La trampa populista, por Julio Montero

Un rasgo distintivo del nuevo populismo latinoamericano es que ha tratado de apropiarse de la noción de democracia. Ésta es una jugada que otros teóricos autoritarios ya intentaron en el pasado, comenzando por el jurista nazi Carl Schmitt o el propio Karl Marx. Los casos de Schmitt y Marx tenían la ventaja de que hasta un niño podía descubrir el engaño, ya que ambos rechazaban de plano las instituciones burguesas para proponer un régimen completamente distinto al que daban el mismo nombre. Pero el populismo ha refinado su estrategia a tal punto que a muchos les cuesta ver el engaño.

Uno de los rasgos del populismo que tiende a disimilar su verdadera naturaleza es que, a diferencia de otras ideologías autoritarias, reivindica el voto popular como fuente de legitimidad política. Ya no se trata de que las masas unjan a su líder por aclamación ni de que la clase obrera instaure una dictadura para completar el tránsito hacia un nuevo modo de producción. Todo lo contrario: la autorización para gobernar emana directamente de las urnas. Y si la gente vota, nadie en su sano juicio podría negar que se vive en democracia. Sólo alguien que detesta la igualdad podría decir que un régimen elegido por el pueblo podría no gozar de verdadera legitimidad.

La trampa populista consiste precisamente en reducir la democracia a la regla de la mayoría.

Desde un punto de vista filosófico, esta concepción mayoritarista de la democracia es un engendro conceptual. Imagine un país en el que las autoridades se eligieran por voto popular, pero en el que los disidentes fueran perseguidos por el gobierno. O imagine un país en el que, a pesar de haber elecciones periódicas, no hubiera un Poder Judicial independiente que garantizara que quienes gobiernan y sus amigos cumplieran la ley. O imagine un país en el que la gente pudiera votar, pero en el que no hubiera prensa libre. No es difícil darse cuenta de que un país así no sería una democracia. Conclusión, el respeto por los derechos humanos, la división de poderes y la existencia de una esfera de opinión pública libre son incompatibles con esta clase de régimen político.

Ésta es una conclusión a la que se puede llegar rápidamente leyendo a los grandes teóricos de la política. En mayor o menor medida, filósofos como Kant, Rousseau, Dworkin y Habermas comprenden la democracia como un régimen en el que, lejos de gobernar unos sobre otros, todos los ciudadanos participan por igual del autogobierno. Desde su perspectiva, participar del autogobierno es algo más que votar y perder. Participar del autogobierno significa que las leyes que reglan la vida compartida se siguen de principios de moralidad política que uno podría aceptar aunque no los interprete de la misma manera o aunque los candidatos que uno votó hayan perdido. Si este axioma no se cumple, no tenemos una verdadera democracia, sino una suerte de dictadura electiva en la que los que ganan tienen el derecho de hacer lo que se les da la gana con el futuro de todos.

Por esta misma razón, y contra lo que sostiene el populismo, la búsqueda de consensos y el acuerdo sobre políticas de Estado es una parte constitutiva de la vida democrática. Y esto implica que una verdadera democracia no reduce todo a ideología. Porque si la política democrática simplemente consiste en abrazar un sistema de ideas y votar irreflexivamente contra los demás, el diálogo -y muchas veces incluso la negociación- resultan imposibles. La política democrática es, en cambio, una construcción sobre cimientos comunes, un diálogo abierto y liberado de dogmatismos en el que los ciudadanos tratan de articular una concepción común de la Justicia y de defender las políticas que a su entender se siguen de esos principios.

Lejos de generar un retorno de la política, la división populista del mundo en amigos y enemigos que no tienen nada sobre qué discutir ni ser razonables despolitiza y sustituye la convivencia civilizada por una primitiva guerra tribal en la que la mentira y la propaganda reemplazan a las piedras y los palos. Curiosamente, los únicos otros teóricos contemporáneos que conciben a la ciudadanía como una masa electoral con preferencias fijas que no pueden ser modeladas sobre la base de razones ni converger en un bien común colectivo son los teóricos de las democracias de mercado como Joseph Schumpeter. No debería sorprendernos: los extremos siempre se tocan.

La tesis de que la democracia se reduce a la elección de autoridades por voto popular resulta así falsa. Desde su reinvención en la modernidad, el vocablo «democracia» aparece ligado a un régimen complejo, que indefectiblemente combina elecciones periódicas, Estado de Derecho y florecimiento de una esfera de opinión pública libre. No hay, por eso, democracia sin república. Nada de esto quiere decir, por supuesto, que tal o cual gobierno real no sea una democracia. Ésta es simplemente una discusión sobre modelos que pretende ayudarnos a saber qué camino nos conviene seguir.

(Publicado originalmente en La Nación el 23 de diciembre de 2014 y reproducido con permiso del autor).