La Unidad Popular, cuarenta años después por Rogelio Alaniz

Pocas veces un golpe de Estado fue programado con tanto desparpajo. Algunos dicen que los preparativos comenzaron antes de que la Unidad Popular ganara las elecciones. El asesinato del general René Schneider a dos días de la asunción del poder por parte de Salvador Allende fue la señal más clara acerca de lo que los golpistas estaban dispuestos a hacer.

La intervención del gobierno de EE.UU. fue abierta y confesa. Por primera vez en la historia del siglo veinte una operación golpista fue escrita y firmada. A Henry Kissinger y Richard Nixon hay que reconocerles que nunca disimularon sus intenciones. El mismo reconocimiento vale para Richard Helms, el jefe de la CIA. El contexto de la guerra fría justificaba eso y mucho más. Quienes habían ordenado lanzar toneladas de bombas en Vietnam para impedir el triunfo comunista, no iban a permitir que en su clásico patio trasero el comunismo llegara al poder por la irresistible vía electoral.

El golpe de Estado estaba en la calle mucho tiempo antes del 11 de septiembre. No sólo estaba en la calle sino que además había ganado la batalla. La clase media y la clase alta chilena inauguraron la modalidad de las cacerolas para protestar contra el desabastecimiento y el mercado negro. El poderoso sindicato de los camioneros paralizó la actividad económica del país y al momento del ataque de los militares al Palacio de la Moneda el paro era absoluto. Un dato para los curiosos: la CGT peronista liderada por José Rucci produjo el primer acto internacionalista de su historia: declaró su solidaridad con los camioneros chilenos. Cuarenta años antes, los sindicalistas de entonces se solidarizaban con la república española y enviaban hombres, armas, alimentos y hasta ambulancias a la República. Rucci hizo algo parecido, pero para el otro bando.

Regresemos a Chile. La Cámara de Diputados había solicitado la renuncia del presidente. Algo parecido declaró el Colegio de Abogados. “Patria y libertad”, un grupo de choque calificado de extrema derecha, hacía de las suyas por las calles de Santiago y Valparaíso. El diario El Mercurio tampoco se privaba de nada. En todos los casos, en nombre de la democracia y la libertad se propiciaba la dictadura.

En la Unidad Popular, mientras tanto, las diferencias internas eran cada vez más visibles. Una semana antes del golpe, para celebrar un aniversario más de la victoria de 1970, alrededor de un millón de personas desfiló por las calles de Santiago para apoyar al gobierno. Fue una manifestación multitudinaria, pero a esa altura del partido, esa demostración popular no alcanzaba para modificar las relaciones de fuerza.

Aunque parezca una paradoja, el gobierno de Salvador Allende tuvo más apoyo en el mundo que en Chile. La respuesta solidaria fue veloz. En las principales ciudades del mundo miles de personas salieron a la calle para repudiar el golpe de Estado. Lo hicieron izquierdistas, pero también liberales y respetables burgueses. El nombre de Pinochet se transformó en sinónimo de dictador despiadado y criminal. El repudio externo no fue proporcional al interno. Por el contrario, Pinochet después de diecisiete años en el poder seguía siendo popular, un lujo que muy pocos presidentes constitucionales pueden darse.

Algunas experiencias personales puedo permitirme contar. En Santa Fe, esa misma mañana hicimos asambleas en todas las facultades de la UNL y a la tarde organizamos una manifestación por calle San Martín. Aún lo recuerdo en la esquina de Crespo a Oscar Kopp, parado en la puerta de su local saludándonos con una foto de Salvador Allende en la mano. “Apoyo, apoyo, apoyo combatiente a Chile que pelea con la clase obrera al frente”, cantábamos eufóricos e indignados por las calles. Nos movilizaban las mejores intenciones, pero en la inmisericordiosa realidad, Chile no peleaba y mucho menos su sufrida clase obrera. El golpe de Estado fue fulminante y los escasos intentos de resistencia fueron reprimidos sin piedad.

En nuestras conversaciones sobre lo que estaba pasando, todos nos preguntábamos en esos días en qué momento se iniciaría la resistencia armada. Para muchos de nosotros el escenario de la Guerra Civil Española se reiteraría casi al pie de la letra. “Yanquis, atrás, que del sur viene Prats”, era otra de las consignas de esos días. No vino ni él ni ningún otro. El general Carlos Prats había sido comandante en jefe de las Fuerzas Armadas y fue obligado a renunciar por su lealtad al gobierno constitucional. Unos días antes de la asonada, alrededor de trescientas mujeres, esposas de oficiales, manifestaron frente a su casa para exigirle que encabezara el golpe o renunciara. Fue lo que hizo. Un año después serán asesinados en Buenos Aires él y su esposa, a través de un operativo terrorista organizado por la Dina.

Creo que es innecesario agregar más adjetivos a la memoria del general Pinochet. El único mérito que debe reconocérsele es que expresó mejor que nadie el carácter del dictador prepotente, autoritario y brutal. Su rostro detalla rasgo por rasgo, gesto por gesto, lo oscuro y siniestro. Lo que hay que preguntarse es por qué un personaje detestable se impuso a una causa que pretendía movilizar los ideales más nobles de su tiempo.

Es verdad que Estados Unidos jugó sin disimulos a favor de los golpistas, pero sería un error reducir la victoria de la derecha al factor externo. Como los hechos se encargaron de probarlo, el asalto al Palacio de la Moneda fue el acto final de una maniobra social y política que se había impuesto en la calle y en un sector mayoritario de la sociedad. Al respecto no hay que llamarse a engaño: el golpe de Pinochet estuvo muy lejos de ser minoritario o la maniobra de un puñado de oligarcas. El desabastecimiento, el mercado negro, la inflación, en definitiva la ingobernabilidad, eran reales, como era real la impotencia del gobierno para pasar a la ofensiva.

Recuerdo que antes de 1970 se discutían las posibilidades reales de la Unidad Popular de asegurar la transición al socialismo por vía electoral. La ultraizquierda afirmaba que ese objetivo era imposible, que ellos iban a acompañar la experiencia, pero advertían en todos los casos que si no se armaba al pueblo la derecha no cedería pacíficamente sus privilegios. El discurso, como todo discurso extremista, era simplificador pero poseía una cuota mínima de verdad. La pregunta de fondo era la siguiente: ¿era posible en el contexto de la guerra fría y en sociedades burguesas más o menos consolidadas pasar del capitalismo al comunismo como si se tratara de una civilizada alternancia democrática? La realidad demostró que no era posible. Y que, además, a la hora de las decisiones, las sociedades burguesas tienen más adherentes que lo que la propaganda de izquierda está dispuesta a aceptar. El MIR tenía algo de razón al descreer en las salidas electorales, pero ello no habilitaba un disparate mayor: el asalto al poder por la vía armada.

Si la insurrección popular carecía de posibilidades de victoria y la vía pacífica fue ahogada a sangre y fuego, ¿cuál era la salida para la izquierda? La respuesta a esa pregunta intentaron elaborarla los dirigentes de la Unidad Popular en el exilio, y los propios sectores moderados que no votaron por Allende, pero tampoco estaban dispuestos a avalar las salvajadas de Pinochet. Agotados los insultos contra el dictador, llegaba la hora de reflexionar empezando por admitir lo obvio: la Unidad Popular fue derrotada y lo fue sin atenuantes. Ni las supuestas milicias armadas del MIR ni la retórica de la Unidad Popular sugiriendo que en las Fuerzas Armadas muchos oficiales estaban decididos a defender al gobierno, se cumplieron.

Pinochet será un monstruo, pero hay que reconocerle que el operativo militar fue de una demoledora eficacia. Después de tomar a sangre y fuego el Palacio de la Moneda, los militares se dedicaron a cazar funcionarios y militantes. Y lo hicieron a conciencia. El Estadio Nacional fue el escenario del terror represivo, pero mientras tanto, ¿por qué no hubo resistencia, por qué las Fuerzas Armadas no se dividieron?

Años después del Golpe de Estado de 1973, políticos e intelectuales de la derecha chilena justificaban lo sucedido diciendo que los militares se anticiparon a un Golpe de Estado que venía preparando la izquierda, y que si se actuó con inusitada dureza fue porque del otro lado también estaban decididos a hacer lo mismo. Según ellos, en los meses previos a la asonada militar, alrededor de treinta mil personas estaban organizadas en milicias decididas a liquidar a dirigentes opositores, empresarios y militares. Por lo tanto -dicen- lo que hizo Pinochet fue ganarles de mano. Según ellos, la opción de hierro era comunismo o capitalismo y no democracia o dictadura.

¿Fue así? ¿Es verdad que había milicias populares organizadas desde el gobierno y en algunos casos promocionadas por agentes cubanos y soviéticos? Sobre estos temas es muy difícil dar una respuesta concluyente. Es cierto que en Chile había agentes cubanos que no estaban precisamente veraneando; también es cierto que sectores radicalizados del MIR y del propio Partido Socialista insistían en que había que prepararse para pasar a la lucha armada. Pero la presencia de agentes cubanos o las declaraciones exasperadas de dirigentes izquierdistas no dan como resultado treinta mil hombres armados decididos a tomar el poder.

El dato más elocuente de que esto no fue así, es que la resistencia armada al golpe fue casi nula. El gobierno de la Unidad Popular cayó en toda la línea, y de los contados tiroteos que hubo no se puede inferir la presencia de aguerridas milicias populares. Es que objetivamente la Unidad Popular estaba derrotada antes del Golpe de Estado. Si, de acuerdo al clásico principio leninista, las condiciones favorables a una revolución se manifiestan cuando “los de arriba” se dividen y “los de abajo” se unen, en el caso chileno esas condiciones estaban invertidas. Al momento del golpe, la derecha, incluidas sus fuerzas armadas, estaba monolíticamente unida, mientras que el llamado campo revolucionario languidecía entre la división y la impotencia. En ese contexto, la victoria de la derecha estaba asegurada antes del 11 de septiembre.

Como se sabe, en las elecciones parlamentarias celebradas en marzo, la Unidad Popular había crecido. Para más de un historiador, ese crecimiento de la izquierda fue lo que decidió a la derecha a dar el Golpe de Estado. Puede ser, pero no es fácil probar esta afirmación. También parece ser cierto que justamente para el 11 de septiembre, Allende había decidido convocar a una suerte de referéndum para reforzar su autoridad política. Para la derecha esa convocatoria era la antesala de la revolución social. Fortalecido por el referéndum, Allende disolvería el parlamento, mientras que las milicias de izquierda liquidarían a militares, empresarios y dirigentes opositores. ¿Fue así? Imposible probarlo.

La pregunta a hacerse en este caso sería la siguiente: ¿la Unidad Popular pretendía ser un gobierno más, actuando en un previsible proceso democrático con libertades civiles, Estado de Derecho, propiedad privada y alternancia? O, por el contrario, ¿se la pensaba como el primer paso hacia una revolución socialista, revolución precedida por una etapa democrática cuyo destino histórico era el socialismo, el socialismo entendido como toma del poder, constitución de una dictadura y nacionalización y estatización de los medios de producción? No hay una respuesta unánime a este interrogante, entre otras cosas porque sobre estos temas en la propia Unidad Popular no había unanimidad.

¿Era sincera la izquierda cuando decía que deseaba una transición pacífica del capitalismo al socialismo? No creo que la palabra “sinceridad” sea la que mejor exprese la subjetividad de una izquierda cuyos dirigentes nunca desmintieron sus intenciones revolucionarias, su identidad con la revolución cubana, su rechazo a Estados Unidos y al capitalismo y sus simpatías ideológicas por el marxismo y las tradiciones revolucionarias del siglo veinte.

Ser de izquierda entonces significaba ejercer la certeza de que la historia está de su parte, una historia que marcha jubilosa en dirección al socialismo. Las tácticas para la toma del poder podían ser diversas, pero la estrategia era siempre la misma. Un rasgo típico de los partidos de izquierda son sus programas mínimos y máximos. Ello se corresponde con una visión que concibe a la revolución como un proceso que se despliega a lo largo de la historia. La metáfora de la locomotora y los vagones es muy ilustrativa. La locomotora es la vanguardia que avanza victoriosa hacia el destino final, los vagones son los camaradas de ruta que acompañan pero se van quedando en las diferentes estaciones.

Los programas mínimos están hechos para avanzar en el interior de las democracias burguesas, preparando las condiciones para aplicar el programa máximo, aplicación que sólo es posible a través de un acto de autoridad máxima consistente en la toma del poder cuando las condiciones estén dadas. No conozco ninguna izquierda marxista que, con los matices del caso, no comparta esta política construida como una visión de la historia, un compromiso ideológico y un supuesto estudio objetivo de las condiciones económicas y sociales de la sociedad que se desea transformar.

¿Mentían los dirigentes de la Unidad Popular cuando invocaban la democracia para después liquidarla? No plantearía el dilema en esos términos. Los dirigentes socialistas y comunistas creían sinceramente que a la democracia burguesa había que ampliarla al máximo, pero la auténtica democracia, la más real y popular, sólo podrá lograrse derrotando al capitalismo, fuente exclusiva de injusticias y autoritarismos, y afianzando el socialismo.

En los años setenta, estas verdades en la izquierda se creían como verdades de fe. A ello se sumaban condiciones propicias para desarrollar una estrategia que se conocerá como la vía chilena al socialismo. Estado de Derecho, un sistema político muy bien desarrollado y la presencia de dos partidos de izquierda, el socialista y el comunista, decididos a avanzar juntos por vía parlamentaria. Asimismo, la vía chilena era coincidente con aquella controvertida declaración del Partido Comunista de la URSS que admitía -para escándalo de trotskistas, maoístas y ultraizquierdistas a granel- que era posible la vía pacifica al socialismo. Digamos, entonces, que en Chile en esos años se jugaban muchas cosas, incluido el gran debate de la izquierda respecto de las vías propicias para acceder al socialismo.

Salvador Allende por su parte reunía las condiciones ideales para liderar un proyecto de esta envergadura. Socialista culto e inteligente, parlamentario, ministro, docente, médico, era considerado, además, la mejor muñeca política de Chile, es decir, un eximio negociador, un inspirado creador de acuerdos. Toda su vida política se desarrolló bajo el auspicio del ideal socialista. Suponer que un hombre como Allende podría transformarse en el Lenin chileno o en nuevo Fidel Castro es disparatado.

En su célebre debate con Fidel Castro, predominan las coincidencias, pero no hace falta ser muy agudo para registrar las disidencias entre un simpatizante de la lucha armada y un político que sigue creyendo en los valores de la democracia parlamentaria. Es en esa entrevista cuando Allende se refiere a un posible golpe de Estado. Textualmente dice: “De la Casa de la Moneda no me van a sacar vivo, tendrán que acribillarme a balazos”. Esto lo dice dos años antes de la tragedia. ¿Premonición, profecía? No lo sabemos, pero podemos permitirnos pensar que Allende presentía el final y, sobre todo, presentía que ese final era al mismo tiempo un fracaso que él no estaba dispuesto a asumir mansamente o escapándose en un helicóptero o marchando a un dorado exilio. Allende era de otra madera, creía en lo que hacía y seguramente también creía en sus propias dudas. ¿Autoprofecía cumplida? Posiblemente. ¿Una tragedia política? Sí, una tragedia política.

Salvador Allende llegó a la presidencia de la Nación con el treinta y cinco por ciento de los votos. Para asumir necesitó del apoyo de la Democracia Cristiana, el partido que entonces representaba a las clases medias y que había llevado como candidato presidencial en esas elecciones a Radomiro Tomic, un hombre inteligente y progresista ubicado en el ala izquierda de la DC.

Aún circulan las fotos y videos que en esos días registran la visita de Allende a la casa de Eduardo Frei Montalva y el abrazo como símbolo del entendimiento democrático de los principales dirigentes de los dos grandes partidos políticos de Chile. El voto de los legisladores cristianos para que Allende asumiera como presidente exigió a cambio el respeto al Estado de Derecho, pero por sobre todas las cosas fue una advertencia precisa del sistema a la Unidad Popular sobre sus límites.

Un año después el acuerdo estaba roto. La Unidad Popular calificaba a la Democracia Cristiana como un engendro “freísta” aliado a los fascistas y los “momios”, es decir, la derecha expresada por el Partido Nacional, el partido que había obtenido alrededor del treinta por ciento de los votos en las elecciones de 1970.

El supuesto giro a la derecha de la Democracia Cristiana fue aceptado sin beneficio de inventario por la izquierda. Sobre estos temas los argumentos de la izquierda fueron abundantes. Se hablaba de las vacilaciones de los aliados burgueses, de sus inconsecuencias o de la inevitable defección de los partidos de la burguesía con los proyectos revolucionarios.

Estos “clisés” en el universo de la izquierda entonces eran creídos como dogmas de fe. Los aliados burgueses son débiles, traicionan y están condenados a ser barridos por la locomotora de la historia, se decía muy suelto de cuerpo. El argumento se reforzaba con otro mito de la izquierda, un mito que se expresaba a través de un diagnóstico que se creía al pie de la letra. Me refiero al dogma que establecía que un país, Chile en este caso, era explotado y dominado por un puñado minoritario de explotadores.

Para este diagnóstico, la inmensa mayoría del pueblo estaba “objetivamente” interesada en un proyecto revolucionario. Que este balance nunca se ajustara a la realidad, que las adhesiones de la sociedad al capitalismo, fueran siempre mucho más elevadas que estos análisis supuestamente científicos, importaban poco para el universo mítico de la izquierda. Finalmente, cuando la realidad contradijo estos lugares comunes, las justificaciones se trasladaron de la objetividad a la subjetividad: la barbarie de la derecha, el comportamiento canalla de los burgueses, la maldad de los fascistas y otras lindezas por el estilo.

En las elecciones parlamentarias de marzo de 1973, la Unidad Popular obtuvo más votos, pero en el mejor escenario político posible nunca dejó de ser una primera minoría, con un porcentaje de votos en contra que siempre superó generosamente el cincuenta por ciento. La oposición no sólo que fue siempre mayoritaria, sino que a lo largo de esos años intensos y turbulentos se unió y movilizó. El “puñado” de oligarcas y explotadores no estaba solo.

Desde el punto de vista electoral, con esa relación de fuerzas era muy difícil proponerse una revolución social o empujar la legalidad del sistema al borde de esa prometida y deseada situación revolucionaria. Algunos dirigentes de izquierda objetaban estas observaciones por electoralistas. Según ellos, las elecciones eran una herramienta táctica subordinada a objetivos más altos y nobles. Nunca lo expresaron de manera explícita, pero está claro que en esa ambigüedad entre la legalidad burguesa y las ambiciones revolucionarias latía la ilusión de la izquierda del siglo veinte de una revolución a través del asalto al poder. O de un golpe de mano audaz, no muy diferente al perpetrado por los bolcheviques en Rusia en 1917. No hay datos de que esta consigna se haya intentado cumplir, pero en la subjetividad de la izquierda el modelo revolucionario leninista ha sido el único vigente, más allá de las retóricas del caso o de los esfuerzos de adaptar el paradigma de octubre a las nuevas realidades.

¿Había otras alternativas para la Unidad Popular? Muy pocas. “Profundizar el programa de la Unidad Popular”, se decía. ¿Qué significaba ello? ¿Radicalizarlo o abrir juego al centro, es decir a la Democracia Cristiana y, por lo tanto, limitar sus objetivos? Cualquiera de estas soluciones imponía serias dificultades. Radicalizar a la Unidad Popular significaba acentuar las tensiones; abrir juego a la derecha se consideraba una capitulación y perder la adhesión de los sectores más militantes. La otra posibilidad era seguir en la misma línea, que más que una alternativa era una confesión de impotencia, la admisión de una suerte de autoprofecía cumplida: como la derecha no dejaría cumplir con las metas revolucionarias, había que prepararse a morir con dignidad

El argumento de la izquierda más dura planteaba no reducir las alianzas a la partidocracia política y profundizar el acuerdo social con las bases. La consigna no era muy diferente a la que sostenían, entre otros, los troskistas en España con sus consignas a favor de la constitución de organismos de masas de doble poder que generaran las bases de un nuevo orden social revolucionario. Estas especulaciones suelen ser muy seductoras, pero de difícil, por no decir imposible, aplicación en la práctica. Un político veterano en las luchas parlamentarias como Allende no podía dejarse seducir por estas opciones, pero el camino de recomponer la alianza con la Democracia Cristiana tampoco tenía posibilidades de concretarse.

Cuarenta años después queda claro que la Unidad Popular marchó impotente hacia una tragedia anunciada. Todos los dirigentes de esta coalición, los más moderados y los más radicalizados, sabían que la derecha no los iba a dejar cumplir con el programa revolucionario. Ni la derecha chilena ni la derecha norteamericana. Al respecto podemos enojarnos e indignarnos, pero a la hora de la evaluación histórica no se le puede reprochar al enemigo que cumpla al pie de la letra el rol que se le había asignado.

Una realidad política es trágica cuando la situación histórica se traba de tal manera que todas las salidas se bloquean más allá de la razón o la justicia de sus protagonistas. La estrategia de la Unidad Popular se inscribe perfectamente en esta consideración. Revolucionarios por los objetivos propuestos y reformistas por la metodología aplicada, se propusieron crear un camino hacia la revolución distante del clásico reformismo socialdemócrata y del insurrecionalismo bolchevique. Fracasaron. Todas las invectivas que se puedan proferir contra Pinochet, Nixon y Kissinger no disimulan esa dolorosa realidad. La Unidad Popular tenía la obligación de saber que la reacción de la derecha en algún momento se iba a producir. Debía saberlo y efectivamente lo sabían, y el hecho de que no hayan podido hacer nada para impedirlo es otra de las pruebas de la tragedia y el fracaso.

Pinochet se mantuvo en el poder durante casi veinte años y por el peor de los caminos y recurriendo a las metodologías más detestables, logró reconstruir para la derecha un consenso que sigue gravitando hasta el día de hoy. No obstante ello los protagonistas de la Unidad Popular retornaron al gobierno a través de Ricardo Lagos y Michelle Bachelet en el marco de una alianza con la Democracia Cristiana, y con metas y objetivos diferentes a los de 1970.

La adaptación a un nuevo escenario histórico fue algo más que una táctica resignada. La exigencia de un cambio político significaba admitir que la derrota de 1973 era también la derrota de un paradigma y una ideología respecto de la revolución, el poder y el cambio social. Con los matices del caso, los herederos de aquella experiencia admiten que con prescindencia de la nobleza de los objetivos la experiencia de la Unidad Popular fue inviable en los setenta e irrepetible en el siglo XXI.

(Publicado originalmente en El Litoral el 25 de septiembre de 2013 y reproducido con permiso del autor).