¿Quién forma parte del pueblo?, por Alejandro Cassini

El concepto de populismo es seguramente el más utilizado en todos los debates políticos de la actualidad. Sin embargo, su significado no ha podido ser fijado ni delimitado con alguna precisión. La discusión sobre una posible caracterización genérica del populismo (idealmente, su definición mediante un conjunto de condiciones individualmente necesarias y conjuntamente suficientes) lleva ya varias décadas y está lejos de haber suscitado el consenso de los expertos. Para algunos el populismo no es una ideología, sino un estilo de gobierno o un modo peculiar de ejercer el poder; para otros, en cambio, se trata de una ideología fuerte, heredera del fascismo, pero reformulada en un contexto democrático. Hay, además, una variedad de posiciones intermedias. Aquí no podría examinarse ese problema, pero algunas observaciones generales resultan pertinentes para comprenderlo

En primer lugar, es un hecho que los gobiernos y partidos considerados populistas no se llaman a sí mismos de esa manera; la etiqueta proviene más bien de los críticos de esos gobiernos, o bien de los analistas políticos académicos, pero nunca de los propios actores políticos. Esos gobiernos y partidos prefieren calificarse a sí mismos como “populares”, “nacionales” o alguna combinación de estos términos o de otros de significado semejante. En segundo lugar, es cierto que, pese a la existencia de una diversidad de populismos, todos presentan algunos rasgos comunes, en particular, la división del campo político en dos sectores antagónicos, uno de los cuales se delimita como el pueblo, y el otro, con diferentes nombres, como antipueblo (oligarquías, privilegiados, élites, poderosos, extranjeros o elementos ajenos a la nación o la comunidad). El presupuesto común a esta delimitación, comoquiera que se la trace, es que el pueblo constituye una mayoría significativa (no meramente la mitad más uno) de los agentes políticos, mientras que el antipueblo es necesariamente concebido como una minoría. Esa minoría es capaz de oprimir al pueblo, dañándolo de diferentes maneras, porque es particularmente poderosa: la componen los terratenientes, los grandes empresarios, los banqueros y financistas, los dueños de los grandes medios de comunicación y otros miembros privilegiados del establishment. Generalmente una parte de la inteligentsia, raramente científicos, pero casi siempre escritores, intelectuales en general o periodistas, se considera parte del antipueblo. En tercer lugar, la habitual distinción entre populismos de derecha y populismos de izquierda, todos los cuales pretenden representar al pueblo, no puede reducirse a diferencias en los estilos de gobierno. Aunque el populismo no se conciba como una ideología, algunos elementos de carácter ideológico deben intervenir inevitablemente, si es que la distinción quiere trazarse. Algunos politólogos han considerado que el populismo es una ideología “fina” o “débil”, en contraposición a las ideologías “robustas” o “fuertes”, como el liberalismo, el socialismo o el comunismo. Es una idea razonable que merece desarrollarse. Por ejemplo, el localismo, el nacionalismo y el anticosmopolitismo (incluso una postura antiglobalización y a veces antisistema) son factores ideológicos, que ciertamente influyen sobre el modo de gobierno, presentes en casi todos los populismos

Por el momento, a falta de una definición estricta del populismo, parece más prometedor plantearse otras preguntas, aparte de las relativas a su identidad. Una de ellas consiste en determinar cómo es precisamente el estilo de gobierno populista. Sobre ese punto hay algunos consensos básicos entre los especialistas, aunque todavía muy generales. Por ejemplo, casi todos los populismos renuncian a la violencia revolucionaria y adoptan mecanismos democráticos para acceder al poder. Sin embargo, todos tienden a rechazar diversos componentes fundamentales de la democracia liberal pluralista. Dudan de la división clásica de poderes y pretenden instaurar un predominio del poder ejecutivo sobre los otros dos poderes. Algunos se aventuran a proponer reformas drásticas de los poderes legislativo y judicial e incluso a sugerir su eliminación o reemplazo. Casi todos son partidarios de eliminar o flexibilizar mucho los controles sobre el poder ejecutivo, especialmente sobre los presidentes o jefes de gobierno. Prácticamente sin excepción, pretenden eliminar las restricciones al ejercicio continuado del poder y propugnan la reelección indefinida de sus líderes. Por consiguiente, la reforma constitucional es una de sus banderas más persistentes. Se trata de construir todas las barreras posibles para que los representantes del antipueblo no vuelvan a gobernar. En suma, el modelo de democracia populista es autoritario en diversos grados. Pretende instaurar una hegemonía de aquellos que, supuestamente, representan al pueblo, a las grandes mayorías, en detrimento de la alternancia y el recambio periódico de los gobiernos. La distinción entre democracia hegemónica y democracia pluralista, por más simple y general que sea, captura bastante bien la diferencia que separa a los movimientos y partidos populistas de los no populistas.

Comoquiera que se lo caracterice, el populismo permanece siempre como un concepto vago, de límites borrosos, y sumamente ambiguo, hasta el punto de volverse equívoco. Una de las razones de esa situación es que el propio concepto de pueblo, esencial para cualquier definición del populismo, es notablemente impreciso y equívoco. Es uno de los conceptos más vagos y ambiguos de todo el vocabulario político. También es uno de los más antiguos. En sus comienzos tiene dos significados fundamentales, que se originan en la antigua Roma republicana: un significado genérico (el de “populus”), que comprende a todos los que no forman parte del gobierno de la república, y un significado específico (el de “plebs”), que se refiere a los sectores más pobres o menos privilegiados de la sociedad. En el primer significado, el pueblo se distingue del gobierno, en particular, del senado. En el segundo significado, el pueblo se distingue de la nobleza o de las élites y las clases altas en general. Los dos significados tendieron a confundirse tempranamente, ya que los que gobernaban la república romana eran los nobles o las élites, es decir una minoría, mientras que la mayoría de los gobernados pertenecían a la plebe (y no tenían prácticamente posibilidades de acceder al senado o a los cargos públicos).

El primer significado está delimitado con bastante claridad. Se lo puede extender a todos los habitantes de un territorio, o al menos a todos los que son ciudadanos de un estado o una nación, y emplearse para referirse genéricamente a todos los miembros de una determinada comunidad. Este uso se encuentra bastante difundido, pero no es el que adoptan los populismos. El segundo significado es mucho más vago y tiene límites muy imprecisos que, además, varían con el tiempo, el lugar y las circunstancias. Pero ese es precisamente el que utilizan todos los populismos.

Si se analizan los usos del término “pueblo” por parte de los diferentes populismos, es casi inevitable llegar a la conclusión de que las personas que integran el pueblo no tienen prácticamente ninguna propiedad en común: ni la nacionalidad, la religión, la etnia, la riqueza o la posición en el sistema productivo. Por ejemplo, no siempre son pobres, ni trabajadores asalariados, ni desposeídos o perdedores de un determinado sistema social. Este es un punto que algunos teóricos del populismo han reconocido expresamente. Así, Ernesto Laclau y Chantal Mouffe admiten de manera explícita, en varios de sus numerosos libros, que el pueblo no es “una categoría objetiva”, sino, como la llaman, “una construcción discursiva”. El pueblo no tiene ninguna esencia ni se caracteriza por ningún conjunto de propiedades objetivas. Más bien, es el producto de un acto performativo del líder (o de los líderes) de un partido o movimiento, que mediante su discurso, siempre cambiante según las circunstancias, determina en cada momento donde se traza la línea de separación entre el pueblo y el antipueblo. Cada uno de estos opuestos no puede existir sin el otro, pues, de otro modo, el concepto específico de pueblo no podría distinguirse de su concepto genérico. Hay, pues, dos maneras de delimitar el pueblo, que son complementarias. Una directa o inclusiva, identificando a quiénes pertenecen al campo popular, y otra indirecta o excluyente, identificando a quiénes pertenecen al campo antipopular. Los populismos emplean una u otra estrategia, según la conveniencia de cada momento.

Un fenómeno similar de disolución de la objetividad se produjo con el significado del concepto de proletariado en el marxismo, sobre todo en el comunismo soviético. El concepto nuclear de proletario era el de trabajador industrial que vende su fuerza de trabajo al capitalista. Esto incluía, por supuesto, a todas las familias de los trabajadores, que se suponía que estaban privados de toda propiedad y trabajaban por un salario que solo les permitía obtener los medios para subsistir. Más allá de ese significado nuclear, el concepto era vago, incluso en la obra del propio Marx. Por extensión se podía considerar proletario a todo trabajador asalariado, en cuyo caso se incluía a algunas personas que se consideraban habitualmente como parte de la pequeña burguesía (un gerente de banco, por ejemplo). Incluso así, la mayor parte de la humanidad quedaba excluida, tanto de la burguesía como del proletariado (puesto que, en tiempos de Marx, más del 80 % de la población mundial era campesina). En cualquier caso, ese no fue el uso que se le dio en la práctica. Un trabajador asalariado que no tuviera un particular entusiasmo por el comunismo era automáticamente excluido, mientras que un noble comunista, como el propio Lenin, se consideraba proletario. Bertrand Russell lo advirtió muy tempranamente durante su viaje a la Rusia soviética en 1920. En “La práctica y la teoría del bolchevismo”, escribió que “cuando un comunista ruso habla de dictadura, entiende la palabra literalmente, pero cuando habla de proletariado, entiende esa palabra en un sentido pickwickiano. Quiere decir la parte del proletariado con ‘conciencia de clase’, es decir, el Partido Comunista. Incluye a personas que no son en absoluto proletarias (como Lenin y Chicherin), que tienen las opiniones correctas, y excluye a trabajadores asalariados que no tienen las opiniones correctas, a los que clasifica como lacayos de la burguesía”. Cuáles fueran las opiniones políticamente correctas que determinaban la pertenencia al proletariado era algo que solo el partido, que se consideraba a sí mismo poseedor del monopolio de la verdad, podía determinar. De allí que un cambio en la ortodoxia (la infame “línea general”) tuviera siempre como consecuencia la exclusión de grupos enteros de personas antes consideradas proletarias, lo cual, como se sabe, afectó a muchos de los principales héroes de la revolución (que fueron expulsados del partido, encarcelados o directamente ejecutados).

El conjunto de las opiniones que se consideraban políticamente correctas en el comunismo soviético, y que servían para identificar a los verdaderos miembros del proletariado, siempre fue incierto y sumamente inestable. A comienzos de la década de 1920 se suponía que los proletarios con conciencia de clase debían ser internacionalistas, luchar por la revolución mundial y considerar a todos los partidos socialdemócratas como contrarrevolucionarios, renegados del socialismo y objetivamente aliados de la burguesía. A mediados de la década de 1930, en cambio, los proletarios debían resignarse al fin de la revolución mundial, defender la posibilidad de construir el “socialismo en un solo país” (la Unión Soviética) y considerar a los socialdemócratas (e incluso a los liberales) como aliados progresistas en la lucha contra el fascismo. En cualquier caso, los trabajadores no podían decidir por sí mismos cuáles eran las creencias políticamente correctas. Simplemente, les venían impuestas de manera autoritaria por los intelectuales del partido, o directamente por los órganos dirigentes de la burocracia estatal.

Los teóricos del comunismo, desde Marx en adelante, nunca fueron proletarios, ni siquiera en el sentido más amplio e inclusivo del término de ser trabajadores asalariados. No obstante, llegaron a considerarse no solo miembros del proletariado, sino la vanguardia misma de esa clase social, es decir, quienes le señalaban el camino a seguir en su organización política. La distinción entre “espontaneidad” y “conciencia”, ampliamente utilizada por Lenin y sus seguidores, se inventó precisamente para justificar el papel privilegiado de esa vanguardia, constituida en su gran mayoría por intelectuales de origen burgués o directamente noble. Según esta distinción, los trabajadores por sí mismos, de manera espontánea, persiguen intereses que son meramente subjetivos, incluso opuestos a sus intereses objetivos. Por ejemplo, se conforman con meras reformas, como un aumento de salario o una disminución de la jornada de trabajo, en vez de proponerse derribar por la violencia todo el sistema capitalista. Los teóricos comunistas, en cambio, conocen los intereses objetivos del proletariado y se encuentran, por tanto, en condiciones de dirigirlo. Ese elitismo, según el cual una minoría intelectual tiene acceso a un conocimiento privilegiado de la sociedad y de la historia, es una característica genuina de todo marxismo. Ya se encuentra explícitamente presente en el propio «Manifiesto comunista», cuando en un conocido pasaje se afirma que “los comunistas (…), desde el punto de vista teórico, aventajan a la masa del proletariado en la comprensión de las condiciones, la marcha y los resultados generales del movimiento proletario”.

Un fenómeno semejante se produce en el contexto de todos los populismos. El pueblo de los populistas y el proletariado de los comunistas son construcciones ideológicas. De acuerdo con esta construcción, para el populismo pertenecen al pueblo quienes tienen las opiniones correctas y actúan consecuentemente, es decir, quienes apoyan al movimiento o partido populista. En el peronismo argentino, por ejemplo, se ha sostenido explícitamente que pertenecen al pueblo quienes forman parte del movimiento peronista o, al menos, votan a los candidatos del partido justicialista (he escuchado personalmente ese argumento en muchas ocasiones durante cuarenta años). Quienes no lo hacen, en cambio, automáticamente forman parte del antipueblo. De esta manera, la caracterización populista del pueblo es siempre circular: el movimiento o partido populista representa por definición al pueblo, ya que el pueblo mismo se define como el conjunto de todos los que apoyan al movimiento o partido populista. Aquellos a quienes el populismo caracteriza como parte del pueblo no son necesariamente trabajadores asalariados, ni son pobres, ni pertenecen a una clase social determinada. Son simplemente los que siguen al movimiento y, en particular, a su líder. Igualmente, los que son excluidos del pueblo tampoco comparten ninguna propiedad relativa a su clase social o a su posición económica. La demarcación entre pueblo y antipueblo es plástica y fluctuante; cualquiera, en principio, puede pasar de un campo a otro si adopta las ideas que el populismo considera políticamente correctas, o si es incluido (o excluido) explícitamente por el líder del partido o movimiento. Ni siquiera es necesario actuar consecuentemente con tales ideas, más allá del acto electoral. El concepto populista de pueblo, en suma, carece de toda objetividad.

El hecho de que el pueblo, o el proletariado, se conciban como construcciones ideológicas no implica negar que existan las clases sociales, ni las élites, ni los pobres (o los ricos), ni los trabajadores asalariados, ni ninguna otra categoría social, política o económica delimitada por ciertas propiedades que objetivamente todos sus miembros tienen en común. Solo implica reconocer que el proletariado de los comunistas o el pueblo de los populistas son conceptos que no se definen por ninguna propiedad objetiva, ni, mucho menos, por un conjunto de propiedades permanentes que deban tener todos los miembros de cada una de esas categorías generales. Ambos se delimitan mediante criterios que implican circularidad. El proletariado de los comunismos no está formado por todos los trabajadores, sino por quienes tienen conciencia de clase, sean o no trabajadores, y la conciencia de clase se reconoce exclusivamente por el apoyo al comunismo, de modo que los partidos comunistas necesariamente representan al proletariado, puesto que este se ha definido como el conjunto de todos los que aceptan la ideología comunista. Análogamente, el pueblo de los populismos no está formado por todos los que no pertenecen a las élites, sino por aquellos que apoyan las causas populares, las cuales se identifican exclusivamente como aquellas que defienden los partidos o movimientos populistas, sean cuales fueren en cada momento.

En el caso del comunismo, la ideología desempeñaba el papel esencial para determinar quién pertenecía al proletariado y quién era excluido de la clase. En sus comienzos, los intelectuales comunistas eran los que determinaban el rumbo ideológico del movimiento comunista. Posteriormente, la deriva autoritaria del comunismo ruso se extendió a toda forma de pensamiento y la demarcación quedó exclusivamente en manos del partido-estado, o más bien, de sus órganos centrales de gobierno. En el caso del populismo, el papel de la ideología no es tan explícito ni directo. Es más bien el líder (o los líderes) del movimiento o el partido quien decide, según las circunstancias y la conveniencia, dónde se traza la línea demarcatoria. Así, un empresario rico, tradicionalmente considerado parte de la oligarquía, puede ser incluido en el pueblo si apoya al partido populista de hecho, por ejemplo, aportando fondos para la campaña electoral, mientras que un obrero de fábrica será excluido del pueblo si se opone a dicho partido en las elecciones de su sindicato. Un periodista que cambie de opinión respecto del gobierno populista de turno (un fenómeno habitual) pasará, según el decurso de sus opiniones, del pueblo al antipueblo, o a la inversa.

Hay sin embargo una constante en todos los populismos, comoquiera que tracen la demarcación entre el pueblo y el antipueblo: siempre se supone que el pueblo constituye la gran mayoría de la comunidad o de los habitantes de la nación, mientras que las élites y los traidores internos que las apoyan (por numerosos que sean) no pueden ser sino una pequeña minoría. Por esa razón, para el populismo el pueblo no puede identificarse con los pobres o los desposeídos, ya que en ese caso, un partido populista debería admitir que la mayoría de los habitantes de la nación son pobres, desocupados o desposeídos, incluso al final de su propia gestión gubernamental, que, por principio, se postula como inclusiva. Admitir que el pueblo es pobre implicaría reconocer el propio fracaso del populismo. Por consiguiente, la frontera entre el pueblo y el antipueblo tiene que redefinirse constantemente, sobre todo durante los períodos extensos en los que el partido populista se encuentra en el poder. La búsqueda de enemigos del pueblo, resulta, entonces, un ingrediente esencial del estilo de gobierno populista, puesto que es indispensable para trazar la frontera siempre fluctuante que los separa del pueblo. De hecho, en los momentos de crisis de un régimen populista, la estrategia más eficaz para reagrupar a sus adeptos o ganar nuevos apoyos consiste, precisamente, en identificar a un nuevo traidor o enemigo.

En todos los populismos el pueblo deviene, entonces, una categoría indeterminada, en la que cualquiera puede ser incluido y de la que cualquiera puede ser excluido. En principio, todos y cada uno de los habitantes de la nación pueden ser parte del pueblo o estar al servicio de la oligarquía, e incluso pasar varias veces de un lado a otro de la frontera. Pero la frontera siempre debe existir, por lo cual el pueblo, por principio, no puede abarcar a todos los habitantes de la nación o de la comunidad. Cuando la frontera parece desdibujarse, es necesario volverla nítida para asegurar la propia supervivencia del movimiento populista. El concepto populista de pueblo es esencialmente oportunista. En ese oportunismo, que permite redefinir una y otra vez la frontera entre el pueblo y el antipueblo según las circunstancias y la conveniencia del momento, se encuentra seguramente una de las claves del éxito y la eficacia actual de los populismos. Por consiguiente, cualquier partido o gobierno explícitamente no populista, si quiere mantener su identidad, debería evitar cuidadosamente todo empleo retórico del término “pueblo”. Sobre todo, no ceder a la permanente tentación de presentarse como representante del pueblo, como intérprete de sus deseos o de sus intereses objetivos, y sobre todo, como su salvador o redentor.