El retorno de la política, el retorno de la violencia, por Julio Montero
- At 13 febrero, 2014
- By Editor
- In Notas de Actualidad
Finalmente pasó lo que tarde o temprano pasaría. En las calles de Caracas y en otras ciudades de Venezuela, grupos que protestaban contra el gobierno de Nicolás Maduro y fuerzas de choque paramilitares afines al régimen se enfrentaron en una lucha salvaje. El saldo fueron varios muertos y decenas de heridos. Si bien el gobierno venezolano, haciendo un ejercicio de censura propio de otros tiempos, impidió que las imágenes de la gresca se trasmitieran por televisión, en las redes sociales pueden encontrarse videos filmados con celulares que muestran cómo agentes uniformados disparan a mansalva contra la multitud y dejan a un joven muerto sobre el pavimento.
Esta no es la primera vez que el gobierno venezolano viola derechos humanos. Desde la llegada de Chávez al poder, Venezuela ha construido un triste record de abusos. El año pasado, la reconocida organización de derechos humanos Human Rights Watch hizo público un documento denunciando la calamitosa situación de los derechos humanos en Venezuela. Ese documento resumía las denuncias ya expuestas en varios de sus informes anuales. Un tiempo antes, en 2008, la policía venezolana había detenido por la fuerza y expulsado sumariamente a representantes de Human Rights Watch, advirtiendo que “cualquier extranjero que venga a opinar en contra de nuestra patria será expulsado de manera inmediata”. Este proceso de revolucionaria celebración de la libertad de expresión culminó en 2010, cuando el presidente-comandante fijó severas multas para las organizaciones que invitaran a oradores/as cuyas opiniones ofendieran a las instituciones de gobierno. Unos meses antes de eso, una tropa de vándalos que portaban remeras e insignias “bolivarianas” destrozaron varios pisos del centro comercial de Caracas en el que tenía su sede Amnistía Internacional, la ONG de derechos humanos más prestigiosa del mundo y se consideró seriamente cerrar la filial venezolana por temor a que sus directivos padecieran persecuciones.
Los ataques del gobierno de Venezuela no se dirigieron sólo contra organizaciones internacionales, sino que alcanzaron a personas de carne y hueso, personas como usted, como yo y como sus hijos. En 2009, por ejemplo, el presidente pidió 30 años de prisión para María Lourdes Afiuni, la jueza que, cumpliendo con una recomendación de un grupo de trabajo de derechos humanos de la ONU, concediera libertad condicional a un crítico del gobierno que había estado en prisión preventiva por más de un año. La militante de derechos humanos Rocío San Miguel fue acusada de agente de la CIA, de “hacer llamados a la insurrección” y de fomentar un golpe de estado tras denunciar en televisión prácticas ilegales por parte de militares de alto rango. Oswaldo Álvarez Paz, un político opositor, fue condenado a dos años de prisión por denunciar un incremento del tráfico de drogas en Venezuela y el giro de recursos a grupos terroristas en el exterior. Sin mucho esfuerzo, podrían añadirse a estos casos varios cientos de casos más. Las víctimas son siempre seres humanos que sienten miedo y ven sus vidas arruinadas.
Durante muchos años, estos actos bárbaros se cometieron en nombre del gobierno del pueblo. Naturalmente, ninguna causa justifica las violaciones de derechos humanos, ni siquiera la democracia -o eso pensamos al menos los que creemos de verdad en los derechos humanos. Pero desde que el gobierno de Maduro rechazó el razonable pedido que la oposición hizo, tras constatar graves irregularidades en el proceso electoral, de proceder a un recuento de votos en las últimas elecciones, ya no se puede decir con seguridad que el gobierno de Venezuela haya sido elegido por su pueblo. Muchos sospechan, quizá con razón, que se trata del gobierno de una oligarquía que administra corruptamente la riqueza de la nación para beneficio de un club de amigos de la revolución y que por nada del mundo dejará el poder, sin importar cuántas elecciones pierda.
El estallido de la violencia en Venezuela es el resultado casi inevitable de una manera de concebir la vida política. El populismo agonista que ha inspirado las acciones de la Venezuela “socialista” desde sus mismos inicios -y que es, por cierto, heredero directo las ideologías más autoritarias del siglo XX- considera que las sociedades modernas están divididas en bandos irreconciliables; bandos que no tienen nada sobre qué razonar ni ninguna posibilidad de ponerse de acuerdo sobre nada. La política es así un sistema de trincheras, un campo de batalla, y la única acción política respetable es la de golpear al enemigo hasta aniquilarlo. El único lugar que este juego perverso deja para los que piensan distinto es la cárcel, el exilio o la opresión. Como en las dictaduras de antaño la batalla es ominosamente desigual: unos manifiestan en las calles y otros les responden con las fuerzas de seguridad y el aparato represivo del estado.
Los nostálgicos del autoritarismo seguramente festejarán lo que desde hace un tiempo llaman con petulancia “el retorno de lo político”. Especialmente si están bien lejos del lugar en el que ese retorno se produce. Y tal vez festejen incluso que la lucha de clases haya cobrado por fin su forma más cruda y que el “pueblo venezolano” se muestre dispuesto a defender la revolución derramando la sangre de estudiantes, periodistas y burgueses contrarrevolucionarios de toda especie. Para los que creemos en la democracia y los derechos humanos es, sin embargo, un día de luto. Solo podemos esperar que la comunidad internacional abandone la hipócrita actitud de corrección política que ha mantenido hasta ahora y denuncie de una vez por todas los crímenes perpetrados por este autoritarismo el siglo XXI. Los más optimistas esperamos también que en un rapto de lucidez el presidente Maduro dé orden de detener la represión y haga un llamado a la paz de la nación, comprometiéndose de ahora en adelante a tratar a todos sus ciudadanos con igual consideración y respeto sin importar que banderas levanten. Puede ser que esto ocurra o puede ser que no. Lo que sí ha quedado claro es que el celebrado retorno de lo político no es ni más ni menos que el retorno de la violencia.