es casi imposible concebir alguna razón que pudiera persuadir a los fundamentalistas de Estado Islámico de desistir en sus acciones destructivas y criminales. El filósofo austríaco Hubert Schleichert, en su bello pero doloroso libro Cómo discutir con un fundamentalista sin perder la razón, ha reflexionado de manera penetrante sobre los límites de la argumentación racional frente al fanatismo y las ideologías. Ha advertido con claridad la persistencia de los dogmas y su carácter impermeable tanto a la experiencia como a la razón, es decir, frente a cualquier fuente de conocimiento. Las ideologías, tanto políticas como religiosas, no son susceptibles de ser refutadas por ninguna evidencia o argumento. Son incluso resistentes ante la exhibición de cualquier incoherencia o inconsistencia interna. Es imposible, por tanto, esperar que la crítica racional tenga algún efecto sobre ellas.

¿Qué puede hacerse, entonces, ante el avance de los fundamentalismos político-religiosos? Según Schleichert, las ideologías sólo son susceptibles de ser erosionadas lentamente, desde el exterior, por decirlo así, por aquellos que no las comparten. Para ello se requiere una actitud de distanciamiento como la que se da en la ironía. Schleichert señala en su libro el poder subversivo de la risa, una actitud que ninguna ideología puede tolerar. En la Alemania nazi y en la Rusia soviética, los chistes sobre Hitler o sobre Stalin eran castigados con la máxima severidad, incluso con la pena de muerte. La reacción que produjeron entre los fundamentalistas islámicos unas simples caricaturas de Mahoma es una prueba contundente de lo acertado de sus ideas. Sin embargo, la subversión de una ideología es un proceso muy largo, cuya conclusión no es fácilmente previsible. En cierto sentido, las ideologías nunca desaparecen del todo, simplemente se eclipsan, pero siempre pueden renacer y encontrar un terreno fértil, generalmente abonado por la ignorancia o la desesperación, donde propagarse. A largo plazo, alguna forma de ilustración es el único antídoto contra los fanáticos y fundamentalistas. En lo inmediato, por desgracia, hay que reconocer la impotencia y los límites de la razón humana.