¿Es posible un populismo pluralista?, por Alejandro Cassini

Los valores de la democracia liberal pluralista, en primera instancia, parecen incompatibles con los de la proclamada “hegemonía populista”, defendida, entre otros por Ernesto Laclau y Chantal Mouffe en una larga secuencia de libros. Recientemente, esta última autora ha publicado una obra breve y concisa, Por un populismo de izquierda, editada en inglés en 2018 y traducida enseguida al español. Este libro tiene la virtud de presentar las principales tesis políticas de la forma de populismo que suscribe su autora de una manera despojada de buena parte de la retórica que caracteriza a muchos de sus trabajos previos, e incluso en mayor medida a los de Laclau. La tesis central del libro es que el populismo de izquierda no solo es compatible con el pluralismo democrático, sino que representa una profundización de la propia democracia liberal. Aunque encuentro en las páginas de la obra muchas observaciones certeras sobre la situación política del mundo actual, esta tesis fundamental me parece sumamente dudosa. Aquí quiero exponer algunas razones que permiten ponerla en duda.

La primera cuestión, enojosa pero inevitable, es qué debe entenderse por el propio término “populismo”, que es sumamente vago y admite múltiples usos. Existen innumerables estudios académicos que se ocupan de esta cuestión, pero los consensos entre expertos no son demasiados sustantivos. Mouffe sostiene al respecto que se trata de “un debate académico estéril” en el que no desea entrar, por lo que no proporcionará una definición de populismo. Sin embargo, como era de esperar, no consigue evitar caracterizarlo de alguna manera. Según sus propias palabras, el populismo “no es una ideología y no se le puede atribuir un contenido programático específico. Tampoco es un régimen político. Es una manera de hacer política que puede adoptar diversas formas ideológicas según el tiempo y el lugar, y que es compatible con una variedad de marcos institucionales”. El desarrollo de la obra contradice esta caracterización, ya que la distinción entre populismos de izquierda y de derecha es, sin duda, de tipo ideológico, pues no se basa en la manera de hacer política, que es común a ambos, sino en los contenidos sustantivos de esa política. Analicemos, entonces, cuáles son los rasgos comunes de la manera de hacer política del populismo, y luego las características propias del populismo de izquierda.

El primer rasgo común a todas las formas de populismo es su oposición al neoliberalismo, que según Mouffe, ha sido “hegemónico” desde la década de 1980, al menos en Europa Occidental (y, sin duda, también en América del Norte). El neoliberalismo es esencialmente una doctrina económica (aunque tiene consecuencias sociales y antropológicas), por lo que esta oposición no delimita un contenido político. Una democracia liberal puede adoptar una política económica neoliberal, pero no es necesario que así sea; el liberalismo político no implica el neoliberalismo económico, como la propia Mouffe reconoce. Así pues, debe buscarse algo más preciso que defina la manera populista de hacer política. Un elemento mejor definido es la oposición al “consenso en el centro”, es decir, a la alternancia en el gobierno de un partido de centroizquerda y otro de centrodercha, cuyas diferencias, tanto teóricas como prácticas, se vuelven cada vez más sutiles. Una democracia vigorosa debería permitir la elección entre alternativas políticas más claras y radicales, mientras que una actitud pluralista debería desalentar el mero bipartidismo y promover la proliferación de opciones. Hasta aquí, no hay nada novedoso, ni nada que identifique al populismo, ya que cualquier liberal igualitario, y hasta muchos demócratas no tan igualitarios, suscribiría estas críticas al neoliberalismo económico y al consenso en el centro (característicos de lo que Mouffe denomina, exageradamente, en mi opinión, “posdemocracia”, o incluso, “pospolítica”).

Otro rasgo propio del populismo, según Mouffe, es la rebelión contra las élites y las oligarquías, a las que se percibe como detentadoras del poder político, beneficiarias del sistema económico neoliberal e indiferentes a los reclamos de las grandes mayorías de “perdedores de la globalización”. La oposición a las élites y oligarquías, y la reivindicación del pueblo, todavía no alcanzan para conferir identidad al populismo. De hecho, la apelación a los deseos e intereses del pueblo en contra de las élites fue común a todos los fascismos, hasta el punto de que muchos especialistas en el tema consideran al antielitismo como una de las características definitorias del fascismo. Las raíces fascistas de los populismos del siglo XX, en particular del peronismo clásico, es un hecho incómodo que Mouffe, comprensiblemente, pasa por alto. En otra obra reciente, Del fascismo al populismo en la historia, de 2017, Federico Finchelstein ha sostenido que el populismo se encuentra histórica y genealógicamente ligado al fascismo, y no solo al italiano, ya que constituye una reformulación de la ideología fascista en clave democrática. Es, según sus palabras, una adaptación del fascismo al contexto histórico de la posguerra, luego de la derrota militar de los fascismos, cuando comienza a emerger en Occidente un consenso bastante amplio en torno a la democracia como el mejor sistema de gobierno. Finchelstein señala que el populismo, pese a sus raíces históricas, no es una forma de fascismo, sino, más bien, una forma degenerada de la democracia representativa (que a menudo se ha llamado democracia “plebiscitaria” o “delegativa”). De todos modos, el exceso de énfasis en las analogías con el fascismo lo lleva a definir el populismo mediante un amplio conjunto de características que resultan casi idénticas a las de los regímenes fascistas, como, por ejemplo, “una forma extrema de religión política”, “una teología política fundada por un líder del pueblo mesiánico y carismático”, o “un nacionalismo radical”. No obstante, la influencia del fascismo en los orígenes del populismo me parece indiscutible.

La reivindicación del pueblo y la oposición a las élites y oligarquías también ha sido característica de numerosos movimientos nacionalistas y autoritarios de carácter no fascista. El peronismo clásico, de indudable influencia en el pensamiento de Laclau y de Mouffe, podría ser un buen ejemplo de ello. El peronismo, el primer movimiento político populista que llegó al gobierno mediante elecciones libres, sintetiza muchas de las características que Mouffe atribuye al populismo en general, en particular, la partición del campo político en dos sectores irreconciliables, el del pueblo y el de la oligarquía. No obstante, el carácter primario de “movimiento” que se atribuye el peronismo (al igual que el fascismo italiano), y el cuestionamiento de la llamada democracia liberal (calificada de puramente “formal”) y del sistema de partidos políticos (denostados como “demo-liberales”), así como su retórica revolucionaria, lo alejan, al menos en el plano discursivo, de la propuesta de un populismo de izquierda de Mouffe. El populismo de izquierda que propone Mouffe se encarna en partidos como Podemos en España y La France Insoumise, que menciona especialmente, pero creo que está mejor ejemplificado en regímenes como el chavismo en Venezuela y el kirchnerismo en Argentina. Con todo, la autora admite que los votantes que apoyan a los populismos derechistas y autoritarios, que se reproducen en distintos lugares del mundo, poseen un “núcleo democrático que origina muchas de sus demandas”. Mouffe propugna un populismo de izquierda, pero de sus premisas se sigue, sin lugar a dudas, que el populismo de derecha es preferible al neoliberalismo, porque resulta una suerte de mal menor.

Mouffe es mucho menos precisa en la caracterización de aquello que distingue al populismo de izquierda del de derecha. Describe reiteradamente al populismo de izquierda como una “radicalización” de la democracia, que no pretende, sin embargo, destruir ninguna de las instituciones propias de la democracia liberal y representativa, como las elecciones periódicas o la división de poderes, ni tampoco eliminar la pluralidad de partidos políticos en competencia. A diferencia de toda la tradición de la izquierda revolucionaria, no se propone reemplazar en bloque el sistema democrático, ni, mucho menos, abolir el estado. Renuncia, por tanto, a cualquier objetivo utópico, como el de la sociedad sin clases del comunismo, que implicaría el final de la política misma. El populismo de izquierda es, declaradamente, una variedad del reformismo, que, sin embargo, debe distinguirse del “reformismo puro” de la socialdemocracia actual, que acepta la hegemonía neoliberal. Mouffe califica su postura como “reformismo radical”, una expresión que, según cómo se definan los términos, puede resultar autocontradictoria. Lo propio de este reformismo es la ruptura con el neoliberalismo en todo su alcance, no solo el económico, sino, sobre todo el antropológico, es decir, respecto de la concepción de los ciudadanos como individuos egoístas e interesados que compiten por maximizar sus beneficios y se despreocupan del bienestar de sus semejantes. La hegemonía neoliberal, podría decirse para resumir sus efectos, lleva indefectiblemente al aumento de la desigualdad, que no solo se manifiesta en la riqueza, sino también en el acceso a la educación, la salud o la cultura en general.

Así pues, la característica fundamental del populismo de izquierda consiste en privilegiar el componente democrático de las democracias liberales, sin sacrificar, en principio, su componente liberal. Los valores predominantes del proyecto populista deberían ser, entonces, los de la igualdad y la justicia social, y nunca exclusivamente los de la libertad o la seguridad individuales, ni, mucho menos, los de la libertad de comercio y la protección de la propiedad privada. Todo esto tampoco tiene nada de especialmente novedoso. La oposición tradicional entre derecha e izquierda se basó siempre en la tensión, existente en todas las democracias, entre los requisitos de libertad e igualdad, sobre todo la igualdad económica. Por ejemplo, en el discurso de derecha la prioridad es erradicar la pobreza, mientras que en el discurso de izquierda la prioridad es eliminar (o disminuir sustancialmente) la desigualdad, es decir, redistribuir de manera más justa la riqueza. Nuevamente, creo que cualquier liberal igualitario (digamos, un seguidor de Rawls) suscribiría todas estas ideas generales. También lo haría cualquier partidario del socialismo reformista tradicional (si es que todavía hay alguno). Ninguno de ellos podría sentirse conforme con el “consenso en el centro” y la alternancia de dos partidos cuyas diferencias ideológicas y su estilo de gobierno son prácticamente insignificantes.

Las consecuencias políticas esenciales del neoliberalismo pueden resumirse en las recomendaciones de desregular y privatizar la economía, la educación, la salud, la cultura y toda la vida social en general, es decir, en reducir todo lo posible la injerencia del estado en la vida de los individuos, que de ese modo deberían adquirir mayores libertades. Aunque Mouffe afirma reiteradamente que el populismo no tiene un programa concreto y que este puede variar mucho de un contexto a otro, su oposición completa al neoliberalismo permite conjeturar con algún grado de certeza cuál sería ese contenido. Por ejemplo, me parece muy probable que implicaría aumentar la intervención del estado con el fin de promover la educación y la salud públicas y gratuitas, favorecer la estatización de los servicios públicos y otros sectores estratégicos del estado (como los recursos energéticos y naturales), subsidiar el transporte y los servicios fundamentales, al menos para la mayoría de los más desfavorecidos, implementar subsidios por desempleo, y otras medidas sociales de esa clase. Otra vez, todo esto resulta poco novedoso ya que ha sido característico de las políticas que buscaban instaurar el estado de bienestar. La autora reconoce que su proyecto de “radicalización de la democracia comparte ciertas características con la socialdemocracia antes de su conversión al social liberalismo”. ¿Cuál es, entonces, la especificidad del populismo de izquierda que propone Mouffe?

En mi opinión, la reivindicación del populismo de Mouffe depende de su concepción general de lo político. Allí, y no en su reactualización de ideas muy antiguas del socialismo reformista y del estado de bienestar, como la igualdad y la fraternidad, se encuentran los fundamentos de su posición. También allí, como trataré de mostrar, residen los mayores riesgos de autoritarismo y degeneración de la democracia.

Numerosos pasajes de la obra de Mouffe están escritos con un tono de certidumbre propio de quien cree haber descubierto la propia esencia de lo político, su verdadera naturaleza. Pero, como Bertrand Russell señaló respecto del bolchevismo, en una fecha tan temprana como 1920, esa “certeza militante sobre asuntos que son objetivamente dudosos” no es propia del pensamiento científico, sino, más bien, del teológico. Por mi parte, creo que no es posible conocer la esencia o naturaleza de ningún fenómeno social o natural. Las rápidas y audaces generalizaciones que Mouffe presenta sobre difíciles cuestiones políticas solo pueden considerarse, en el mejor de los casos, como hipótesis a ser confirmadas por la evidencia, falibles y provisorias, pero nunca como verdades conocidas con certeza. Es cierto que su objetivo es primariamente político y también es incuestionable que la acción política requiere el compromiso con ciertas creencias, pero hay una gran distancia entre esos compromisos prácticos, que deben ser siempre revisables a la luz de la experiencia, y el dogmatismo liso y llano.

Según Mouffe, la política tiene un carácter esencialmente “agonístico”. Implica necesariamente la bipartición del campo político en dos sectores irreconciliables: el pueblo y la oligarquía, a la que se identifica con la frontera entre “nosotros” y “ellos” (una expresión que repite constantemente). Cada uno de estos sectores busca imponer una “hegemonía” política, lo cual implica, inevitablemente, imponerse sobre el otro. Se trata de la lucha entre proyectos genuinamente rivales, que tiene al estado como la principal arena de la disputa, aunque no como la única. En la situación actual, que llama “el momento populista”, se enfrentan el proyecto hegemónico dominante, es decir, el neoliberal, que ha entrado en crisis en la última década, con un proyecto contrahegemónico, el del populismo, que intenta agrupar de manera transversal una multiplicidad de demandas democráticas insatisfechas por el modelo neoliberal. El objetivo del populismo es construir una “voluntad colectiva” (el pueblo, obviamente), “capaz de enfrentar a un adversario común: la oligarquía”.

La división del campo de lo político en dos sectores antagónicos e irreconciliables, comoquiera que se los llame, me parece que no es otra cosa que la renovación del más viejo maniqueísmo entre el bien y el mal. Ha sido característica de todos los proyectos políticos autoritarios y, en el siglo XX, la compartieron los fascismos y los comunismos, entre otros. La reivindicación de esta idea ancestral me parece otro retorno recurrente del pensamiento mítico, basado en las pasiones y los sentimientos más que en la razón. La pulsión de la guerra late bajo esta concepción de lo político. Muchos pasajes de la obra de Mouffe, según creo, confirman este diagnóstico.

El trazado de una frontera entre nosotros y ellos, que Mouffe considera como un acto fundacional y constitutivo de la política misma, es característico del enfrentamiento bélico, no solo entre ejércitos formales, sino, sobre todo, entre comunidades rivales. Es bien conocido el modelo amigo-enemigo en política, inspirado en la práctica de la guerra. Es el modelo de las revoluciones modernas (donde el proletariado representa al pueblo y la burguesía y sus aliados a los enemigos del pueblo) y de todos los totalitarismos del siglo XX, por suerte ya casi extinguidos. Mouffe, cuya obra, igual que la de Laclau, tiene claras influencias del pensamiento autoritario de Carl Schmitt, rechaza ese modelo, o al menos, intenta diferenciarse de él. Afirma al respecto que “debemos celebrar [el] reconocimiento de que el modelo de política amigo-enemigo es incompatible con la democracia pluralista y de que la democracia liberal no constituye un enemigo que debe ser destruido”. Así pues, el modelo agonista implica establecer una hegemonía (del populismo) que reconozca a su adversario como legítimo y no pretenda su eliminación (como en el caso del comunismo, por ejemplo, donde se intentó eliminar a la clase burguesa como un todo). La pregunta clave es si tal cosa es posible. Mi opinión es que no lo es sin limitar severamente el pluralismo y las prácticas democráticas liberales, es decir, sin alterar algunas características fundamentales de la democracia pluralista.

Hay varios indicios en la obra de Mouffe de que la democracia hegemónica que propugna no es verdaderamente pluralista y que, como mínimo, puede deslizarse fácilmente hacia el autoritarismo. Aquí solo señalaré cuatro. El primero es el papel que concede al líder en su estrategia populista. Sostiene al respecto que la articulación de las demandas democráticas en una voluntad colectiva, a lo que llama “la construcción de un pueblo”, puede ser provista “por la figura de un líder”. Agrega, además, que “los lazos afectivos con un líder carismático pueden desempeñar un papel importante en ese proceso”, y que ello no necesariamente implica un riesgo de autoritarismo, sino que “todo dependerá del tipo de relación que se establezca entre el líder y el pueblo”. Estas afirmaciones, interpretadas en el contexto de la historia política latinoamericana, donde la proliferación de líderes carismáticos ha hecho enormes daños a la tradición de la democracia republicana, tienen claras connotaciones autoritarias. Mi opinión es que la propia consolidación de la democracia, en este continente, implica dejar definitivamente en el pasado la figura del caudillo, del hombre fuerte y providencial que se considera a sí mismo destinado a salvar a la patria de sus enemigos, sobre todo de los enemigos internos. Mientras esta esperanza mesiánica, de claras raíces teológicas, se mantenga viva, la democracia estará amenazada por el autoritarismo.

El segundo indicio es el uso de la metáfora bélica, omnipresente en la obra de Mouffe, a pesar de su rechazo del modelo amigo-enemigo. Su concepción agonista de la política se expresa casi siempre en términos militares. Sirvan de ejemplo solo algunos pasajes. Respecto del estado (significativamente, siempre escrito “Estado”, con mayúscula), el populismo de izquierda lo concibe como “una cristalización de las relaciones de fuerza y como un campo de lucha”. En relación con la estrategia populista de izquierda, afirma que su objetivo es “construir un sujeto colectivo capaz de lanzar una ofensiva política para establecer una nueva formación hegemónica dentro del marco democrático liberal”. Respecto del adversario político dice que “sus ideas serán combatidas vigorosamente, pero su derecho a defenderlas jamás será cuestionado”. Finalmente, en su declaración más explícita, sostiene que su concepción agonista de la política “ve la esfera pública como el campo de batalla donde los proyectos hegemónicos se enfrentan entre sí, sin ninguna posibilidad de reconciliación final”. Podría alegarse que se trata de puras metáforas, pero, aunque así fuera, la elección de una metáfora para transmitir un concepto o una idea nunca es inocente y tiene profundas consecuencias. Hace tiempo escribí que una concepción pluralista de la democracia vuelve necesario desmilitarizar el lenguaje de la política, profundamente arraigado en toda la tradición de la izquierda revolucionaria (donde los agentes del cambio político se caracterizan casi siempre como “soldados” o “milicias”, y sus líderes como “comandantes”). La concepción agonista de lo político de Mouffe, aunque ha renunciado a las rupturas revolucionarias, sigue la tradición de concebir a la política como si fuera una guerra. Y no parece probable que su propuesta de una democracia hegemónica pueda desprenderse de esa idea.

El tercer indicio es el propio concepto de hegemonía que emplea Mouffe, inspirado directamente en la obra de Gramsci. Este aspecto es el que me parece más difícil de conciliar con la proclamada adhesión de la autora a la democracia liberal y pluralista. Por cierto, se trata de un concepto vago y mal definido, como el del propio populismo y, podría decirse, como casi todos los conceptos de la política y las ciencias sociales. No obstante, me parece evidente que surgió de una tradición marxista claramente antiliberal y poco sensible al pluralismo. La hegemonía en la que Gramsci pensaba era la extensión del pensamiento comunista a toda la sociedad, cosa que dejaba muy poco lugar para la oposición y la promoción de alternativas críticas. (Gramsci a menudo identificaba la “hegemonía del proletariado” con la dictadura del proletariado, presuponiendo, sin dudas, que la segunda era un medio legítimo para alcanzar la primera). Por mi parte, creo que en el contexto de un sistema democrático, el reemplazo de una hegemonía por otra no puede acarrear ningún beneficio deseable para la libertad de los ciudadanos o para la profundización de la democracia. Más bien, encuentro mucho más deseable la supresión de todas las hegemonías, o, al menos, su neutralización por parte de otras formas de pensamiento crítico. Hay un componente irreductiblemente dogmático en la noción misma de hegemonía, aunque no se la quiera imponer por la violencia, sino por la persuasión. El partidario de una hegemonía, cualquiera sea, suele estar comprometido con la certeza de que posee el monopolio de la verdad, el bien, la justicia y otros valores trascendentes. No creo que el reemplazo de un dogmatismo por otro lleve a una democracia más justa y participativa, sino, tarde o temprano, a la exclusión y descalificación del adversario.

El cuarto y último indicio de que la democracia hegemónica populista tiene rasgos autoritarios es la concepción del conflicto político como esencialmente irracional e insoluble por medio del consenso ilustrado. No cabe duda de que en toda sociedad hay conflictos de intereses, que suelen racionalizarse a posteriori, pero cuyo origen es la voluntad de poder o el simple deseo. Es altamente improbable que estos conflictos vayan a desaparecer, por más progreso social que se admita. Sin embargo, no se sigue de allí que todos los conflictos consistan en la mera contraposición de voluntades y que, por tanto, sean irracionales e insolubles. Si así fuera, el conflicto desembocaría inevitablemente en guerra civil. La democracia consiste, precisamente, en la voluntad de resolver todos los conflictos por la vía pacífica, mediante alguna forma de negociación que busque un consenso racional. Sería utópico pensar que alguna vez se alcanzará la resolución simultánea de todos los conflictos, pero la democracia pluralista se basa en el supuesto de que, al menos a largo plazo, muchos conflictos serán resueltos, mientras que otros se mantendrán abiertos, pero no se acudirá a la fuerza para imponer los intereses de un sector, por más que sea identificado con “el” pueblo. La visión de la democracia “agonista” como, en palabras de la propia Mouffe, “la confrontación de proyectos hegemónicos en conflicto que nunca pueden ser reconciliados racionalmente” (¿cómo podría alguien saber tal cosa?), más que una hipótesis de la ciencia política parece, más bien, una justificación del derecho a imponer por la fuerza un proyecto sobre otro. O, al menos, a vulnerar la voluntad de las minorías, que terminarán por ser homogeneizadas (y descalificadas) bajo categorías, tristemente célebres, como las de “antipueblo”, “enemigos del pueblo”, “traidores a la patria”, y tantas otras, tan características del pensamiento autoritario. Particularmente inquietante es un pasaje donde Mouffe afirma que “la categoría de ‘enemigo’ no desaparece, ya que es pertinente respecto de aquellos que, por rechazar el consenso conflictual que constituye la base de una democracia pluralista, no pueden formar parte de la lucha agonista”. Parece, pues, que en el modelo populista de izquierda hay, después de todo, enemigos y no solo un proyecto hegemónico adversario que debe suplantarse por otro.

En conclusión, creo que, a pesar de todas las proclamas en contrario por parte de los populistas, la democracia hegemónica y la democracia pluralista no son compatibles. En mi opinión, un genuino pluralismo democrático no puede admitir una división del campo político entre pueblo y antipueblo, entre un nosotros y un ellos. Lejos de ser una característica esencial de la política, o una “condición misma de la existencia” de la democracia, el maniqueísmo explícito de Mouffe (y, podría decirse, de todo el pensamiento populista) es la condición necesaria de cualquier autoritarismo. Si el populismo, sea de izquierda o de derecha, se entiende como la imposición de una hegemonía a toda la sociedad, el resultado más probable será una democracia cada vez más autoritaria, donde las instituciones y reglas que controlan y limitan el ejercicio del poder (sobre todo, las de la justicia) serán progresivamente deslegitimadas, debilitadas y a largo plazo neutralizadas o incluso eliminadas.