El juicio de la historia nunca llega, por Alejandro Cassini
- At 12 diciembre, 2016
- By Editor
- In Notas de Actualidad
Cuando se anunció la muerte de Fidel Castro, el 25 de noviembre de 2016, diversos medios de comunicación de todo el mundo afirmaron que se trataba del fin de una era. No aclararon, sin embargo, de qué era se trataba. Si pretendían referirse al ciclo histórico del comunismo mundial, es evidente que esa era ya se había terminado durante el siglo pasado. La época del comunismo finalizó en diciembre de 1991 cuando se desintegró la Unión Soviética. El proceso de disolución fue muy rápido, ya que había comenzado apenas dos años antes, en noviembre de 1989, cuando cayó el muro de Berlín. En verdad, había estado precedido por un largo proceso de desencantamiento con el socialismo real, que se inició ya desde el momento mismo de los primeros años de la Revolución rusa y se hizo más acentuado luego de las grandes purgas estalinistas de los años 30. Cuando murió Stalin, en 1953, en los países del bloque socialista el comunismo se hallaba ya desacreditado entre extensos sectores de la población. En los países de Europa del este, los primeros intentos por desprenderse del totalitarismo soviético se produjeron inmediatamente después de la muerte del dictador georgiano, ya en la Hungría de 1954, y de allí se extendieron a otros países. En todos ellos los regímenes comunistas solo lograron mantenerse en pie por medio de la represión militar soviética y el extendido aparato policial y parapolicial de cada estado.
El acceso al poder de Fidel Castro, en 1959, se produjo cuando el comunismo tenía todavía un aura de prestigio intelectual en occidente, pero ya daba claros indicios de agotamiento en todos los países detrás de la cortina de hierro, indicios que se hicieron más visibles en la década siguiente. Los intelectuales comunistas de occidente decidieron ignorar voluntariamente todos los síntomas de descomposición inventándose excusas inverosímiles, como, por ejemplo, la que sostenía que la desalentadora información que los emigrados traían sobre los campos de trabajo era un mero producto de la propaganda antisoviética propia de la guerra fría. Hasta la publicación de la obra de Solzhenitsyn, cuyo efecto fue demoledor, los comunistas occidentales, y muchos de sus compañeros de ruta, se negaban mayoritariamente a creer en la existencia del Gulag. Los partidos comunistas eran todavía especialmente vigorosos en Europa occidental, particularmente en Francia e Italia, donde estuvieron cerca de alcanzar el poder por la vía electoral hasta bien entrada la década de 1970. Para esa época, el estancamiento económico y tecnológico de la Unión Soviética y el anquilosamiento de todo su sistema político de partido único debían ser evidentes para cualquier observador mínimamente imparcial. Sin embargo, el hechizo de la revolución de 1917 todavía seguía subyugando a gran parte de la intelectualidad europea y tenía algunas bases sólidas dentro de la propia clase obrera.
En América Latina, en cambio, el comunismo nunca logró echar raíces profundas y fue perdiendo tempranamente el apoyo de las clases trabajadoras, por lo que debió conformarse con reclutar a sus activistas entre los estudiantes universitarios y los intelectuales de las clases medias. Cuba fue siempre una excepción dentro del panorama político de América Latina, que estuvo dominado principalmente por dictaduras militares y regímenes populistas. Los partidos comunistas de la región, de escasa autonomía y casi sin excepción subordinados a las cambiantes directivas de Moscú, siempre fueron minoritarios y nunca estuvieron en condiciones de alcanzar el poder por la vía electoral, al menos sin alianzas con otros partidos más representativos. Por otra parte, la participación en elecciones democráticas abiertas y plurales es incompatible con los dogmas centrales del comunismo y solo puede tener el carácter de una táctica provisoria. Todos los representantes clásicos del pensamiento marxista afirmaron siempre que no hay transición posible hacia el socialismo, y mucho menos hacia el comunismo, en el contexto de una democracia parlamentaria (o burguesa, como preferían llamarla). La historia de todo el siglo XX ha confirmado plenamente esa idea y les ha dado la razón, por lo menos en ese punto específico.
El triunfo de la revolución en Cuba y la figura carismática de Fidel Castro insuflaron una nueva vida a las esperanzas en el advenimiento del comunismo en una época en que la Unión Soviética había abandonado hacía décadas la doctrina de la revolución mundial. Como se sabe, Castro todavía no era comunista en 1959 y el giro de la revolución cubana hacia un régimen de tipo soviético, hacia una dictadura de partido único, no estuvo exento de controversias internas entre los propios revolucionarios victoriosos. Retrospectivamente, resulta bastante claro que el apoyo soviético es el que permitió alguna viabilidad al régimen cubano, sobre todo, gracias a la transferencia de bienes y tecnología. La instalación del socialismo en un país predominantemente agrario, carente de proletariado industrial y técnicamente atrasado contradecía todas las doctrinas marxistas. De hecho, el debate sobre esas cuestiones ya se había producido luego de la revolución bolchevique, a pesar de que el inmenso y antiguo imperio ruso tenía muchas mayores posibilidades de desarrollo que la pequeña isla del caribe. Lenin, como la mayoría de los miembros del Komintern, siempre había considerado que la supervivencia de la Rusia soviética dependía del éxito de la revolución comunista en Europa occidental, sobre todo en Alemania, donde, como el propio Marx, depositaba sus mayores esperanzas. El fracaso de los intentos de revolución en Europa, que ya era evidente hacia 1923, dio el impulso definitivo al giro estalinista hacia el socialismo en un solo país.
Fidel Castro nunca aceptó esta posición de aislamiento, y, posiblemente influido en estas cuestiones por Ernesto Guevara, que era más extremista, pretendió exportar la revolución a otros países del Tercer Mundo, sobre todo de África y de América Latina. Durante la década de 1960 Cuba fue el centro para el entrenamiento clandestino de miles de guerrilleros de los más diversos países, desde México hasta Argentina, con el objetivo declarado de encender un foco revolucionario. El fracaso de todas esas empresas, que hoy parecen ingenuamente voluntaristas, estaba ya sellado hacia mediados de la década de 1970, cuando la marea revolucionaria inició su reflujo en la mayor parte del mundo. La revolución de los sandinistas en Nicaragua, en 1979, fue el último estertor de ese proyecto ya agonizante. Desde comienzos de la década de 1980, las revoluciones comunistas dejaron de producirse en todo el mundo y la propia teoría política del marxismo entró en una clara etapa de recesión, como la llamó Eric Hobsbawn en su último libro, Cómo cambiar el mundo, publicado en 2011. Después de la caída de los socialismos reales, esa recesión no ha hecho más que intensificarse hasta llevarlo a los umbrales más bajos de su influencia, tanto teórica como práctica.
La disolución de la Unión Soviética marcó un punto de inflexión para el desarrollo del régimen cubano. Privado de la ayuda económica e intelectual soviética, el país se precipitó rápidamente hacia la pobreza y el desabastecimiento, aunque nunca hasta alcanzar el nivel de la miseria. Los logros en salud y educación, que eran tangibles en la década de 1960 y todavía constituyen la principal bandera del régimen, se detuvieron o incluso retrocedieron. El auxilio petrolero de la Venezuela chavista posiblemente salvó al sistema cubano del colapso total, pero no pudo impedir su estancamiento y su posterior involución. Cuando, a lo largo de la década de 1980, los países de América Latina se desprendieron de las recurrentes dictaduras militares y consiguieron estabilizar una difícil democracia republicana, el atractivo del régimen de partido único de Cuba declinó de manera irreversible. Sin duda, podía ser preferible a ciertas dictaduras sangrientas, pero, a los ojos de la gran mayoría, no resistió la comparación con el pluralismo y las libertades propias de un estado democrático. Desde hace un cuarto de siglo, el régimen cubano es un anacronismo en el mundo contemporáneo y el propio Castro era el símbolo máximo de ese anacronismo.
En su en su muy razonada obra La esperanza y el delirio. Una historia de la Izquierda en América Latina, publicada en 2015, Ugo Pipitone trazó un balance de la experiencia cubana desde sus orígenes en términos que dejan muy poco margen para el optimismo:
“Desde entonces, lo evidente ha sido la falta de derechos políticos de la ciudadanía y la construcción sobre las ruinas de una democracia ampliamente imperfecta de un régimen totalitario sin elecciones, sin pluralidad de información, sin división de poderes, sin libertad de organización de partidos o sindicatos y sin una sociedad civil capaz de libre expresión. Y todo lo anterior en nombre del “socialismo”. Los derechos políticos se han evaporado bajo la retórica de una unanimidad automática y con líderes eternos. Quizá pueda hablarse de socialismo, si se identifica esta palabra con la experiencia soviética, pero, más allá de asonancias ambiguas, Cuba ha inaugurado en las Américas un caudillismo en versión marxista-leninista; una vieja historia que se repite con nuevas vestiduras ideológicas.”
Durante mucho tiempo, sobre todo en las décadas de 1960 y 1970, historiadores y politólogos discutieron si el régimen cubano era o no una democracia. Ese debate se encuentra ya completamente saldado. Ninguna prestidigitación semántica fue capaz de transformar el sistema cubano en democrático. El mero hecho de que un gobernante permanezca casi cincuenta años en el poder y luego designe como sucesor a su hermano tiene poco o nada que ver con la democracia. El sistema se parece mucho más a alguna forma de autocracia, propia no solo de dictaduras, sino incluso de monarquías absolutistas. Más recientemente, luego de que Raúl Castro anunciara algunas moderadas reformas que tendían al deshielo de un régimen político anquilosado y una economía en retroceso, se planteó la cuestión de si Cuba se estaba deslizando desde un estado totalitario hacia uno autoritario. Por el momento, esa cuestión permanece irresuelta. El futuro de Cuba, como toda la historia, es impredecible. Con todo, parecen abrirse dos opciones viables, o al menos verosímiles: la apertura hacia el pluralismo y la democracia republicana, ciertamente improbable mientras un Castro siga en el poder, o la transición a un modelo político autoritario, en algún aspecto semejante al de China, que combine la dictadura del partido único con la apertura económica hacia alguna forma de capitalismo.
Los jefes de estado y de muchos organismos internacionales se vieron frente la incómoda obligación de tener que reaccionar ante la muerte del líder cubano. La gran mayoría de ellos optó por declaraciones diplomáticas y sumamente tibias en las cuales se evitaba conscientemente el uso de la palabra “dictador”. En esas declaraciones se limitaron a señalar el hecho de que Castro fue un protagonista destacado de la historia del siglo XX, una descripción indudablemente cierta, pero que podría aplicarse indistintamente a Mussolini, Stalin, Hitler, o Mao, es decir, a los mayores dictadores de ese siglo. Casi todos evadieron la evaluación de los resultados del régimen de Castro y se refugiaron en el lugar común de que la historia lo juzgará. Ese lugar común merece un análisis detenido.
Fidel Castro reunía en una sola persona diversos rasgos diferentes que contribuyeron, sin duda alguna, a alimentar su prestigio casi mítico. En primer lugar, tenía muchas de las características propias de los dictadores militares latinoamericanos. Su permanente vestimenta de uniforme de combate, casi como la de un soldado raso, es uno de los símbolos nada menores, tanto como el título de “comandante” con el que se lo llamó hasta su muerte. También es una herencia de la concepción militarista de la política y de la sociedad que dominó entre los bolcheviques desde los tiempos del comunismo de guerra, y de la cual nunca lograron desprenderse. En segundo lugar, también poseía, por momentos en alto grado, los rasgos típicos de un caudillo populista de los muchos que surgieron en la región, aspecto que se manifiesta particularmente bien en sus extensos y melodramáticos discursos. De hecho, Loris Zanatta en su penetrante libro El populismo, publicado en 2014, lo incluye, no sin buenas razones, dentro de la tradición populista. En tercer lugar, Castro ejemplificaba particularmente bien el dogmatismo, cercano a la fe irracional, propio de la mayor parte de los comunistas del siglo XX.
Este último aspecto, me parece el más importante y característico. Fidel Castro no fue educado en el pensamiento marxista, que era completamente ajeno a la tradición de América Latina. El marxismo, al igual que el anarquismo que lo precedió en muchos países, es un legado de la inmigración europea. La matriz de la educación de Castro, como la de tantos otros latinoamericanos de su generación, es la de un rígido catolicismo hispánico, tradicionalista y conservador. De allí procede muy probablemente su inclinación a abrazar con toda fe ciertos dogmas que se consideran más allá de toda crítica. La conversión de Castro al marxismo es tardía, posterior a la revolución de 1959, y, como han señalado sus biógrafos, producto de la influencia de su hermano Raúl y de Ernesto Guevara, que lo habían precedido en la adopción de la fe comunista. Con todo, el marxismo de Castro siempre conservó algunos elementos heterodoxos y rudimentarios. Por otra parte, no era un teórico, sino un hombre eminentemente práctico, y nunca hizo ni pretendió hacer ningún aporte al corpus de la teoría del marxismo, a diferencia de Lenin, Trotski, o el propio Stalin. Solo produjo discursos políticos, extensos pero coyunturales; nunca ensayos razonados con pretensiones de alcance general. No obstante, adoptó las ideas del comunismo, al menos las más fundamentales, como si fueran verdades reveladas que estuvieran más allá del tiempo y de la historia. Jamás se mostró dispuesto a realizar forma alguna de autocrítica, incluso después del derrumbe de los regímenes comunistas en todo el mundo. Mostró siempre una intransigencia ideológica que ciertamente no se hallaba presente en Marx y que tampoco tenían, al menos en ese grado, los primeros líderes bolcheviques. La obstinación en sus convicciones parece, más que el resultado del análisis crítico, la característica de un militante que se ha convencido de los dogmas asimilados en algún catecismo, como los manuales sobre el materialismo dialéctico que la Unión Soviética editaba y distribuía en múltiples idiomas, y que, en mi modesta opinión, representan uno de los puntos más bajos que haya alcanzado la filosofía en su larga y venerable historia.
En el contexto de ese inflexible dogmatismo debe entenderse la apelación al juicio de la historia, que el propio Castro expresó como desafío a sus críticos en más de una ocasión. La primera vez que lo hizo fue en 1953, cuando fue arrestado y juzgado por el ataque al cuartel de Moncada, que suele considerarse como el verdadero inicio de la revolución cubana. En el final de su discurso de autodefensa Castro pronunció la célebre sentencia: “condenadme, no importa; la historia me absolverá”. Toda su vida siguió aferrado a esa convicción, que no hizo más que solidificarse con los años.
El juicio de la historia, tantas veces invocado, pero nunca realizado, no es más que un mito legitimador de las propias convicciones. Representa la objetivación de la certeza subjetiva de quien está completamente convencido de la verdad de sus creencias y de la corrección de sus acciones. Cuando las supuestas verdades no pueden probarse mediante evidencias o argumentos, como ocurre en todos los ámbitos de la acción humana, desde la ciencia a la política, se apela a una entidad metafísica supraindividual, como la historia, para sancionarlas. “La historia me juzgará” es simplemente una manera elíptica de decir “la historia me dará la razón” o, más crudamente “la historia probará que mis creencias eran verdaderas y las de mis críticos eran falsas”.
La propia expresión “el juico de la historia” puede entenderse, sin embargo, al menos de dos maneras diferentes: una empíricamente contrastable, como el consenso de los profesionales de la historiografía, y otra de carácter metafísico, como la decisión de algún agente o entidad supraindividual.
Para cualquiera que tenga alguna experiencia en la práctica de la ciencia histórica, o simplemente en la lectura razonada de obras historiográficas, resultará evidente que no hay nada parecido al consenso sobre las ideas y las acciones de los protagonistas de la historia. Ningún juicio de la historia. Al contrario, el disenso y la multiplicidad de posiciones y puntos de vista constituyen la norma entre académicos y profesionales. Como prueba puede tomarse cualquier personaje histórico, por más lejano en el tiempo que fuere, y comprobar que en cada época se lo juzga y revalúa según los conocimientos, los valores y el contexto político de los respectivos presentes. En cada momento concreto, además, el debate y la polémica resultan tan extendidos como los frágiles puntos de acuerdo. Después de más de dos siglos no hemos alcanzado consenso alguno sobre la actuación de Robespierre en el Comité de Salvación Pública, que ha tenido y tiene apologetas entusiastas y críticos indignados. Y no es probable que tal consenso vaya a alcanzarse alguna vez, al menos en tanto involucre juicios de valor. No hay juicio de la historia sobre Robespierre, que no es más que un ejemplo entre muchos otros posibles, ni lo habrá sobre Fidel Castro. La historia, como la política, no permite alcanzar el grado de consenso que existe en las ciencias exactas o naturales (donde, por lo demás, al menos en estas últimas, hay siempre muchos más desacuerdos que los que trascienden al público no especializado).
Si el juicio de la historia se entiende, en cambio, como la evaluación de las creencias y acciones humanas por parte de una entidad supraindividual, se ingresa en el terreno de las hipótesis metafísicas incontrastables por principio. En ese dominio, la apelación al juicio de la historia no es más que una versión secularizada del juicio divino, infalible por naturaleza. Según la concepción teológica y providencialista de la historia, la verdad y la justicia podían ser inalcanzables para el limitado entendimiento humano, pero no para la razón divina, que, llegado el fin de los tiempos sería la última instancia para responder toda pregunta y saldar cualquier cuestión que la humanidad hubiera dejado pendiente. Concluida la historia, el juicio final repararía todas las injusticias humanas y Dios reconocería a los suyos. Invocar el juicio de la historia para la propia vida, como hizo Fidel Castro, y antes que él tantos otros, es una manera de colocarse por encima de los simples mortales; un modo de decirles algo así como “yo tengo la verdad, pero ustedes son incapaces de reconocerlo”. Implícita en este desprecio por el entendimiento de los semejantes se encuentra la creencia de que la historia (a veces, también el pueblo, convertido en otra hipóstasis) nunca se equivoca y, por consiguiente, fallará a favor de quien se encomienda a ese juez supremo.
Queda todavía una tercera posibilidad, más racional y sensata, de entender la apelación a la historia, que no es ni el consenso de los expertos ni el juicio de alguna entidad metafísica supraindividual. Se trata de recurrir a los consensos mayoritarios, pero nunca unánimes, que se forman entre los ciudadanos de las diferentes sociedades a la luz de su experiencia concreta. No es en absoluto la voz del pueblo identificada con la voz de Dios, sino un consenso falible y cambiante, producto de una experiencia que procura aprender de sus errores y corregirlos. Un ejemplo concreto es el consenso alcanzado en América Latina durante las últimas tres décadas en torno de la democracia como forma de gobierno. A partir de mediados de la década de 1980, la gran mayoría de los países de la región consigue dejar atrás la época de las dictaduras militares y consolidar una democracia republicana, a veces, sin duda, todavía muy imperfecta. Emerge, entonces, un consenso ampliamente mayoritario, que aún tiene inexplicables excepciones entre algunos intelectuales, según el cual la democracia liberal y pluralista es preferible a cualquier forma de dictadura, aunque la dictadura en cuestión se presente como revolucionaria y ejercida por el proletariado. Desde este punto de vista, el consenso de nuestro tiempo y lugar, que no es ni puede ser el juicio de la historia, se ha orientado en completa oposición a las ideas y las acciones de Fidel Castro.
Este consenso en torno de la democracia, por lo demás, implica también el abandono del viejo ideal utópico de la revolución, cuyo eco ya lejano todavía seduce a muchos nostálgicos. Es evidente que cualquier forma de democracia genuina necesariamente debe proceder mediante cambios graduales, inevitablemente lentos y afectados por compromisos coyunturales. El progreso social resulta así un camino indefinidamente largo, que solo puede transitarse por etapas, y que encuentra frecuentemente estancamientos y retrocesos. La sociedad perfecta solo puede ser en este contexto un ideal regulativo inalcanzable. El fracaso reiterado en la realización de los sueños utópicos del comunismo, del cual el régimen de Castro es uno de los ejemplos más duraderos, lleva de manera muy justificada a una forma de pensamiento anti-utópico. Sobre este punto, el consenso todavía es incipiente e inestable. El desafío de nuestro tiempo es instaurar una política sin utopías que conserve la creencia en el progreso y la racionalidad de nuestras sociedades, pero que renuncie definitivamente a alcanzar por medio de la violencia el paraíso terrenal o cualquier sucedáneo secular de ese pernicioso mito.