El malestar en el capitalismo, por Alejandro Cassini
- At 18 diciembre, 2017
- By Editor
- In Notas de Actualidad
En cada ocasión en que se celebra alguna conferencia internacional de países desarrollados, o no tan desarrollados, como el G8, el G20 y otras de esa clase, se producen movimientos y manifestaciones anticapitalistas. El malestar con el capitalismo es evidente en las más diversas regiones del mundo. Se expresa, entre otras formas, en el rechazo a la globalización de la economía y de la cultura. Se acusa al capitalismo de incrementar la pobreza y la desigualdad, fomentar el elitismo y producir la exclusión y la discriminación de grandes sectores de la población mundial. Además, se lo considera el responsable principal de la crisis ecológica planetaria, manifestada sobre todo en el cambio climático y la masiva extinción de especies. Por lo general, los activistas del anticapitalismo no tienen propuestas positivas sustanciales que ofrezcan como alternativa al sistema capitalista. Casi siempre las críticas que esgrimen tienen un alto grado de vaguedad y no se basan en informaciones concretas y fiables. Por esa razón, creo que es conveniente abordar el tema del malestar que produce el capitalismo comenzando por un análisis de los datos disponibles acerca de la economía global. Me limitaré considerar dos factores fundamentales: la economía y la ecología.
La primera y principal fuente del malestar es el supuesto incremento de la pobreza y el evidente aumento de la desigualdad económica entre los individuos. Sobre estas cuestiones disponemos de datos confiables. El 16 de enero de 2017 la organización no gubernamental británica Oxfam, que agrupa a diversas instituciones de varios países del mundo, dio a conocer un extenso informe titulado Una economía para el 99 %, escrito por Deborah Hardoon, en el cual se hace un minucioso estudio de la distribución de la riqueza en el mundo. La característica más notable que se destaca en el informe es el incremento de la desigualdad desde la última década del siglo XX hasta mediados de la segunda década del siglo XXI. El informe señala que el 1 % de la población mundial posee más riqueza que el 99 % restante. Dentro de ese grupo privilegiado, la distribución es incluso más desigual, ya que sólo ocho hombres (seis norteamericanos, un español y un mexicano), todos ellos grandes empresarios, poseen más riquezas que el 50 % de la humanidad. La brecha entre los millonarios y los ricos se ha incrementado mucho más que la brecha entre los ricos y los pobres. La tendencia, inferida de múltiples indicadores económicos, indica que esa desigualdad seguirá creciendo en los próximos años. La distribución por géneros muestra, además, que las mujeres se encuentran mucho más afectadas que los hombres por la pobreza extrema.
Otro informe complementario del anterior, publicado el 18 de enero de 2017, titulado Una economía para el 1 %, escrito por Deborah Hardoon, Sophia Ayele y Ricardo Fuentes-Nieva, agrega mayores precisiones. Señala que la riqueza en manos de las 62 personas más ricas del mundo ha aumentado un 45 % en el período 2010-2015, mientras que en esos cinco años la riqueza en manos de la mitad más pobre de la población mundial se redujo en un 38 %. Para aquellos que desempeñan trabajos asalariados, las mejoras se han distribuido de manera todavía más desigual. Así, por ejemplo, la brecha entre los salarios más altos de los ejecutivos y los salarios más bajos de los trabajadores se ha ampliado en la últimas tres décadas. En los Estados Unidos, indica el informe, los salarios del 50 % más pobre de la población trabajadora apenas han aumentado, mientras que los salarios del 1% más rico, fundamentalmente directores y altos ejecutivos de empresas privadas, han aumentado un 300 %.
La desigualdad de la distribución contrasta con el aumento generalizado de la riqueza y de la productividad global durante los últimos 30 años. La economía mundial, considerando ese período completo, no ha estado en recesión, sino que se ha expandido notablemente. El nivel de la riqueza mundial, según ese informe, se ha duplicado entre 2000 y 2015. Porcentualmente, el crecimiento económico ha sido mayor entre los países menos desarrollados que en los países más ricos. Es bien conocido el hecho de que países como China e India han tenido un crecimiento sostenido de su PBI, lo mismo que varios países latinoamericanos, como Chile. No obstante, hay claras excepciones, como Argentina, y más recientemente Brasil, que han experimentado largos períodos de recesión económica. El informe indica que: “los ingresos medios en los países más pobres se están nivelando con los de los más ricos, y la desigualdad entre países está disminuyendo”. Hubo un efecto indudablemente benéfico en este crecimiento económico generalizado y es que el porcentaje de la población mundial que vivía en la pobreza extrema se redujo considerablemente: pasó del 36 % en 1990 al 16 % en 2010, y la tendencia indica que esos niveles seguirán bajando.
El 27 de marzo de 2017, por su parte, se publicó en el sitio Our World in Data, de la Universidad de Oxford, la última revisión del artículo “Global Extreme Poverty”, de los economistas Max Roser y Esteban Ortiz-Ospina. El trabajo muestra los datos comparativos sobre la evolución de la pobreza en el mundo para un período muy largo, comprendido entre los años 1820 y 2015. Los datos estadísticos muestran una clara disminución de la pobreza global en los últimos 50 años y una continua disminución de la pobreza en los dos últimos siglos. No es posible resumir todos los datos que allí se exhiben (es indispensable ver cada una de las curvas y gráficos), pero algunas indicaciones comparativas serán suficientes. En 1820 el 94 % de la población mundial vivía en la pobreza y el 84 % en la pobreza extrema. Un siglo después los porcentajes habían disminuido poco: al 82 % y al 78 %, respectivamente. Durante la primera mitad del siglo XX, época de guerras mundiales y catástrofes sociales, la disminución de la pobreza fue lenta, a pesar de los grandes desarrollos técnicos. En 1950 la pobreza todavía alcanzaba al 72 % de la población mundial y la pobreza extrema al 55 %. En 1970 los porcentajes habían descendido al 60 % y al 36 %. Desde 1980, el descenso de la pobreza extrema se hizo mucho más rápido: era del 37 % en 1990, pero de solo del 16 % en 2010. Las proyecciones indican que en la actualidad se sitúa en el 10 % y se prevé que seguirá descendiendo en la próxima década.
Lo distribución de la pobreza por áreas geográficas muestra claramente que la mayor parte de la pobreza extrema se concentra en África y, en menor medida, en la India. Por ejemplo, en la República Democrática del Congo la pobreza alcanzaba en 2012 al 90 % de la población, mientras que la pobreza extrema afectaba al 77 %. En Nigeria las cifras se reducen al 76 % y al 53 %, mientras que en la India alcanzan al 58 % y 21 %, respectivamente. En la mayoría de los países africanos, la pobreza afecta a más del 50 % de la población, pero son pocos los países, aparte de la India, que tienen índices de pobreza global superiores al 30 %. Un caso excepcional es el de Venezuela, donde la pobreza, según estimaciones de la Universidad Central de Venezuela, alcanzó al 82 % de la población en marzo de 2017. La Argentina, por su parte, también ha sido una excepción porque ha tenido durante las tres últimas décadas tasas de pobreza que oscilaron entre el 20 % y el 30 %, sin que hasta hoy se advierta una tendencia decreciente. En la mayoría de los países desarrollados del Hemisferio Norte, en contraste, los índices de pobreza no alcanzan al 10 % y en el caso de los países más desarrollados son inferiores al 5 %.
El caso de China muestra un espectacular desarrollo económico a partir de la adopción de una economía capitalista. Los datos disponibles sobre la economía china indican que durante la época de Mao más del 90 % de la población se encontraba por debajo de la línea de pobreza (con picos que llegaron al 95 %), mientras que en la actualidad ese porcentaje ha descendido al 10 % y tiende a seguir disminuyendo.
Todos estos datos estadísticos deben interpretarse con cierto cuidado, ya que no pueden constituir más que aproximaciones globales. Las cifras presentarían variaciones importantes si se tomaran en cuenta otros intervalos temporales y se limitaran a determinadas regiones o países. La disminución de la pobreza extrema global es compatible con el aumento de esa misma clase de pobreza en algunos países o regiones. De todos modos, son indicadores bastante confiables de ciertas tendencias generales que muestra la economía mundial. Por el momento no hay mejores datos disponibles, por lo que estos deben servir como base para cualquier discusión política de la pobreza y de la distribución de la riqueza en el mundo
Otra prevención que debe tomarse es advertir que cualquier definición de pobreza extrema, y de pobreza en general, es convencional y se basa en determinados criterios compartidos; más precisamente, en ciertos indicadores económicos que se consideran importantes, pero que pueden variar de un contexto a otro, o de una época a otra. En el lenguaje común el término “pobreza” es sumamente vago y, por consiguiente, presenta contornos muy difusos. Es evidente que los estándares de pobreza y riqueza no son los mismos en la Europa del siglo XIX, que en la del siglo XXI. También es obvio que en la actualidad esos mismos estándares son diferentes en Europa Occidental que en África. No obstante, la noción de pobreza extrema es bastante clara, ya que entraña la imposibilidad de satisfacer las necesidades básicas, como la alimentación de subsistencia, o la vestimenta y la vivienda esenciales. No cabe duda de que una persona que no esté en condiciones de asegurarse al menos una comida diaria se encuentra en la pobreza extrema. Más allá de ese núcleo mínimo, la línea que separa a la pobreza extrema de la pobreza, y a esta de la no pobreza, solo puede trazarse por alguna forma de acuerdo convencional. No obstante, ello no implica que la demarcación sea arbitraria. Al contrario, es posible acordar, como ha ocurrido de hecho, criterios globales perfectamente razonables de pobreza y de pobreza extrema.
Las estadísticas realizadas por economistas operacionalizan la pobreza considerando el gasto diario de una persona medido en dólares. El Banco Mundial, por ejemplo, considera que la pobreza extrema afecta a toda persona que viva con menos de 1.9 dólares por día y la pobreza a todos los que vivan con menos de 3.10 dólares diarios. Otras instituciones utilizan otras cifras, también medidas en dólares. Es evidente que si se cambia cualquiera de estas cifras, aunque sea en un centavo, los porcentajes de la población bajo las dos líneas de pobreza consideradas sufrirán variaciones. No obstante, la pendiente de las curvas en cualquier caso resulta siempre declinante. Se constata que a largo y mediano plazo (es decir, en siglos o décadas, a partir del siglo XIX) la pobreza global muestra una tendencia decreciente. También se puede comprobar que el declive de la pobreza extrema se acelera notablemente a partir de 1980. Así pues, la manera de trazar la línea de pobreza, que es siempre convencional, no resulta tan significativa. Lo verdaderamente importante es la manera en que evolucionan en el tiempo las curvas de pobreza (comoquiera que se la mida); y no hay duda de que estas curvas exhiben una clara tendencia decreciente en todo el mundo.
Con estas reservas, a partir de los datos contenidos en los dos informes de Oxfam y en el de Our World in Data, puede inferirse la siguiente situación. Globalmente, la riqueza del mundo ha aumentado y la pobreza extrema ha disminuido notablemente en los últimos 40 años. La mayoría de los países del mundo, excepto los africanos, tienen bajos índices de pobreza extrema. Incluso en la India y otros países del antes llamado Tercer Mundo, la pobreza ha disminuido, aunque los índices sean todavía relativamente altos comparados con los de las regiones más desarrolladas, como Europa Occidental o América del Norte. Por su parte, la riqueza mundial ha aumentado considerablemente, incluso en los países más pobres. Sin embargo, la distribución de la riqueza generada ha sido cada vez más desigual y ha tendido a concentrarse en unas pocas personas y dinastías familiares. Se advierte el crecimiento de los paraísos fiscales, donde los ricos depositan una parte de sus ingresos con el fin de evadir los altos impuestos a las ganancias en sus países de origen. También se ha comprobado el incremento de la especulación financiera y de los movimientos de capital puramente especulativos que no se invierten en procesos productivos.
Dado que ha habido una comprobable disminución de la pobreza extrema, ¿de dónde proviene, entonces, el malestar con el capitalismo? Básicamente, de la desigualdad creciente en la distribución del incremento de riqueza. Frecuentemente, se presenta esta distribución asociada, a veces de manera puramente imaginaria, sin apoyo en datos concretos, a un aumento generalizado de la pobreza, como si hubiera una cantidad fija de riquezas para repartir entre toda la humanidad. Pero los informes más confiables y las estadísticas globales no confirman esta idea. Pobreza y desigualdad no son fenómenos que siempre estén correlacionados positivamente. Al contrario, todos los datos indican que la pobreza ha disminuido notablemente, mientras que la distribución de la riqueza se ha hecho cada vez más desigual. El capitalismo, que después del derrumbe del socialismo real se ha hecho auténticamente global, no genera mayor pobreza en el mundo, como todavía se afirma de manera infundada. Genera cada vez más riquezas, pero también mayores desigualdades. Allí, en mi opinión, está el verdadero problema.
El principal problema del capitalismo en el siglo XXI no es la existencia de crisis periódicas, que en el corto o mediano plazo siempre han sido superadas, sino la desigualdad de la distribución de la riqueza. Como consecuencia de esa desigualdad económica básica también se producen desigualdades significativas en el acceso a la educación y a la medicina o los servicios de salud en general. No obstante, no se ha producido un proceso de pauperización creciente de la mayoría de los trabajadores; al contrario, los salarios más bajos han experimentado un mejoramiento en términos absolutos en los últimos 30 años, pero relativamente han disminuido respecto de los salarios más altos. Tampoco se ha producido un incremento irreversible de la desocupación. Las tasas de desempleo muestran períodos de aumento y disminución, que varían mucho según las regiones y países que se tomen en cuenta, pero globalmente el desempleo no muestra una tendencia al crecimiento continuo.
La segunda fuente de malestar con el capitalismo es el deterioro del ecosistema. Es evidente que los recursos naturales de que dispone el planeta son finitos y que muchos de ellos no son renovables, de modo que la explotación indiscriminada de la naturaleza produce situaciones irreversibles. La minería, que además suele ser muy contaminante, proporciona un buen ejemplo. El calentamiento global, producido por la emisión de gases empleados en la industria, parece ya fuera de toda duda, aunque todavía queden escépticos al respecto (entre los que se cuenta el actual presidente de los Estados Unidos), en algunos casos puramente interesados por motivos económicos. Por otra parte, los procesos de desertificación del suelo y de extinción de especies animales y vegetales están suficientemente confirmados. La disminución de la diversidad de la vida sobre la Tierra es un proceso que se ha acelerado notablemente en las últimas décadas. Sobre esta cuestión hay una enorme masa de información disponible. Finalmente, hay una amenaza latente para el futuro cercano como consecuencia del uso de la energía atómica, que produce desechos radiactivos extremadamente tóxicos y que no son susceptibles de recuperación a corto plazo, además de estar sujeta a accidentes catastróficos debidos generalmente a errores humanos.
La destrucción acelerada del medio ambiente global en el último siglo es un hecho indiscutible, pero no es un producto exclusivo del sistema capitalista. Los países socialistas se embarcaron desde un comienzo en una carrera industrializadora y un programa de desarrollo nuclear que tuvieron un alto impacto negativo sobre el medio ambiente. La Unión Soviética produjo en buena parte de su territorio desastres ecológicos, que culminaron con la catástrofe de Chernóbyl. Basándose en la ingenua idea de la “inagotabilidad de la materia”, incorporada a la ideología oficial del materialismo dialéctico, y en una errónea concepción de la abundancia de los recursos naturales, los estados comunistas explotaron indiscriminadamente la naturaleza y causaron deterioros del ecosistema tanto o más grandes que los que produjo el capitalismo, al menos en el siglo XX. Algo semejante puede decirse de China, que todavía permanece como el país que produce la mayor contaminación industrial del mundo. Podría afirmarse incluso que la idea de una explotación ilimitada de la naturaleza en beneficio de la humanidad es un proyecto típico de la modernidad occidental, un proyecto fundado en un optimismo ingenuo que todos los movimientos socialistas y comunistas asumieron plenamente y de manera acrítica, hasta que el daño ecológico se hizo evidente.
Ante esa situación, los movimientos anticapitalistas carecen de un programa global de acción, incluso en teoría, como el que tenía el comunismo clásico. El mero hecho de criticar los efectos del capitalismo no lleva por sí mismo a ninguna instancia positiva superadora. Además, estos movimientos se encuentran más bien dispersos en grupos diferentes con ideologías vagas o apenas formuladas. Los únicos puntos que parecen tener en común son puramente negativos y se limitan a señalar los efectos destructores del capitalismo sobre el medio ambiente, la creciente desigualdad en la distribución de la riqueza, la exclusión social y el supuesto aumento de la pobreza y el desempleo. Acerca de la manera de remediar estos males, no existe una posición unificada y coherente. Algunos movimientos simplemente proponen controlar y limitar la acción de las empresas transnacionales, mientras que otros expresan ideas más radicales acerca de la superación del sistema capitalista como un todo. En ocasiones, esas posiciones radicales no pasan de ser utopías más o menos románticas de tipo comunitarista que propugnan una suerte de retorno a la economía del trueque y la autogestión del trabajo, un programa cuya implementación a escala global parece completamente improbable. Por lo demás, raramente se especifican los medios para alcanzar ese fin. Ahora bien, el fracaso de la experiencia comunista ha mostrado, sin lugar a dudas, que si no se posee un conocimiento adecuado de los medios y de la tecnología social necesaria, la prometida superación del capitalismo no tiene chance alguna de producirse.
Otra lección del derrumbe comunista, que todo movimiento anticapitalista debería aprender, es que el capitalismo globalizado solo podrá ser reemplazado por un sistema global. Sobre ese punto, la concepción internacionalista de Marx y de los primeros bolcheviques se ha mostrado acertada. El socialismo en un solo país o región no tiene probabilidades, no ya de sobrevivir, sino siquiera de desarrollarse más allá de la primera etapa de transición. De hecho, los países que formaron el bloque socialista, en la órbita de la Unión Soviética, no lograron ir más allá de un capitalismo de estado y en ningún aspecto puede decirse que hayan alcanzado alguna forma de socialismo, ni, mucho menos, la sociedad sin clases que prometía el comunismo. De la misma manera, el anticapitalismo genuino, si aspira a la eliminación de toda forma de mercado, no tiene posibilidades de realizarse a nivel local, incluso al nivel de un grupo de naciones. El mercado capitalista, ya desde hace mucho tiempo, es un mercado mundial globalizado y solo podrá ser superado de manera igualmente global.
Por cierto, no puede descartarse la eventualidad de que algún movimiento anticapitalista acceda al poder en algún país. Sin embargo, la posibilidad de un movimiento anticapitalista mundial que tome el poder y se deshaga completamente del capitalismo parece muy improbable. En la actualidad, ningún movimiento anticapitalista que adopte la forma de un partido político se encuentra en condiciones de acceder al poder por la vía electoral en un estado democrático. Por otra parte, si llegara a hacerlo, necesariamente deberá implementar una política de compromiso con los partidarios del capitalismo en el interior del país y, sobre todo, con el resto del mundo capitalista. El solo hecho de tener que comerciar con los países capitalistas le impedirá avanzar en la superación del capitalismo en su propio país. La perspectiva de una revolución violenta, encabezada por una minoría ilustrada, resulta, después del fracaso de la experiencia comunista soviética, una estrategia escasamente atractiva, ya que necesariamente producirá una dictadura más o menos autoritaria de la que no podrá salir. Por su parte, los movimientos anticapitalistas no tienen una alternativa viable al mercado mundial, ni tampoco una propuesta clara para limitarlo de una manera eficaz, es decir, una que sea compatible con la generación continua de riqueza y la eliminación de la pobreza.
En cualquier caso, es claro que las soluciones a los problemas de la desigualdad económica y del deterioro ambiental no pueden ser locales ni implementarse a escala nacional. Hay ejemplos reiterados de que las políticas locales no son efectivas. Si un país determinado limita severamente las actividades contaminantes de una empresa transnacional, esta simplemente se traslada a otro lugar donde la legislación no le pone esos límites. Si otro país eleva considerablemente los impuestos a las ganancias y a la riqueza acumulada, los poderosos los evaden trasladando sus negocios o depositando sus ganancias en paraísos fiscales, generalmente a través de intermediarios. Por otra parte, los daños ecológicos tienen escala global: una nube radiactiva que escapa de un reactor nuclear puede afectar a todo un continente. Una guerra nuclear ya no podría ganarse, simplemente desataría una catástrofe ecológica planetaria. El calentamiento global del planeta es un caso especialmente claro de un problema que requiere una solución a escala mundial. Así lo han entendido casi todos los expertos, aunque hasta ahora la acción coordinada internacional ha sido poco eficaz.
Es muy probable que el capitalismo siga generando descontentos crecientes tanto por las desigualdades económicas que produce como por los evidentes daños al ecosistema que ha causado. También es probable que si las tendencias que se han comprobado hasta ahora se mantienen, la desigualdad y el deterioro ambiental seguirán incrementándose. Por último, es verosímil suponer que los períodos de crisis y recesión más o menos globales seguirán ocurriendo a intervalos, difícilmente predecibles, porque parecen formar parte de la propia dinámica de la economía capitalista. No obstante, en la situación actual no parece razonable esperar ninguna superación del capitalismo, al menos a corto o mediano plazo. Y ello por dos razones. La primera es la desaparición de la alternativa comunista, tanto en su forma revolucionaria, que buscaba tomar el poder por medios violentos, como en su variante reformista, que adoptaba la vía electoral. El descrédito teórico en que se encuentra la propia economía marxista, cuyas predicciones fundamentales han fracasado, hace improbable el retorno de la ideología comunista basada en la ideas de El capital. Pero sin esa base el comunismo carece de sustento teórico y pierde su identidad política. La segunda razón, ya mencionada, es que los diferentes movimientos anticapitalistas no tienen una propuesta unificada y coherente que pudiera considerarse como una alternativa genuina al sistema capitalista como un todo.
La clave de una superación total del capitalismo es, sin duda, la eliminación completa del mercado, tanto interno como externo y en cualquier nivel de organización, sea local o global. Pero en el momento actual nadie sabe cómo funcionaría una sociedad, ni un estado, en el que no existiera el mercado. Simplemente, nadie dispone de una organización alternativa a la del mercado, ni tiene la menor idea de cómo debería ser una sociedad sin mercado. Los países socialistas nunca consiguieron eliminarlo, ni mucho menos, lograron suprimir el trabajo asalariado. Por otra parte, las vagas propuestas de autogestión y de retorno a la economía del trueque, propias de algunos movimientos anticapitalistas actuales, son utopías románticas que no parecen tener ninguna posibilidad de realización práctica, ni siquiera a escala local. Son tan inviables como las utopías anarquistas que propician la democracia directa y la supresión del estado. En sociedades complejas, superpobladas, interconectadas y económicamente interdependientes la realización de estos ideales es tan improbable como la colonización del planeta Marte. Pertenece más al reino de la ficción que al de la realidad.
Pobreza y desigualdad en la distribución de la riqueza son fenómenos que ponen a prueba nuestras intuiciones acerca de la justicia y, sobre todo acerca de la aceptabilidad del capitalismo. En principio, es perfectamente posible que un estado capitalista elimine completamente la pobreza, o al menos la reduzca a niveles mínimos (digamos, al 1% de la población, o menos). Incluso es posible que, con el tiempo, la pobreza global del mundo disminuya a esos niveles mínimos. Pero no parece concebible la supresión de toda desigualdad económica en el contexto del sistema capitalista. El capitalismo no es un sistema que permita la igualdad de ingresos. Al contrario, la motivación del beneficio egoísta y la posibilidad de acumular riquezas personales son intrínsecas al sistema, como la historia ha mostrado de manera sobrada. Las diversas variantes del estado de bienestar simplemente aspiran, mediante la intervención del estado, a moderar las desigualdades, pagando el costo inevitable de una menor generación de riqueza global. Pero, como también ha mostrado la historia reciente, no consiguen suprimir la desigualdad económica. ¿Es suficiente conseguir una sociedad sin pobreza, incluso de abundancia, donde la riqueza esté desigualmente distribuida? ¿Es preferible una sociedad igualitaria, pero pobre?
Quienes consideren que el fin último de toda política es la eliminación de cualquier desigualdad económica, y no meramente la erradicación de la pobreza, ni menos todavía, la de la pobreza extrema, experimentarán algún grado de malestar con cualquier forma o variedad del sistema capitalista. Por otra parte, muchos de los daños ecológicos ya producidos parecen ser irreversibles, por lo que solo será posible evitar mayores daños en el futuro, también al costo de mayores gastos y de una menor generación de riqueza. En efecto, el cuidado y la reparación del medio ambiente son muy costosos y, además, implican la supresión, o al menos la severa limitación, de diversas fuentes de riqueza, como la energía atómica o la minería a cielo abierto. En la actualidad no parece haber alivios simples e inmediatos para las dos fuentes principales del malestar. Las tendencias indican que, aunque la pobreza disminuya en todo el mundo, la riqueza no estará mejor distribuida. Por otra parte, hasta las evaluaciones más optimistas de la ecología planetaria admiten que se han producido daños irreparables, como la extinción de especies y la disminución de la biodiversidad en general.
Nunca es posible predecir con certeza el futuro de la humanidad, ni siquiera a corto plazo. A lo sumo, podemos evaluar la situación presente y las perspectivas inmediatas. La conclusión que puede obtenerse de todo el análisis anterior es que la situación económica del mundo en la era del capitalismo globalizado es ahora mucho mejor que hace un siglo o incluso mejor que hace solo un cuarto de siglo. No obstante, las dos fuentes principales de malestar con el capitalismo parecen destinadas a persistir, sobre todo por la falta de alternativas genuinas, realistas y realizables al sistema vigente. Así pues, todo indica que en el futuro deberemos convivir con ese malestar. El mayor desafío de las sociedades actuales consiste en limitar todo lo posible el aumento de la desigualdad económica y del daño ecológico sin perjudicar seriamente la generación de riqueza ni frenar las tendencias decrecientes de las tasas de pobreza.
(*) Alejandro Cassini es investigador de Conicet, profesor de Filosofía de las Ciencias y columnista frecuente de la RLFP.