La victoria de Trump: ¿se suicida la democracia más antigua?, por Julio Montero

Estados Unidos es la democracia moderna más antigua del mundo. A pesar de las críticas que uno pueda hacerle, el país jamás se apartó del estado de derecho y la ciudadanía apostó siempre por resolver sus problemas por la vía institucional. Esta confianza se tradujo en una hegemonía de sus dos grandes partidos, cuyos líderes suscriben un sólido acuerdo sobre el respeto por las libertades civiles, la división de poderes y el valor del consenso.

Para muchos liberales, la victoria de Donald Trump amenaza seriamente estos baluartes. Se trata de un candidato con un discurso misógino, xenófobo y racista. Su campaña fue montada como un show mediático de tintes populistas y agitó la promesa de deportaciones masivas, restricción de las libertades, y retorno a la vieja política exterior aislacionista. No es descabellado temer que el ciclo de la democracia estadounidense esté transitando el camino del declive. O al menos eso creen los millones de ciudadanos/as que tras su sorpresiva victoria se lanzaron a las calles a expresar su rechazo. Los libertarios del Tea Party, mientras tanto, contemplan el panorama con la sonrisa apocalíptica de siempre: tal vez este sea el primer paso para lograr su sueño de “matar de hambre a la bestia”.

Es cierto que hay razones para preocuparse. Como nunca antes desde la guerra civil y las reelecciones seriales de F. D. Roosevelt, la democracia americana se ve puesta a prueba. Pero conviene no exagerar. Después de todo, estamos ante una verdadera democracia. Y esto quiere decir que el poder está dividido y que ningún presidente, por poderoso que sea, puede hacer lo que quiera. La Corte Suprema de Justicia protegerá la Constitución y evitará avances desmesurados sobre los derechos individuales; y en el parlamento, la lógica de la negociación se sobrepondrá a los asaltos bonapartistas. Finalmente, el propio Partido Republicano le fijará los límites al presidente: un partido moderno no apela a la lealtad y el culto al líder, sino que permite que el desacuerdo florezca en su interior. Y si todo esto fracasa, el denso tejido asociativo de la sociedad civil —una sociedad de ciudadanos/as dispuestos a defender sus libertades, como decía Rawls— oficiará como un contra-poder a través de sus ONGs, sus universidades y su prensa independiente.

Para que la democracia salga airosa, es crucial que los demócratas enfurecidos revisen su actitud. En la democracia no hay lugar para negarse a reconocer a un presidente electo por el voto popular antes de que haya tomado siquiera una medida. Y no hay lugar tampoco para elevar pancartas que digan “Este no es mi presidente”. Ese es uno de los axiomas fundamentales de la democracia. Lo que deben exigir, por el contrario, es que Trump sea el presidente de todos/as y respete los valores fundacionales de la Constitución.

En concusión, los liberales deben confiar genuinamente en sus convicciones y en la democracia que han contribuido a edificar. La democracia liberal es el único régimen político en el que la ciudadanía puede manifestarse y lanzarse a las calles sin temor y sin pedirle permiso a nadie. Y ese es ciertamente un recurso que hay que usar. Hay que usarlo con moderación y en el debido momento para resistir políticas concretas, nunca para socavar la autoridad de un presidente. Esta es una lección que deben aprender pronto. De otro modo, los propios liberales serán artífices de un proceso que arrastrará a la democracia a la lucha callejera que tanto le gusta al populismo. En ese campo de batalla, el populismo siempre gana: gana aunque su candidato pierda; gana porque el dialogo, el consenso y la razonabilidad quedan sepultados por los slogans y la lógica del amigo-enemigo. Ahora no son los liberatrios los que sonríen sino los nostálgicos de un pasado autoritario.

Como decía Ronald Dworkin, hay veces que lo único que podemos hacer es cruzar los dedos y confiar en que las instituciones funcionen. Esta es la apuesta que debemos hacer. Y esperemos que salga bien. En cierta medida, el futuro de la democracia se juega hoy en los Estados Unidos. Justamente el país que la vio nacer. Mientras tanto, conviene no olvidar que el liberalismo resurge siempre fortalecido de sus crsis.