La paradoja del populismo progresista, por Julio Montero

En la política argentina se ha producido un curioso fenómeno. El populismo se presenta como la alternativa progresista, mientras que el republicanismo ocupa las coordenadas del conservadurismo. Para muchos, el avance sobre la división de poderes y la independencia de la Justicia es el precio por pagar si queremos derrotar a oligarquías, poderes concentrados y grupos corporativos. Desde esta perspectiva, los poderosos se amparan en el Estado de Derecho para promover sus intereses sectoriales y la retórica republicana es la pantalla que usan para engañar al pueblo.

El fenómeno es curioso, porque desde sus inicios el republicanismo ha sido una concepción política igualitarista y radical. Su preocupación central fue siempre generar una distribución equitativa del poder y combatir los privilegios. Como explica Philip Pettit en su influyente obra Republicanismo, el valor supremo del ideario republicano es la libertad como no dominación. De acuerdo con él, una persona es dominada cuando otros pueden influir arbitrariamente sobre su destino. Un ejemplo paradigmático de dominación es el del esclavo: aunque su amo sea amable, conserva siempre el derecho de interferir con sus planes y de imponerle sus antojos.

En el plano político, un pueblo es dominado cuando una persona o un grupo puede decidir sobre todo de manera irrestricta. Puede ser que el gobernante sea amigo del pueblo; puede ser que combata a los poderosos y redistribuya el ingreso; puede ser que nos permita gozar de amplias libertades personales. Pero eso no impide que estemos dominados. No bien cambie de opinión, se corrompa o sucumba a las malas influencias, podrá someternos a sus designios.

Los autores republicanos proponen varias medidas para garantizar la libertad. Algunos piensan que este objetivo requiere redistribuir la propiedad; otros sostienen que deben reducirse al mínimo las diferencias de riqueza; otros proponen generar instancias de poder contra mayoritarias que permitan a las minorías vetar las decisiones del poder político. A pesar de sus matices y diferencias, la gran mayoría de los autores republicanos consideran, sin embargo, que un pueblo sólo es libre si hay división real de poderes. Ningún cuerpo político debe tener en sus manos todas las decisiones, y un Poder Judicial verdaderamente independiente debe garantizar que la ley valga para todos, incluso para los que gobiernan, sus amigos y sus socios. Por eso, para muchos republicanos, empezando por el Maquiavelo de los Discursos, la República romana es el ideal por realizar.

Cuando vemos las cosas desde esta perspectiva, resulta difícil entender cómo el populismo puede ser progresista. Un orden institucional en el que el Parlamento no supervisa verdaderamente el trabajo del Poder Ejecutivo, en el que el Ejecutivo acosa a los jueces, y en el que las decisiones se concentran en un líder y su entorno íntimo, sólo puede producir dominación. Y un pueblo en el que algunos dominan a otros no puede ser nunca un pueblo de iguales. No importa cuánta plata se reparta.

La lección que la teoría política nos enseña es que el discurso republicano no es retórica vacía. Las instituciones republicanas son la clave de la igualdad. Sólo bajo una república es posible la emancipación. La otra opción es confiar nuestro destino a los caprichos de un amo y cruzar los dedos para que sea benévolo. Curiosamente, ésta es la alternativa que atrae a muchos que se proclaman progresistas. La contracara del fenómeno que ha convertido al republicanismo en una ideología conservadora es el progresismo sin igualdad.

(Publicado originalmente en La Nación el 29 de julio de 2015 y reproducido con permiso del autor).